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Un pueblo de muñecas, ¿no le parece a usted?

¡La nota pintoresca no es precisamente lo que le falta! Pero no lo traje a esta isla por lo que ella tiene de pintoresco, querido amigo.

Todo el mundo puede hacerle admirar cofias, zuecos, casas adornadas en las que los pescadores fuman tabaco fino en medio del olor de pintura encáustica. En cambio, yo soy uno de los pocos que puede mostrarle lo que aquí hay de importante.

Llegamos al dique.

Tendremos que continuar para encontrarnos lo más lejos posible de estas casas de­masiado graciosas.

Sentémonos, ¿quiere usted?

¿Qué dice? ¿No es éste uno de los más hermosos pai­sajes negativos?

Mire a nuestra izquierda, ese mon­tón de cenizas que aquí llaman una duna, el dique gris a la derecha, la arena descolorida a nuestros pies y, frente a nosotros, el mar con color de lejía floja, y el vasto cielo, en el que se reflejan las pálidas aguas. ¡Un infierno blando, verdaderamente!

Sólo líneas horizontales, ningún estallido, el espacio es incoloro, la vida, muerta.

¿No es éste un borrarse universal, la nada sensible a los ojos?

¡Y ningún hom­bre, sobre todo ningún hombre!

Únicamente usted y yo, frente al planeta por fin desierto.

¿Que el cielo vive? Tiene usted razón, querido amigo. Se hace espeso, luego se horada, abre escaleras de aire, cie­rra puertas de nubes. Son las palomas.

¿No advirtió usted que el cielo de Holanda está lleno de millones de palomas invisibles, (tan alto vuelan), que baten alas, que suben y bajan con un mismo movimiento llenando el espacio celeste con olas espesas de plu­mas grisáceas, que el viento se lleva o trae? Las palomas esperan allá arriba, esperan todo el año, giran por encima de la tierra, miran hacia abajo, quisieran descender; pero aquí no hay más que mar y canales, techos cubiertos por letreros y ninguna cabeza donde posarse.

¿No comprende usted lo que quiero decir?

Le confesaré que estoy cansado. Pierdo el hilo de mi discurso. Ya no tengo aquella claridad de espíritu a que mis amigos se complacían en rendir homenaje. Por lo demás, digo mis amigos por una cuestión de principios. Ya no tengo amigos; sólo tengo cómpli­ces. En cambio, aumentó su número. Ahora son todo el género humano, y dentro del género humano es usted el primero.

El que está presente es siempre el primero.

¿Que cómo sé que no tengo amigos? Pues es muy sencillo: lo descubrí el día en que pensé en matarme para jugarles una mala pasada, para cas­tigarlos en cierto modo. Pero, ¿castigar a quién?

Al­gunos se habrían sorprendido, pero nadie se sentiría castigado. Entonces comprendí que no tenía amigos.

Además, aun cuando los hubiera tenido, yo no ha­bría adelantado más por ello. Si me hubiera suici­dado y hubiera podido ver en seguida sus caras, entonces sí el juego habría valido la pena.

Pero la tierra es oscura, querido amigo, la madera espesa, opaca la mortaja.

¿Los ojos del alma, dice usted? Sí, sin duda, si es que existe un alma y si es que ella tiene ojos!

Pero, mire usted, no se está seguro, nun­ca se está seguro.

Si estuviéramos seguros, tendría­mos una salida, podríamos al fin hacernos tomar en serio. Los hombres no se convencen de nuestras razones, de nuestra sinceridad y de la gravedad de nuestras penas, sino cuando nos morimos.

Mientras estamos en la vida, nuestro caso es dudoso.

Sólo tenemos derecho al escepticismo de los hombres. Por eso, si tuviéramos alguna certeza de que pode­mos gozar del espectáculo, valdría la pena probarles lo que ellos no quieren creer, valdría la pena asom­brarlos. Pero usted se mata y, ¿qué importancia tie­ne entonces el que ellos le crean o no? Usted no está presente para recoger su asombro y su contri­ción, por lo demás fugaces.

Usted no está allí para asistir, por fin, de acuerdo con el sueño de cada hombre, a sus propios funerales.

Para dejar de ser dudoso, hay que dejar de ser, lisa y llanamente.

