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El desconocido de sí mismo
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Octavio Paz
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No sería difícil demostrarle a Caeiro que la realidad nunca está a la mano y que debemos conquistarla
(aun a riesgo de que en el acto de la conquista se nos evapore o se nos convierta en otra cosa: idea, utensilio). El
poeta inocente es un mito pero un mito que funda a la poesía. El poeta real sabe que las palabras y las cosas no
son lo mismo y por eso, para restablecer una precaria unidad entre el hombre y el mundo, nombra las cosas
con imágenes, ritmos, símbolos y comparaciones. Las palabras no son las cosas: son los puentes que tendemos
entre ellas y nosotros.
El poeta es la conciencia de las palabras, es decir, la nostalgia de la realidad real de las cosas. Cierto,
las palabras también fueron cosas antes de ser nombres de cosas. Lo fueron en el mito del poeta inocente, esto es,
antes del lenguaje. Las opacas palabras del poeta real evocan el habla de antes del lenguaje, el entrevisto acuerdo
paradisíaco. Habla inocente: silencio en el que nada se dice porque todo está dicho, todo está diciéndose.
El lenguaje del poeta se alimenta de ese silencio que es habla inocente.
Pessoa, poeta real y hombre escéptico, necesitaba inventar a un poeta inocente para justificar su propia
poesía. Reis, Campos y Pessoa dicen palabras mortales y fechadas, palabras de perdición y dispersión: son el
presentimiento o la nostalgia de la unidad. Las oímos contra el fondo de silencio de esa unidad. No es un azar que
Caeiro muera joven, antes de que sus discípulos inicien su obra. Es su fundamento, el silencio que los sustenta.
El más natural y simple de los heterónimos es el menos real. Lo es por exceso de realidad. El hombre,
sobre todo el hombre moderno, no es del todo real. No es un ente compacto como la naturaleza o las cosas; la
conciencia de sí es su realidad insustancial. Caeiro es una afirmación absoluta del existir y de ahí que sus palabras
nos parezcan verdades de otro tiempo, ese tiempo en el que todo era uno y lo mismo. ¡Presente sensible e intocable:
apenas lo nombramos se evapora! La máscara de inocencia que nos muestra Caeiro no es la sabiduría: ser sabio es
resignarse a saber que no somos inocentes. Pessoa, que lo sabía, estaba más cerca de la sabiduría.
El otro extremo es Alvaro de Campos.
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Nace en Tariva, el 15 de octubre de 1890. La fecha coincide con su horóscopo, dice Pessoa. Estudios de liceo;
después, en Glasgow, de ingeniería naval. Ascendencia judaica. Viajes a Oriente. Paraísos artificiales y otros.
Partidario de una estética no aristotélica, que ve realizada en tres poetas: Whitman, Caeiro y él mismo. Usaba
monóculo. Irascible impasible.
Caeiro vive en el presente intemporal de los niños y los animales; el futurista Campos en el instante. Para el
primero, su aldea es el centro del mundo; el otro, cosmopolita, no tiene centro, desterrado en ese ningún lado que es
todas partes. Sin embargo, se parecen: los dos cultivan el verso libre; los dos atropellan el portugués; los dos no
eluden los prosaísmos.
No creen sino en lo que tocan, son pesimistas, aman la realidad concreta, no aman a sus semejantes,
desprecian a las ideas y viven fuera de la historia, uno en la plenitud del ser, otro en su más extrema privación. Caeiro,
el poeta inocente, es lo que no podía ser Pessoa; Campos, el dandy vagabundo, es lo que hubiera podido ser y no fue.
Son las imposibles posibilidades vitales de Pessoa. El primer poema de Campos posee una originalidad
engañosa. La Oda triunfal es en apariencia un eco brillante de Whitman y de los futuristas. Apenas se compara este
poema con los que, por los mismos años, se escribían en Francia, Rusia y otros países, se advierte la diferencia.
