volvió la tormenta que me llama padre
Volvió la tormenta que me llama padre, volvió la tormenta extraña, trascendental,
con los dientes largos y una sonrisa de hazme el favor, o de ven conmigo, o de aquí
y ahora, nosotros solos.
Yo estaba en la cocina, a oscuras, insomne de sueño y somnoliento de ojos,
estaba quizá limpiando los fusiles o cepillando a los perros y escuchando el escúchame
de la tormenta que volvió y que me llama padre, que cantaba a lloros o a llantos, ella misma,
como si nunca hubiera visto a un ser humano ni a un prójimo de metal, ni desde lejos,
ni siquiera a la distancia de un horizonte o de un río, nunca.
No amanecía, no se levantaba el cielo de la tierra, y la tormenta que me llama
padre tenía en uno de sus ojos mucha pena y también en el otro mucha pena, y en los dos
ojos juntos, mucha pena, y olía a eternidad y a barro, largamente.
El motor del viejo frigorífico traqueteaba al ponerse en marcha y al pararse,
como si estuviera poniendo huevos de llave o de llavero, y yo contaba las noches que pasaban
en la noche, doce, trece, cruzaban andando deprisa, mugiendo y fumando, con la playa en todas
partes, y contaban sus años feos con granos de maíz negro, y se rascaban la piel con rabia
y furor.
Le tiré desde la ventana unas tímidas legumbres crudas a la tormenta que me llama
padre y que tenía el hocico herido: era como un enorme gorrión desplumado, con el pecho lleno
de grandes piojos habladores, inoportunos y anónimos como parientes o parentela funeral o como
sobrantes formales y estúpidos: unos piojazos del color violento de la sangre.
Recogí por fin los cansancios míos, los despojos y los bronquios, repartí los últimos
gusanos y revisé las cadenas, todo con mi orgullo clásico y con mi mala bondad rencorosa.
Recogí y repartí casi todo antes de marcharme con ella, con la tormenta que me llama padre,
que vino a buscarme antes del amanecer, desconsolada. Tenía la estatura sucia de muchas alturas,
de muchos colores blancos, recorrida por secretos caracoles.
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