Por lo demás, ¿no es mejor así?

Sufriríamos de­masiado por la indiferencia de ellos. «¡Me lo paga­rás!», decía una muchacha a su padre, porque él le había impedido casarse con un adorador demasiado bien peinado.

Y ella se mató.

Pero el padre no pagó absolutamente nada. Le gustaba enormemente ir a pescar.

Tres domingos después del suicidio, volvía al río para olvidar, según él decía. Y había calculado bien, porque olvidó.

A decir verdad, lo contrario es lo que habría sorprendido. Cree uno morir para cas­tigar a su mujer, cuando en realidad lo que hace es devolverle la libertad. Es mejor no ver esas cosas. Sin contar con que correrá uno el riesgo de oír las razones que ellos dan de nuestra acción. En lo que me concierne, ya los oigo decir: «Se mató porque no pudo soportar . . .»¡Ah, querido amigo, qué pobres son los hombres en su inventiva! Siempre creen que uno se suicida por una razón; pero muy bien puede uno suicidarse por dos razones. No, eso no les entra en la cabeza.

Entonces, ¿para qué morir voluntaria­mente? ¿Para qué sacrificarse a la idea que uno quie­re dar de sí mismo? Una vez que usted está muerto, ellos se

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aprovecharán para atribuir a su acto moti­vos idiotas o vulgares.

Los mártires, querido amigo, tienen que elegir entre ser olvidados, ser ridiculiza­dos, o bien utilizados. En cuanto a que se los com­prenda, eso nunca.

Y además, vayamos derecho al grano, amo la vida.

Ésta es mi verdadera debilidad.

La amo tanto que no tengo ninguna imaginación para lo que no sea ella.

Semejante avidez tiene algo de plebeyo, ¿no le parece? No podemos imaginar la aristocracia sin un poco de distancia respecto de sí mismo y de la propia vida.

Si es preciso, se muere. Más bien se rompe uno que se dobla. Pero yo, yo me doblo, por­que continúo amándome.

Vaya, después de todo lo que le he contado, ¿qué cree usted que me so­brevino? ¿La repugnancia por mí mismo?

Vamos, vamos pues, lo que me repugnaba era sobre todo lo demás.

Claro está que yo conocía mis desfallecimien­tos y los lamentaba. Con todo, seguía olvidándolos con una obstinación bastante meritoria.

En cambio, el proceso de los otros era cosa que se realizaba sin tregua en mi corazón.

Por cierto. ¿Y eso le choca? Tal vez piensa usted que no es lógico, ¿no?

Pero la cuestión no está en deslizarse de través y sobre todo, ¡oh, sí!, sobre todo la cuestión está en evitar el juicio.

No digo evitar el castigo, pues el castigo sin juicio es soportable. Por lo demás, existe una palabra que garantiza nuestra inocencia: la desdicha.

No. Aquí se trata, por el contrario, de cortar el juicio, de evi­tar siempre que a uno lo juzguen, de hacer que la sentencia nunca sea pronunciada.

Pero no se elimina tan fácilmente el juicio.

Hoy día estamos siempre prontos a juzgar, así como a fornicar.

Con esta diferencia: que no hay que temer desfallecimientos.

Si abriga usted duda, escuche las conversaciones de las mesas durante el mes de agos­to, en esos hoteles de verano a que acuden nuestros caritativos compatriotas para hacer su cura de tedio. Si vacila uno en sacar la conclusión que le digo, lea entonces lo que escriben nuestros grandes hombres del momento, o bien observe a su propia familia. Quedará usted edificado.

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¡Querido amigo, no les demos pretextos para que nos juzguen, por pocos que ellos sean!

De otra manera quedaremos redu­cidos a piezas. Nos vemos obligados a ser tan pru­dentes como el domador.

Si antes de entrar en la jaula éste tiene la desgracia de cortarse con la navaja, ¡qué panzada para las fieras! Lo comprendí todo de golpe el día en que me asaltó la sospecha de que tal vez yo no era tan admirable. Desde entonces me he hecho desconfiado. Puesto que sangraba un poco, ellos iban a devorarme.

