el gato negro,
por Edgar Allan Poe

 

 

Aunque sea el más escandaloso y, sin embargo, más sencillo relato que estoy a punto de escribir, no pretendo ni solicito opinión. Loco de hecho estaría si lo esperase en el caso de que mis propios sentidos rechazaran su propia convicción. Mas loco no estoy —y con toda seguridad tampoco sueño. Si bien mañana moriré, hoy quiero desahogar mi alma. Mi propósito inmediato es poner delante del mundo sin rodeos, brevemente, y sin explicaciones, una serie de meros sucesos domésticos. Por sus consecuencias esos sucesos me han aterrorizado —me han torturado—, me han devastado. Aun así, no trataré de razonarlos. Para mí exponen poco más que horror —a muchos les parecerán menos terribles que los barrocos. En lo sucesivo, tal vez, alguna inteligencia podrá encontrar qué achicará mi fantasma hasta lo cotidiano —alguna inteligencia más tranquila, más lógica, y, mucho menos excitable que la mía, que percibirá, en estas circunstancias que detallo con asombro, nada más que una ordinaria sucesión de muchas causas y efectos naturales.

Desde mi infancia me destaqué por la docilidad y humanidad de mi temperamento. La ternura de mi corazón era incluso tan notoria como para convertirme en el hazmerreír de mis compañeros. Estaba especialmente encariñado con los animales, y era complacido por mis padres con una gran variedad de mascotas. Con ellas pasaba la mayor parte de mi tiempo, y nunca fui tan feliz como cuando les alimentaba y acariciaba. Esta peculiaridad de mi carácter crecía conmigo, y, en mi madurez obtuve de ella una de mis principales fuentes de placer. A esos que han profesado ternura por un perro fiel y sagaz, apenas necesito tomarme la molestia de explicarles la naturaleza o la intensidad de la satisfacción que de ello se deriva. Hay algo en el abnegado y desinteresado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que ha tenido frecuentes ocasiones de comprobar la miserable amistad y la etérea fidelidad del mero Hombre.

Me casé joven, y tuve la dicha de encontrar en mi esposa una personalidad que no era incompatible con la mía. Al ver ella mi predilección por los animales domésticos, no perdía la oportunidad de procurarme aquellos de las especies más agradables. Tuvimos pájaros, una carpa dorada, un buen perro, conejos, un pequeño mono y un gato.

Este último era un notablemente hermoso y grande animal, y de una sagacidad asombrosa. Al referirme a su inteligencia, mi esposa, que en el fondo no estaba un poquito teñida de superstición, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disfrazadas. No es que ella se pusiera seria alguna vez sobre esta cuestión, y, si menciono el asunto no es del todo por la simple razón de que suceda ahora mismo el hecho de ser recordado.

Plutón —este era el nombre del gato—, era mi mascota y compañero de juegos favorito. Solo yo le daba de comer y me seguía donde quiera que fuera por la casa. Incluso a duras penas pude evitar que me siguiera por las calles.

Nuestra amistad se mantuvo de esta manera durante muchos años, durante los cuales mi temperamento y carácter habituales, —por mediación del Demonio de la Destemplanza—, habían (me sonrojo al confesarlo) sufrido una drástica alteración hacia lo peor. Me volví, día tras día, más taciturno, más irascible, más despreocupado con los sentimientos de los demás. Me permitía utilizar un lenguaje desmedido con mi esposa. A la larga, incluso le dispuse violencia personalmente. Mis mascotas, naturalmente, notaron ese cambio en mi temperamento. No sólo los descuidé, sino que además los maltraté. Sin embargo, a Plutón todavía le guardaba suficiente consideración como para contenerme de maltratarlo, así como no tenía reparo en maltratar a los conejos, el mono, e incluso al perro, cuando accidentalmente o por afecto, se cruzaban en mi camino. Mas mi enfermedad se agravaba, —¡pues qué enfermedad puede compararse al alcohol! —, y al fin, hasta Plutón, quien ya estaba haciéndose viejo, y, por lo tanto, algo irritable —hasta Plutón, digo, comenzó a padecer los efectos de mi mal humor.

Una noche, volviendo a casa considerablemente ebrio de uno de mis tugurios habituales de la ciudad, pareciome que el gato evitaba mi presencia. Lo sujeté, cuando, en su temor ante mi violencia, me ocasionó una leve herida en mi mano con sus dientes. La furia de un demonio se apoderó de mí al momento. Ya no me reconocí a mí mismo. Mi alma primigenia pareció de pronto levantar el vuelo de mi cuerpo, y una más que diabólica malevolencia, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo de mi chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré a la pobre bestia por el pescuezo, y, deliberadamente ¡le arranqué uno de sus ojos de la cuenca! Me sonrojo, ardo, me estremezco mientras escribo esa condenable atrocidad.

