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Abbey lleva un cabello descabellado de cabellos. Con esa mirada de ojos tal vez grises,
redondos, nos pregunta algo: si no se ve en el espejo, quiere saber -por nuestra expresión-
cómo es el desastre de su pelo. Si se ve en el espejo, quiere saber cómo estamos de asustados
–o de complacidos- con la melena de su huracán.
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Es de color entre rubio oscuro y marrón castaño con miel. Hay que confiar más en el destino
que en el dado de oro para que la cosa tremenda, tremebunda, vuelva a su cauce de obediencia
y felicidad.
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La estructura fractal que lleva Abbey en el cráneo de su cabeza, está entre las barbas de un
molusco perpetuo, aglutinante, y una como plenitud inextensa, de alcance tal vez abstracto y venturoso,
arrebatado de la llama.
Con efecto escénico y drama propio, con frenos de fondo y voladizos de superficie, sin rumbo,
el cabello entero, (como) arremolinado por el viento, quiere escapar.
Esta cabellera de pelo tiene que contener su volumen sin prisa y sin aflicción, reconocer la crisis de
su realidad molecular, filamentosa, y resolverla con cálculo riguroso de bájala, atájala, átala y ponla.
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