Las relaciones que mantenía con mis contemporá­neos eran las mismas en apariencia. Y, sin embargo, se hacían sutilmente desacordadas. Mis amigos no habían cambiado. Cuando se presentaba la ocasión continuaban alabando la armonía y la seguridad que encontraban en mí; pero yo era sensible sólo a las disonancias, al desorden que me llenaba; me sentía vulnerable y entregado a la acusación pública.

A mis ojos, mis semejantes dejaban de constituir el audi­torio respetuoso al que estaba acostumbrado. El círculo de que yo era centro se quebraba y ellos se colocaban todos en una sola línea como en el tribunal.

A partir del momento que tuve conciencia de que en mí había algo que juzgar, comprendí que en ellos había una vocación irresistible de ejercer el juicio. Sí, allí estaban como antes, pero ahora se reían.

0 mejor dicho; me parecía que al encontrarse con­migo, cada uno de ellos me miraba con una sonrisa solapada.

En esa época hasta tuve la impresión de que me hacían zancadillas. Y en efecto, dos o tres veces, tropecé sin razón al entrar en lugares públi­cos. Y una vez llegué a caerme. El francés cartesiano que yo soy se rehizo rápidamente y atribuyó tales accidentes a la única divinidad razonable, quiero decir, al azar.

Así. y todo, me quedó la desconfianza.

Una vez despierta mi atención no me fue difícil descubrir que tenía enemigos.

Primero en mi trabajo y luego en la vida mundana. A los unos los había servido; a los otros debería haberles sido útil. Todo eso, en definitiva, estaba en el orden de las cosas y vine a descubrirlo sin demasiada pena.

En cambio, me fue más difícil y doloroso admitir que tenía ene­migos entre gentes a quienes apenas conocía o que en modo alguno conocía. Siempre pensé, con la inge­nuidad de que ya le di algunas pruebas, que aquellos que no me conocían no podrían dejar de quererme, si llegaban a frecuentarme.

Pues bien, no. Encontré enemistad sobre todo entre aquellos que sólo me conocían de muy lejos y a quienes yo mismo no cono­cía.

Sin duda sospechaban que yo vivía plenamente, en un libre abandonarme a la felicidad; eso no se perdona. El tener uno el aspecto de éxito cuando se lo exhibe de cierta manera es capaz de hacer rabiar a un asno.

Por otra parte, mi vida estaba llena a más no poder y; por falta de tiempo, yo rechazaba

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muchos ofrecimientos.

Por la misma razón olvidaba en segui­da que los había rechazado. Sólo que quienes me habían hecho tales ofrecimientos eran gentes cuya vida no estaba llena y que, por la misma razón, recor­daban mis desaires.

Y así es como, para tomar sólo un ejemplo, las mujeres, al fin de cuentas, me costaban caro. El tiem­po que les dedicaba no podía dedicárselo a los hom­bres, que no siempre me perdonaban.

¿Cómo arre­glárselas? No nos perdonan nuestra felicidad y nues­tros éxitos, si no consentimos generosamente en com­partirlos. Pero para ser feliz no hay que ocuparse de­masiado de los otros.

Luego, no hay salida posible.

Feliz y juzgado o bien absuelto y miserable.

En mi caso la injusticia era mayor: me veía condenado por felicidades pasadas. Había vivido mucho tiempo en la ilusión de un acuerdo general, siendo así que por todas partes los juicios, las flechas y las burlas caían sobre mí, que me hallaba distraído y sonriente.

Des­de el día en que me mantuve alerta, cobré lucidez, recibí todas las heridas al mismo tiempo y perdí mis fuerzas de golpe. Entonces el universo entero se puso a reír alrededor de mí.

Y eso es lo que ningún hombre (salvo los que no viven, quiero decir, los sabios) puede soportar.

La única posición cómoda es la maldad. La gente se apresura entonces a juzgar para no verse ella misma juzgada.

¿Qué quiere usted? La idea más natural del hombre, la que se le presenta espontánea e inge­nuamente como del fondo de su naturaleza, es la idea de su inocencia. Desde este punto de vista, todos somos como aquel pequeño francés que, en Buchen­wald, se obstinaba en que el escribiente, que tam­bién era un prisionero y que registraba su llegada al campo, redactara una reclamación.

¿Una reclama­ción? El escribiente y sus ayudantes se echaron a reír.