Cuando la razón volvió junto a la mañana —cuando el sueño había disipado los vapores de esa orgía nocturna—, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen del que había sido culpable; pero fue, en el mejor de los casos, un equívoco y débil sentimiento, y el alma permaneció inmaculada. De nuevo me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino todo recuerdo de aquel hecho.

Mientras tanto, el gato, poco a poco se fue recuperando. La cuenca del ojo perdido ofrecía, es cierto, un espantoso aspecto, aunque ya no parecía él sentir dolor alguno. Andaba por la casa como de costumbre, aunque, como era de esperar huía despavorido en cuanto me acercaba. Quedaba tanto de mi viejo corazón que, al principio, me apenó esta evidente aversión por parte de una criatura que una vez tanto me amó. Pero este sentimiento pronto dio lugar a la irritación. Y entonces vino, como para mi definitivo e irrevocable destronamiento, el espíritu de la PERVERSIDAD. A este espíritu, la filosofía no tiene en cuenta. Sin embargo, no puedo estar más seguro de que mi alma vive que yo soy esa perversidad que es uno de los impulsos primitivos del corazón humano; una de las indivisibles facultades primarias o sentimientos que orientan el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces, a sí mismo, cometiendo una acción vil o necia por ninguna otra razón que porque sabe que no debería hacerla? ¿No tenemos una perpetua inclinación a pesar de nuestro buen juicio, a violar aquello que es Ley, simplemente porque entendemos que es así? Este espíritu de perversidad, lo juro, me llevó a la ruina completa. Fue este insondable anhelo del alma de atormentarse a sí misma —de violentar su propia naturaleza—de hacer el mal por el solo hecho de hacerlo—, lo que me impulsó a continuar y finalmente consumar el daño que había causado a esa inofensiva bestia. Una mañana, con sangre fría, le pasé un lazo corredizo por el cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo colgué con lágrimas en mis anegados ojos y con el más amargo reconocimiento en mi corazón; lo ahorqué porque sabía que me había amado, y porque sentía que no me había dado motivo alguno de ofensa; lo ahorqué porque sabía que haciéndolo estaba cometiendo un pecado —un pecado mortal que pondría en tal peligro mi alma inmortal como para situarla, si tal cosa fuera posible, más allá del alcance de la infinita misericordia del más Misericordioso y más Terrible Dios.

La noche del día en que este cruel acto fue cometido, fui despertado del sueño por el grito de ¡fuego! Las cortinas de mi cama estaban en llamas. La casa entera ardía. Fue con gran dificultad que mi esposa, un sirviente y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Toda mi riqueza entera fue consumida, y me resigné de ahí en adelante a la desesperación.

Estoy por encima de la debilidad de buscar establecer una secuencia de causa y efecto entre ese desastre y esa atrocidad. Pero estoy detallando una cadena de hechos, y no deseo dejar ni un solo posible eslabón suelto. Al día siguiente del incendio, visité las ruinas. Las paredes, a excepción de una, se habían derrumbado. Dicha excepción consistía en un tabique, no muy grueso, que se alzaba más o menos en el centro de la casa y contra el cual estaba apoyado el cabecero de mi cama. El revestimiento aquí, en gran medida, resistió la acción del fuego, hecho que atribuí a que había sido recientemente aplicado. Junto a este muro una densa multitud se había congregado y un montón de gente parecían examinar una parte concreta del mismo con minuciosa y ávida atención. Las palabras “¡extraño!”, “¡curioso!” y otras expresiones parecidas despertaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, como si grabada en bajorrelieve estuviera sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. Esa impresión fue transmitida con una exactitud realmente maravillosa. Había una soga alrededor del cuello del animal.