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En español no hubo nada semejante hasta la generación de Lorca y Neruda. Había, sí, la prosa del gran Ramón
Gómez de la Serna. En México tuvimos un tímido comienzo, sólo un comienzo: Tablada. En 1918 surge realmente
la poesía moderna en lengua española. Pero su iniciador, Vicente Huidobro, es un poeta de tono muy distinto.
Whitman creía realmente en el hombre y en las máquinas; mejor dicho, creía que el hombre natural no era incompatible
con las máquinas. Su panteísmo abarcaba también a la industria. La mayor parte de sus descendientes no incurren en estas
ilusiones. Algunos ven en las máquinas juguetes maravillosos. Pienso en Valery Larbaud y en su Barnabooth, que tiene más
de un parecido con Alvaro de Campos4. La actitud de Larbaud ante la máquina es epicúrea; la de los futuristas, visionaria.
La ven como el agente destructor del falso humanismo y, por supuesto, del hombre natural.
No se proponen humanizar a la máquina sino construir una nueva especie humana semejante a ella. Una excepción
sería Mayakovski y aun él… La Oda triunfal no es ni epicúrea ni romántica, ni triunfal: es un canto de rabia y derrota. Y en esto
radica su originalidad. Una fábrica es «un paisaje tropical» poblado de bestias gigantescas y lascivas. Fornicación infinita de ruedas,
émbolos y poleas.
A medida que el ritmo mecánico se redobla, el paraíso de hierro y electricidad se transforma en sala de tortura. Las
máquinas son órganos sexuales de destrucción y Campos quisiera ser triturado por esas hélices furiosas. Esta extraña visión
es menos fantástica de lo que parece y no sólo es una obsesión de Campos. Las máquinas son reproducción, simplificación y
multiplicación de los procesos vitales. Nos seducen y horripilan porque nos dan la sensación simultánea de la inteligencia y la
inconsciencia: todo lo que hacen lo hacen bien pero no saben lo que hacen. ¿No es ésta una imagen del hombre moderno?
Pero las máquinas son una cara de la civilización contemporánea. La otra es la promiscuidad social. La Oda triunfal
termina en un alarido; transformado en bulto, caja, paquete, rueda, Alvaro de Campos pierde el uso de la palabra: silba, chirría,
repiquetea, martillea, traquetea, estalla.
La palabra de Caeiro evoca la unidad del hombre, la piedra y el insecto; la de Campos, el ruido incoherente de la historia.
Panteísmo y panmaquinismo, dos modos de abolir la conciencia. Tabaquería es el poema de la conciencia recobrada. Caeiro se
pregunta ¿qué soy?; Campos, ¿quién soy? Desde su cuarto contempla la calle: automóviles, transeúntes, perros, todo real y todo
hueco, todo cerca y todo lejos.
Enfrente, seguro de sí mismo como un dios, enigmático y sonriente como un dios, frotándose las manos como Dios
Padre después de su horrible creación, aparece y desaparece del Dueño de la Tabaquería. Llega a su caverna-templo-tendejón,
Esteva el despreocupado, sem metafísica, que habla y come, tiene emociones y opiniones políticas y guarda las fiestas de guardar.
Desde su ventana, desde conciencia, Campos mira a los dos monigotes y, al verlos, se ve a si mismo. ¿Dónde está la
realidad: en mí o en Esteva? El Dueño de la Tabaquería sonríe y no responde. Poeta futurista, Campos comienza por afirmar
que la única realidad es la sensación; unos años más tarde se pregunta si él mismo tiene alguna realidad.