«Es inútil, viejo. Aquí no se hacen reclamacio­nes.» Es que, mire usted, señor», decía el pequeño francés, «mi caso es excepcional. Soy inocente.»

Todos somos casos excepcionales. ¡Todos quere­mos apelar a algo! Cada cual pretende ser inocente a toda costa, aunque para ello sea menester acusar al género humano y al cielo.

Complacerá usted medio­cremente a un hombre si lo felicita por los esfuerzos gracias a los cuales llegó a ser inteligente o generoso. En cambio, se hinchará de satisfacción si admira us­ted su generosidad natural. Inversamente, si le dice usted a un criminal que su falta no se debe a su natu­raleza o a su carácter, sino a circunstancias desgra­ciadas, le quedará violentamente reconocido. Y du­rante la defensa, el criminal en cuestión hasta elegirá ese momento para ponerse a llorar.

Sin embargo, no hay mérito alguno en ser honrado o inteligente de nacimiento, así como seguramente uno no es tam­poco más responsable de ser criminal por naturaleza que criminal por las circunstancias. Pero esos bri­bones quieren la gracia, es decir, la irresponsabilidad, y entonces alegan, sin vergüenza alguna, justifica­ciones de la naturaleza o las excusas de las circuns­tancias, aunque sean, contradictorias.

Lo esencial es ser inocente, que sus virtudes, por gracia de naci­miento, no puedan ponerse en tela de juicio, y que sus faltas, nacidas de un mal pasajero, no sean sino transitorias.

Ya se lo dije a usted: se trata de sus­traerse al juicio. Como es difícil sustraerse a él, y como es cosa delicada hacer admirar y al mismo tiem­po excusar su propia naturaleza, todos procuran ser ricos.

¿Por qué? ¿Se lo preguntó usted?

Por el poder que la riqueza tiene, desde luego. Pero, sobre todo, porque la riqueza nos sustrae al juicio inmediato, nos separa de las multitudes del subterráneo para meter­nos en una carrocería niquelada. Nos aísla en vastos parques bien cuidados, en coches dormitorios, en cabinas de lujo. La riqueza, querido amigo, no es todavía el sobreseimiento definitivo, pero sí la con­cesión de la libertad provisional, que nunca viene mal…

Sobre todo, no crea en sus amigos cuando le pidan que sea sincero con ellos. únicamente esperan que usted les confirme la buena idea que de sí mismo tienen, al suministrarles usted una certeza suple­mentaria, que ellos obtienen de su promesa de since­ridad. Pero, ¿cómo la sinceridad podría ser una con­dición de la amistad? El gusto de la verdad a toda costa es una pasión que no respeta nada y a la que nada puede resistir. Es un vicio, a veces una como­didad, o bien una manifestación de egoísmo.

De ma­nera que si se encuentra usted en ese caso, no vacile: prometa ser sincero y mienta lo mejor que sepa. Así responderá usted a los deseos profundos de sus ami­gos y les probará doblemente su afecto.

Es muy cierto aquello de que nos confiamos muy raramente a quienes son mejores que nosotros.

Más bien huimos de su sociedad. Lo más frecuente, en cambio, es que nos confesemos a quienes se nos pare­cen y comparten nuestras debilidades.

No deseamos, pues, corregirnos ni

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mejorarnos: primero tendría que juzgársenos como que estamos en falta.

Y lo que deseamos únicamente es que nos compadezcan y que nos animen a seguir nuestro camino.

En su­ma, que al propio tiempo querríamos no ser culpa­bles y no hacer el menor esfuerzo por purificarnos.

No tenemos ni suficiente cinismo ni suficiente vir­tud; no poseemos ni la energía del mal ni la del bien.

¿Conoce usted a Dante? ¿Realmente? ¡Diablos! Entonces sabrá que Dante admite ángeles neutros en la querella entre Dios y Satanás; ángeles que él coloca en el limbo, una especie de vestíbulo de su infierno. Nosotros estamos en el vestíbulo, querido amigo.

¿Dice usted paciencia? Probablemente tenga ra­zón. Deberíamos tener la paciencia de esperar al Juicio Final.