Cuando por primera vez contemplé aquella aparición —pues difícilmente podría considerarla otra cosa—, mi asombro y terror fueron extremos. Pero al fin la reflexión vino en mi ayuda. El gato, recordé, había sido colgado en un jardín contiguo a la casa. Tras la alarma de incendio, este jardín se había llenado inmediatamente de gente, y alguno de ellos debió haber cortado al animal del árbol y lo arrojó a mi habitación por una ventana abierta. Esto, probablemente, lo habrían hecho con la intención de despertarme. El derrumbe de otros muros había comprimido a la víctima de mi crueldad contra la sustancia del recién extendido yeso; la cal del mismo, junto con las llamas y el amoníaco del cadáver, habría pues terminado ese retrato tal como lo vi. Aunque de este modo fácilmente justifiqué ante mi juicio, si no del todo ante mi conciencia, el sorprendente hecho que acabo de detallar, no por ello dejó de causar una profunda impresión en mi imaginación. Durante meses no pude liberarme del fantasma del gato, y durante este periodo volvió a mi espíritu un sentimiento a medias que parecía, pero no era, remordimiento. Fui lo suficientemente lejos como para lamentar la pérdida del animal, y así buscar a mi alrededor entre los viles antros que ahora frecuentaba habitualmente, otra mascota de la misma especie, y de alguna similar apariencia, con la cual reemplazarlo.

Una noche, mientras ebrio, medio aturdido en un antro de más que mala fama, mi atención fue repentinamente atraída por una cosa negra que reposaba sobre la tapa de uno de esos inmensos toneles de ginebra o de ron que constituían el principal mobiliario de la estancia. Había estado mirando fijamente la parte superior de este tonel durante varios minutos y lo que ahora me suscitaba sorpresa era el hecho de no haber percibido antes el propósito de la misma. Me le acerqué y lo toqué con la mano. Era un gato negro —uno muy grande—, tan grande como Plutón, y detalladamente parecido a él en todo salvo en una particularidad. Plutón no tenía un solo pelo blanco en ninguna parte de su cuerpo; pero este gato tenía una gran, aunque indefinida, mancha blanquecina, que le cubría casi toda la región del pecho.

En cuanto lo toqué, se levantó de inmediato, ronroneó con entusiasmo, se frotó contra mi mano y pareció encantado con mi atención. Esta era, pues, la criatura a la que andaba buscando. Enseguida me ofrecí a comprárselo al propietario; pero esta persona no reclamó derecho alguno sobre él —no sabía nada al respecto—, nunca lo había visto antes.

Continué con mis caricias, y cuando me disponía a volver a casa, el animal mostró intenciones de acompañarme. Le di permiso para ello, agachándome y acariciándolo ocasionalmente mientras avanzaba. Cuando llegó a casa, se domesticó de inmediato convirtiéndose al momento en el gran favorito de mi esposa.

Por mi parte, pronto noté un rechazo hacia él que nacía dentro de mí. Esto fue lo contrario de lo que había previsto, aunque —no sé cómo no por qué fue—, su evidente cariño hacia mí más bien me disgustó y molestó. Gradualmente, esos sentimientos de asco y fastidio aumentaron hasta el más amargo de los odios. Evitaba a la criatura; un cierto sentimiento de vergüenza, más el recuerdo de mi anterior acto de crueldad, me disuadieron de agredirle físicamente. No lo hice, durante algunas semanas no lo golpeé ni lo maltraté violentamente, pero gradualmente —muy gradualmente—, llegué a mirarlo con inefable aborrecimiento y a escapar silenciosamente de su odiosa presencia como del aliento de algo pestilente.

Lo que añadió, sin duda, odio hacia esa bestia fue el descubrimiento, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, de que, al igual que Plutón, también había sido privado de uno de sus ojos. Esta circunstancia, no obstante, solo hizo que mi esposa lo adorara más, quien, como he dicho ya, poseía en alto grado esa humanidad de sentimiento que en otro tiempo había sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis más sencillos y puros placeres.

A pesar de mi aversión a este gato, no obstante, su predilección por mí parecía aumentar. Me seguía los pasos con una pertinacia que sería difícil de hacer entender al lector. Cada vez que me sentaba se agazapaba bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas, envolviéndome con sus repugnantes caricias. Si me levantaba para caminar, se me metía entre los pies y de esta manera casi me derribaba, o clavando sus largas y afiladas garras en mi vestimenta, trepaba así hasta mi pecho. En tales momentos, aunque ansiaba destruirlo de un golpe, me abstenía de hacerlo, en parte por el recuerdo de mi crimen anterior —pero principalmente—permítaseme confesarlo de una vez—, por un absoluto pavor a la bestia.