Al abolir la conciencia de sí, Caeiro suprime la historia; ahora es la historia la que suprime a Campos. Vida marginal:
sus hermanos, si algunos tiene, son las prostitutas, los vagos, el dandy, el mendigo, la gentuza de arriba y de abajo. Su rebelión
no tiene nada que ver con las ideas de redención o de justicia: Nâo: tudo menos ter razâo! Tudo menos importar-me com a
humanidade! Tudo menos ceder ao humanitarismo! Campos se rebela también contra la idea de la rebelión. No es una virtud
moral, un estado de conciencia -es la conciencia de una sensación:
«Ricardo Reis es pagano por convicción; Antonio Mora por inteligencia; yo lo soy por rebelión, esto es, por temperamento»-.
Su simpatía por los malvivientes está teñida de desprecio, pero ese desprecio lo siente ante todo sí mismo:
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Siento simpatía por toda esa gente,
Sobre todo cuando no merece simpatía.
Sí, yo también soy vago y pedigüeño…
Ser vago y mendigo no es ser vago y mendigo:
Es estar fuera de la jerarquía social…
Es no ser juez de la Corte Suprema, empleado fijo, prostituta,
Pobre de solemnidad, obrero explotado,
Enfermo de una enfermedad incurable,
Sediento de justicia o capitán de caballería,
Es no ser, en fin, esos personajes sociales de los novelistas
Que se hartan de letras porque tienen razón para llorar sus lágrimas
Y se rebelan contra la vida social porque les sobra razón para hacerlo…
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Su vagancia y mendicidad no dependen de ninguna circunstancia; son irremediables y sin redención. Ser vago
así es ser ¡solado na alma. Y más adelante, con esa brutalidad que escandalizaba a Pessoa: Nem tenho a defensa de poder
ter opiôes sociais… Sou lúcido. Nada de estéticas com caracâo: sou lúcido. Merda! Sou lúcido.
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Me parece casi imposible que Pessoa no haya conocido el libro de Larbaud. La edición definitiva de Bernabooth
es de 1913, año de intensa correspondencia con Sá-Carneiro. Detalle curioso: Larbaud visitó Lisboa en 1926;
Gómez de la Serna, que vivía por entonces en esa ciudad, lo presentó con los escritores jóvenes, que le ofrecieron
un banquete. En la crónica que consagra a este episodio (Lettre de Lisbonne, en Jeune bleu blanc) Larbaud
habla con elogio de Almada Negreira pero no cita a Pessoa. ¿Se conocieron?
La conciencia del destierro es una nota constante de la poesía moderna, desde hace siglo y medio. Gérard de
Nerval se finge príncipe de Aquitania; Alvaro de Campos escoge la máscara del vago. El tránsito es revelador. Trovador o
mendigo, ¿qué oculta esa máscara? Nada, quizá. El poeta es la conciencia de su irrealidad histórica. Sólo que si esa
conciencia se retira de la historia, la sociedad se abisma en su propia opacidad, se vuelve Esteva o el Dueño de la Tabaquería.
No faltará quien diga que la actitud de Campos no es «positiva». Ante críticas semejantes, Casáis Monteiro
respondía: «La obra de Pessoa realmente es una obra negativa. No sirve de modelo, no enseña ni a gobernar ni a ser
gobernado. Sirve exactamente para lo contrario: para indisciplinar los espíritus.» Campos no se lanza, como Caeiro,
a ser todo, sino a ser todos y estar en todas partes.
La caída en la pluralidad se paga con la pérdida de la identidad. Ricardo Reis escoge la otra posibilidad latente
en la poesía de su maestro.
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Nació en Oporto, en 1887. Es el más mediterráneo de los heterónimos: Caeiro era rubio y de ojos azules; Campos
«entre blanco y moreno», alto, flaco, y con un aire internacional; Reis «moreno mate», más cerca del español y
portugués meridionales. Las Odas no son su única obra. Se sabe que escribió un Debate estético entre Ricardo
Reis y Alvaro de Campos. Sus notas críticas sobre Caeiro y Campos son un modelo de precisión verbal y de
incomprensión estética.