Pero el caso es que tenemos prisa. Tan­ta prisa que me vi obligado a hacerme juez peni­tente. Sin embargo, primero tuve que asimilar mis descubrimientos y ponerme en regla con la risa de mis contemporáneos. A partir de la noche en que se me llamó, porque en verdad fui llamado, debí responder o, por lo menos, buscar la respuesta.

Y no era cosa fácil. Vagué durante largo tiempo.

Pri­mero fue menester que esa risa perpetua y los que se reían me enseñaran a ver con mayor claridad en mí, a descubrir, en fin, que yo no era un ser sencillo. No se sonría. Esta verdad no es tan verdad primera como parece.

La gente llama verdades primeras a aquellas que se descubren después de todas las otras; eso es todo.

Lo cierto es que, después de largos estudios hechos sobre mí mismo, vine a descubrir la duplicidad pro­funda de la criatura humana.

Comprendí entonces, a fuerza de hurgar en mi memoria, que la modestia me ayudaba a brillar; la humanidad, a vencer, y la virtud, a oprimir. Hacía la guerra por medios pací­ficos y obtenía, por fin, gracias al desinterés, todo lo que deseaba. Por ejemplo, nunca me quejaba de que se olvidaran de la fecha de mi cumpleaños: la gente hasta se sorprendía, con un poquillo de admi­ración, por lo discreto que me mostraba en ese punto. Pero la razón de mi desinterés era aún más discreta: deseaba que se olvidaran de mí con el objeto de poder lamentarme ante mí mismo.

Muchos días antes de la fecha, gloriosa entre todas y que yo conocía muy bien, me mantenía al acecho, prestando atención para que no se me escapara nada que pudiera des­pertar el recuerdo de aquellos con cuyo olvido con­taba yo. (¿Acaso no tuve un día hasta la intención de alterar un almanaque?) Cuando mi soledad que­daba bien demostrada, podía entonces abandonarme a los encantos de una viril tristeza.

De manera que la cara de todas mis virtudes tenía un reverso menos imponente.

Verdad es que, en otro sentido, mis defectos se me volvían ventajas. Por ejemplo, la obligación en que me hallaba de ocultar la parte viciosa de mi vida me daba, por ejemplo, un aspecto frío que la gente confundía con el de la vir­tud.

Mi indiferencia hacía que se me amara: mi egoís­mo culminaba en mis generosidades.

Y aquí me de­tengo; demasiada simetría dañaría mi demostración. Pero vaya, me mostraba firme y nunca pude resistir el ofrecimiento de una copa ni de una mujer. Se me tenía por activo, por enérgico, y mi reino era la cama. Gritaba a voz en cuello mi lealtad y no creo que haya dejado de traicionar a uno solo de los seres a quienes amé.

Claro está que mis traiciones no excluían mi fidelidad. A fuerza de indolencia, tenía un trabajo considerable; nunca dejé de ayudar a mi prójimo, en virtud del placer que el hacerlo me procuraba. Pero, por más que me repitiera estas evidencias, lo único que obtenía eran consuelos superficiales. Cier­tas mañanas, mientras estudiaba mi proceso a fondo, llegaba a la conclusión de que yo sobresalía, ante todo, -en el desprecio. Aquellos a quienes más fre­cuentemente ayudaba eran aquellos a quienes más despreciaba.

Cortésmente, con una solidaridad llena de emoción, escupía todos los días a la cara de todos los ciegos.

Francamente, ¿hay una excusa para ello?

Hay una, pero tan miserable que ni siquiera pienso en hacerla valer.

En todo caso, aquí está : nunca pude creer pro­fundamente que los asuntos humanos fueran cosas serias.

¿Dónde estaba lo serio? No lo sabía. Sabía sólo que no estaba en todo lo que veía y que se me mani­festaba únicamente como un juego divertido e im­portuno. Hay realmente esfuerzos y convicciones que nunca llegué a comprender. Siempre miré con aire admirado y con ciertas sospechas a esas extrañas criaturas que morían por dinero, se desesperaban por la pérdida de una «posición» o se sacrificaban, con grandes ademanes, por la prosperidad de su fa­milia. Yo comprendía mejor a aquel amigo a quien, habiéndosele metido en la cabeza dejar de fumar, consiguió efectivamente lo que se había propuesto, a fuerza de

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voluntad.