Este pavor no era exactamente un pavor a un mal físico —y, sin embargo, me sería muy difícil definirlo de otra manera. Estoy casi avergonzado de admitir —sí, incluso en esta celda de criminal, casi me avergüenzo de admitir—, que ese terror y horror que le animal me inspiraba habían sido intensificados por una de las más simples quimeras que fuera posible concebir. Mi esposa había llamado mi atención más de una vez por la característica de esa mancha de pelo blanco, de la que he hablado, y que constituía la única visible diferencia entre el extraño animal y el que yo había destruido. El lector recordará que esta marca, aunque grande, había sido en un principio muy indefinida, pero gradualmente —de un modo casi imperceptible, y que durante mucho tiempo mi razón se esforzó en rechazar como producto de la fantasía—, había asumido por fin un contorno de rigurosa nitidez. Era ahora la representación de algo que me estremece nombrar —y por esto, sobre todo, lo aborrecía y temía, me había deshecho del monstruo si me hubiera atrevido —era, ahora, repito, la imagen de una cosa horrenda —de algo espantoso—, ¡de la HORCA! ¡Oh, terrible y lúgubre máquina de horror y crimen, de agonía y de muerte!

Y era yo, ahora, en efecto, desdichado más allá de la desdicha de la mera humanidad. ¡Una bruta bestia—cuyo semejante había destruido con desdén—, una bruta bestia que trabajaba a mi favor—a mi favor, un hombre yo forjado a la imagen del Dios Altísimo—tanta e insufrible aflicción! ¡Ay de mí! ¡Ni de día ni de noche volví a conocer la bendición del descanso! Durante el primer año, la criatura no me dejaba ni un momento a solas; y en el segundo, me despertaba a cada hora de unos sueños de un pavor inenarrable, para encontrar el cálido aliento de esa cosa sobre mi rostro, además de su peso abrumador— ¡una encarnada pesadilla de la que no lograba desprenderme—recayendo eternamente sobre mi corazón!

Bajo la presión de tormentos de esa índole, el frágil remanente de bien que había en mí sucumbió. Los malos pensamientos se convirtieron en mis únicos confidentes—los más oscuros y malvados pensamientos. El mal humor de mi habitual temperamento aumentó hasta un odio a todas las cosas y a toda la humanidad; mientras que de esos repentinos, frecuentes e ingobernables arrebatos de una furia a la que ya me abandonaba ciegamente, mi resignada esposa, ¡ay! era la más habitual y paciente de las víctimas.

Un día me acompañó ella a hacer un recado doméstico al sótano del viejo edificio que nuestra pobreza nos obligaba a habitar. El gato me siguió hasta las empinadas escaleras, y, al casi tirarme de cabeza, me exasperó hasta el delirio. Levantando un hacha y olvidando durante mi ira ese temor pueril que hasta entonces había contenido mi mano, asesté un hachazo al animal, que por supuesto habría resultado fatal al instante si hubiera caído como deseaba yo. Pero mi esposa detuvo el golpe con la mano. Llevado por esa interferencia a una furia más demoníaca, me zafé de su agarre y le hundí el hacha en su cerebro. Ella cayó muerta en el acto sin un quejido.

Una vez consumado este horrible asesinato, me puse de inmediato y con total deliberación a la tarea de ocultar el cuerpo. Era consciente de que no podía sacarlo de la vivienda, ni de noche ni de día, sin el riesgo de ser visto por los vecinos. Muchos proyectos se me pasaron por la cabeza. En un momento se me ocurrió cortar el cadáver en pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. En otra ocasión, resolví cavar una tumba en el suelo del sótano. De nuevo reflexioné sobre si arrojarlo al pozo del jardín—o empacarlo en una caja, como si fuera mercancía, con los requisitos acostumbrados, y así conseguir que un mozo se lo llevara de la casa. Finalmente di con lo que consideré una mucho mejor solución que cualquiera de las otras. Resolví emparedarlo en el sótano—como los monjes en la Edad Media está escrito que emparedaban a sus víctimas.

Para un propósito como este, el sótano estaba bien adaptado. Sus paredes, de construcción endeble, habían sido recientemente enlucidas con un yeso basto, cuya humedad del ambiente había impedido su endurecimiento. Por otra parte, en una de las paredes había un saliente producto de una falsa chimenea o fogón, que había sido rellenado y disimulado para que se asemejara al resto del sótano. No me cabía duda de que podría fácilmente desplazar esos ladrillos en ese lugar, introducir el cadáver, y el muro entero levantar como antes, de modo que ninguna mirada pudiera detectar cada sospechoso.