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Reis es un ermitaño como Campos es un vagabundo. Su ermita es una filosofía y una forma. La filosofía es una
mezcla de estoicismo y epicureísmo. La forma: el epigrama, la oda y la elegía de los poetas neoclásicos.
Sólo que el neoclasicismo es una nostalgia, es decir, es un romanticismo que se ignora o que se disfraza.
Mientras Campos escribe sus largos monólogos, cada vez más cerca de la introspección que del himno, su amigo
Reis pule pequeñas odas sobre el placer, la fuga del tiempo, las rosas de Lidia, la libertad ilusoria del hombre, la vanidad de
los dioses. Educado en un colegio de jesuitas, médico de profesión, monárquico, desterrado en el Brasil desde 1919, pagano
y escéptico por convicción, latinista por educación, Reis vive fuera del tiempo. Parece, pero no es, un hombre del pasado:
ha escogido vivir en una sagesse intemporal. Cioran señalaba recientemente que nuestro siglo, que ha inventado tantas cosas,
no ha creado la que más falta nos hace.
No es extraño así que algunos la busquen en la tradición oriental: taoísmo, budismo zen; en realidad esas doctrinas
cumplen la misma función que las filosofías morales del fin del mundo antiguo. El estoicismo de Reis es una manera de no estar
en el mundo -sin dejar de estar en él. Sus ideas políticas tiene un sentido semejante: no son un programa, sino una negación
del estado de cosas contemporáneo.
No odia a Cristo ni lo quiere; aborrece al cristianismo, aunque, esteta al fin, cuando piensa en Jesús admite que
«su sombría forma dolorosa nos trajo algo que faltaba». El verdadero dios de Reis es el Hado y todos, hombres y mitos, estamos
sometidos a su imperio. La forma de Reis es admirable y monótona como todo lo que es perfección artificiosa. En esos pequeños
poemas se percibe, más que la familiaridad con los originales latinos y griegos, una sabia y destilada mixtura del neoclasicismo
lusitano y de la Antología griega traducida al inglés. La corrección de su lengua inquietaba a Pessoa: «Caeiro escribe mal el portugués;
Campos lo hace razonablemente, aunque incurre en cosas como decir «yo propio» por «yo misrno»; Reis mejor que yo pero
con un purismo que considero exagerado.» La exageración sonámbula de Campos se convierte, por un movimiento de contradicción
muy natural, en la precisión exagerada de Reis. Ni la forma ni la filosofía defienden a Reis: defienden a un fantasma. La verdad es
que Reis tampoco existe y él lo sabe. Lúcido, con una lucidez más penetrante que la exasperada de Campos, se contempla:
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No sé de quién recuerdo mi pasado,
Otro lo fui, ni me conozco
Al sentir con mi alma
Aquella ajena que al sentir recuerdo.
De un día a otro nos desamparamos.
Nada cierto nos une con nosotros,
Somos quien somos y es
Cosa vista por dentro lo que fuimos.
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El laberinto en que se pierde Reis es el de sí mismo. La mirada interior del poeta, algo muy distinto a la
introspección, lo acerca a Pessoa. Aunque ambos usan metros y formas fijas, no los une el tradicionalismo porque pertenecen a
tradiciones diferentes. Los une el sentimiento del tiempo -no como algo que pasa frente a nosotros, sino como algo que se vuelve
nosotros. Presos en el instante, Caeiro y Campos afirman de un tajo el ser o la ausencia de ser. Reis y Pessoa se pierden en los
vericuetos de su pensamiento, se alcanzan en un recodo y, al fundirse con ellos mismos, abrazan una sombra. El poema no es la
expresión del ser sino la conmemoración de ese momento de fusión. Monumento vacío: Pessoa edifica un templo a lo desconocido;
Reis, más sobrio, escribe un epigrama que es también un epitafio:
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La suerte, menos verla,
Niégueme todo: estoico sin dureza,
La sentencia grabada del Destino,
Gozarla letra a letra.
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