Una mañana abrió el diario, leyó que había estallado la primera bomba H, se en­teró de sus admirables efectos y, sin dilación alguna, se fue a la cigarrería.

Por cierto que a veces yo simulaba tomar la vida en serio. Pero bien pronto se me manifestaba la fri­volidad de la seriedad misma, y entonces continuaba solamente desempeñando mi papel lo mejor que po­día.

Representaba el papel de ser eficaz, inteligente, virtuoso, cívico, el papel de estar indignado, de ser indulgente, solidario, edificante. Basta, aquí me que­do.

Ya habrá usted comprendido que yo era como mis holandeses, quienes están presentes sin estarlo: yo estaba ausente el momento en que estaba más presente. Sólo fui verdaderamente sincero y entu­siasta en la época en que practicaba deportes y tam­bién en el regimiento, cuando intervenía en las representaciones que nos dábamos para nuestro entreteni­miento.

En los dos casos había una regla del juego, regla que no era seria, y que uno se divertía en tomar por tal. Aún ahora, el estadio lleno de gente hasta reventar de los partidos de los domingos, y el teatro, que siempre amé con una pasión sin igual, son los únicos lugares en que me siento inocente.

Pero, ¿quién admitiría que semejante actitud sea legítima cuando se trata del amor, de la muerte y del salario de los miserables?

¿Qué hacer, sin em­bargo? No podía imaginarme el amor de Isolda sino en las novelas ,o en una escena.

A veces los agoni­zantes que parecían compenetrados con sus papeles.

Las réplicas de mis clientes pobres me parecían siem­pre de la misma urdimbre. De manera que, viviendo entre los hombres sin compartir sus intereses, yo no llegaba a creer en los compromisos que asumía. Era bastante cortés y bastante indolente para responder a lo que ellos esperaban de mí en mi profesión, en mi familia o en mi vida de ciudadano, pero lo hacía cada vez con una especie de distracción ‘que ter­minaba por echarlo todo a perder. Viví toda mi vida bajo un doble signo y mis acciones más serias fueron a menudo aquellas en que menos me había compro­metido.

¿Y, después de todo, no era eso lo que (y ésta es una tontería más, que nunca pude perdonar­me) me hizo rebelarme con la mayor violencia con­tra el juicio que yo sentía verificarse en mí y alre­dedor de mí y lo que me obligó a buscar una salida?

Durante algún tiempo y en apariencia mi vida con­tinuó como si nada hubiera cambiado. Yo marchaba como sobre rieles y rodaba. Como ex profeso, las alabanzas arreciaban sobre mí.

Y justamente de allí vino el mal. Usted recuerda, ¿no? «¡Desdichados de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!» ¡Ah, aquél decía cosas de oro! ¡Desdichado de mí!

La máquina comenzó a tener capri­chos, a detenerse inexplicablemente.

En ese momento el pensamiento de la muerte irrumpió en mi vida cotidiana.

Comencé a calcular los años que me separaban de mi fin. Buscaba ejem­plos de hombres de mi edad que ya estuvieran muer­tos. Y me atormentaba la idea de que no tendría tiempo para cumplir mi misión.

¿Qué misión? No lo sabía. Y pensándolo bien, ¿valía la pena que conti­nuara haciendo lo que hasta entonces? Pero no era exactamente eso. En efecto, me perseguía un temor ridículo.

Me parecía que no era posible morir sin haber confesado antes todas las mentiras; no a Dios ni a uno de sus representantes. Yo estaba por encima de todo eso, como usted puede figurárselo. No; se trataba de confesarlas a los hombres, a un amigo, o a una mujer amada, por ejemplo.

Si no lo hacía así, una sola mentira que permaneciera oculta en mi vida sería definitiva por obra de la muerte. Nunca ya nadie conocería la verdad sobre ese punto, puesto que el único que la conocía era precisamente el muerto, dormido sobre su secreto.

Este asesinato absoluto de una verdad me daba vértigos. Hoy, dicho sea entre paréntesis, me procuraría más bien delicados place­res.

La idea, por ejemplo, de que soy el único que sabe dónde está lo que todo el mundo busca y de que en mi casa guardo un objeto que ha hecho correr de aquí para allá a tres agentes de policía, me resulta sencillamente deliciosa.