Y en este cálculo no me equivoqué. Con ayuda de una palanca fácilmente desencajé los ladrillos, y, tras depositar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo apuntalé en esa posición, mientras que sin gran dificultad reconstruí toda esa estructura tal como originalmente se erguía. Habiéndome procurado argamasa, arena y pelo con toda clase de precauciones, preparé un yeso que no se distinguía del antiguo, y con éste muy cuidadosamente recubrí la nueva pared de ladrillo. Cuando hube terminado, me sentí satisfecho de que todo estuviera en orden. El muro no presentaba el más mínimo indicio de haber sido alterado. La basura del suelo fue recogida con sumo cuidado. Miré a mi alrededor triunfante y me dije: “Aquí, por fin pues, mi esfuerzo no ha sido en vano.”

Mi siguiente paso fue buscar a esa bestia que había sido la causa de tanta miseria, pues al fin había resuelto firmemente darle muerte. Si hubiera podido encontrarlo en aquel momento, no habría habido duda alguna sobre su destino, pero parecía que el astuto animal se había alarmado por la violencia de mi ira previa, y se abstuvo de presentarse ante mi estado de ánimo actual. Es imposible describir o imaginar la profunda y dichosa sensación de alivio que la ausencia de la detestada criatura ocasionó en mi pecho. No se dejó ver durante la noche—y así, por una noche al menos desde su llegada a la casa, dormí profunda y tranquilamente, ¡sí, dormí incluso con el peso del asesinato sobre mi alma!

El segundo y el tercer día pasaron y mi verdugo seguía sin aparecer. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡El monstruo, aterrorizado, había huido del lugar para siempre! ¡No volvería a verlo jamás! ¡Mi felicidad era suprema! La culpa de mi oscura acción apenas me perturbaba. Algunas pocas preguntas se habían formulado, pero estas habían sido fácilmente contestadas. Incluso se había iniciado una búsqueda—pero por supuesto nada iba a ser descubierto. Consideraba mi futura felicidad asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías entraron de forma muy inesperada en la casa, y procedieron de nuevo a investigar rigurosamente la propiedad. Seguro, sin embargo, de lo inescrutable de mi escondite, no sentí incomodidad alguna. Los agentes me ordenaron que los acompañara en su búsqueda. No dejaron ni un rincón sin explorar. Finalmente, por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. No se me movió ni un músculo. Mi corazón latía serenamente, como el de quien duerme en la inocencia. Recorrí en sótano de punta a punta. Crucé los brazos sobre el pecho y deambulé tranquilamente de un lado a otro. La policía quedó completamente satisfecha y se dispuso a marcharse. La alegría en mi corazón era demasiado fuerte como para contenerla. Ardía en deseos de decir aunque fuera una sola palabra a modo de triunfo, para asegurar doblemente su certeza sobre mi inocencia.

“Caballeros”, dije al fin, mientras el grupo subía por los escalones, “me complace haber disipado sus sospechas. Les deseo a todos salud y un poco más de cortesía. A propósito, señores, esta… esta es una casa muy bien construida.” [En ese rabioso afán de decir algo sencillo apenas supe lo que salía de mi boca.] “Diría que es una casa perfectamente construida. Estos muros… ¿ya se van, caballeros?… estos muros están sólidamente levantados;” y aquí, en un mero arrebato de fanfarronería, golpeé fuertemente con un bastón que llevaba en la mano sobre esa misma parte del enladrillado tras la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Pero que Dios me proteja y me libre de los colmillos del archidemonio! Apenas la reverberación de mis golpes se había hundido en el silencio cuando ¡me respondió una voz desde dentro de la tumba! con un grito, al principio ahogado y entrecortado, como el sollozo de un niño, que rápidamente fue creciendo hasta convertirse en un prolongado, sonoro y continuo grito, absolutamente anómalo e inhumano, un aullido—un lastimero alarido, mitad de horror y medio triunfante, como sólo podría haber surgido del infierno conjuntamente de las gargantas de los condenados en su agonía y de los demonios que se regocijan en esa condena.

De mis propios pensamientos es una necedad hablar. Desmayándome, me tambaleé hasta la pared de enfrente. Por un instante el grupo permaneció inmóvil en la escalera, presa del terror y el asombro. Al instante siguiente una decena de fuertes brazos trabajaban arduamente en la pared. Se desplomó. El cadáver, ya descompuesto y con sangre coagulada se irguió ante la mirada de los espectadores. Sobre su cabeza, con esa roja boca abierta y ese único ojo llameante, estaba sentada la horrible bestia cuya astucia me había seducido hasta el asesinato, y cuya voz delatora me había condenado a ese verdugo. ¡Había emparedado al monstruo dentro de la tumba!

 

 

 

 

 

 

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