Pero, dejemos esto. En aque­lla época, no había encontrado aún la fórmula y me atormentaba.

Claro está que me sacudía. ¡Qué importaba la men­tira de un hombre en la historia de las generaciones, y qué pretensión era ésa de querer sacar a la luz de la verdad un engaño miserable, perdido en el océano de las edades como un grano de sal en el mar!

Me decía también que la muerte del cuerpo, si había de juzgar por las muertes que había visto, era, por sí misma, un castigo suficiente, que lo absolvía todo. Con el sudor de la agonía se conquistaba uno la sal­vación (es decir, el derecho a desaparecer definitiva­mente). Pero todo esto no hacía al caso, el malestar aumentaba, la muerte era una compañera fiel en mi cabecera. Me levantaba con ella y las

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felicitaciones se me hacían cada vez más insoportables. Me parecía que la mentira aumentaba con ellas y que aumenta­ba tan desorbitadamente que ya nunca más podría ponerme en regla.

Llegó un día en que ya no pude resistir.

Mi pri­mera reacción fue desordenada. Puesto que era men­tiroso, iba a manifestarlo y a lanzar mi duplicidad a la cara de todos aquellos imbéciles aun antes de que ellos la descubrieran.

Provocado a decir la ver­dad, respondería al desafío. Para evitar que se rieran, pensaba, pues, lanzarme a la irrisión general. En suma, que todavía se trataba de sustraerse al juicio.

Quería que, los que se reían estuvieran de mi lado o, por lo menos, ponerme yo mismo del lado dé ellos.

Pensaba, por ejemplo, en empujar a los ciegos en la calle y en la sorda e imprevista alegría que experi­mentaba ante tal pensamiento, descubría hasta qué punto una parte de mi alma los odiaba; se me ocurría pinchar los neumáticos de los cochecitos de los enfer­mos, ir a gritar bajo los andamios en que trabajaban obreros: «Sucios pobres», abofetear en el subterrá­neo a las criaturas.

Soñaba con todo eso, y nada hice, o si hice algo aproximado lo olvidé. Lo cierto es que la palabra misma «justicia» me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis defensas. Pero me vengaba de ello maldiciendo públicamente el espíritu de humanidad. Anunciaba la publicación de un manifiesto en el que denuncia­ría la opresión que los oprimidos hacían pesar sobre la gente honrada.

Un día en que comía langosta en la terraza de un restaurante y en el que un mendigo me importunaba, llamé al dueño del lugar para que lo echara y aplaudí sonoramente el discurso de aquel hombre justiciero: «Vamos, usted molesta aquí», le decía. «Póngase en el lugar de estos caballeros y señoras.» Por fin hacía saber a quien quisiera oírlo que lamentaba que ya no fuera posible obrar como un propietario ruso, cuyo carácter me parecía admi­rable: hacía fustigar al mismo tiempo a aquellos de sus campesinos que lo saludaban y a aquellos que no lo hacían, para castigar una audacia que el hombre juzgaba en los dos casos igualmente desvergonzada.

Recuerdo, sin embargo, expresiones más graves.

Comencé a escribir una Oda a la policía y una Apo­teosis del machete. Sobre todo, me obligaba a visitar regularmente cafés especializados en los cuales se reunían nuestros humanistas profesionales. Mis bue­nos antecedentes hacían, naturalmente, que allí se me acogiera bien. Y entonces, como al acaso, dejaba escapar yo una palabra fuerte; como, por ejemplo, «gracias a Dios», o más sencillamente: «Dios mío.»

Bien conoce usted hasta qué punto nuestros ateos de fonda son tímidos comulgantes. A la enunciación de esta, enormidad, seguía un momento de estupor; ellos se miraban desconcertados y luego estallaba el tu­multo; unos se salían del café, otros se ponían a cacarear con indignación, sin prestar oídos a nada. Todos se retorcían en convulsiones, como el diablo bajo el agua bendita.

Esto le parecerá a usted pueril. Con todo, había tal vez una razón más seria que me llevaba a gastar semejantes bromas.

Quería introducir el desorden en el juego y, sobre todo, sí, sobre todo, destruir esa halagadora reputación, cuyo solo recuerdo me ponía furioso.

«Un hombre como usted… «, me decían con deferencia y yo palidecía. No quería la estima­ción de la gente, puesto que no era general y, ¿cómo podría haber sido general, puesto que yo no podía compartirla? Entonces era mejor cubrirlo todo, juicio y estimación, con un manto de ridículo. De cual­quier manera, me era preciso dar rienda suelta al sentimiento que me ahogaba. Para exponer a las mi­radas de todo el mundo lo que había dentro del vien­tre, quería quebrar el hermoso maniquí que yo mos­traba en todas partes.

A este respecto recuerdo una charla que hube de dar a unos jóvenes abogados recién graduados. Picado por los increíbles elogios del presidente del colegio de abogados que me había presentado, no pude refrenarme por mucho tiempo. Había comenzado con el brío y la emoción que se esperaban de mí y que yo podía exhibir sin esfuerzo a voluntad. Pero de pronto me puse a aconsejar la interrelación como método de defensa. No me refie­ro, decía yo, a ese sistema perfeccionado por las in­quisiciones modernas, que juzgan al mismo tiempo a un ladrón y a un hombre honrado para abrumar al segundo con los crímenes del primero.

Se trataba, por el contrario, de defender al ladrón haciendo valer los crímenes del hombre honrado, en este caso el abogado.

Me expliqué muy claramente sobre este punto «Supongamos que yo haya aceptado defender a algún ciudadano conmovedor, que mató por celos. Considerad, diría yo, señores del jurado, cuán fuera de lugar está enojarse cuando contemplamos la bon­dad natural de este hombre, puesta a prueba por la malignidad del sexo. ¿No es acaso más grave, en cambio, hallarse de este lado de la barra, en mi pro­pio banco de abogado, sin haber sido nunca bueno, sin que nunca lo hayan engañado? Yo estoy en liber­tad,

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sustraído a vuestros rigores. ¿Y qué soy yo, des­pués de todo? Un ciudadano viril en cuanto al orgu­llo, un macho cabrío de lujuria, un faraón lleno de cólera, un rey de pereza.

¿Que yo no maté a nadie? Todavía no, sin duda alguna; pero, ¿no dejé acaso morir a meritorias criaturas? Tal vez.

Y tal vez esté a punto de hacerlo de nuevo, en tanto que este hom­bre, miradlo bien, no volverá a hacerlo. Todavía está lleno de asombro por haber trabajado tan bien.»

Este discurso turbó un poco a mis jóvenes colegas. Al cabo de un rato, decidieron reírse. Y quedaron del todo tranquilizados cuando llegué a mi conclu­sión, en la que invocaba con elocuencia a la persona humana y sus supuestos derechos. Aquel día la cos­tumbre fue la más fuerte.

Al renovar estas amables extravagancias, lo único que conseguí fue desorientar un poco a la gente; pero no logré desarmarla ni tampoco, y sobre todo, des­armarme yo mismo.

El asombro que generalmente manifestaban mis oyentes, su incomodidad un tanto reticente, bastante parecida, por lo demás, a la que usted está mostrando -no, no me asegure nada-, no llegaron a apaciguarme.

Ya ve usted, no basta acusarse para quedar inocente; porque, si fuera así, yo sería ahora un cordero puro.

Hay que acusarse de cierta manera, manera que me llevó bastante tiempo poner en su punto y que no descubrí antes de encon­trarme en el abandono más completo. Hasta ese ins­tante las risas continuaron flotando alrededor de mí, sin que mis esfuerzos desordenados lograran quitar­ les lo que ellas tenían de benévolo, de casi tierno, algo que me hacía daño.

Pero me parece que las aguas del mar suben.

No tardará en salir nuestro barco. Ya termina el día. Mire, las palomas se reúnen allá arriba, se lanzan unas contra otras; apenas se mueven y la luz baja.

¿Quiere usted que guardemos silencio, para saborear esta hora asaz siniestra? ¿No? ¿Le intereso yo?

Es usted muy amable. Por lo demás, ahora corro el ries­go de interesarlo realmente. Antes de explicarme sobre los jueces penitentes, tengo que hablarle del libertinaje y de la mazmorra estrecha.

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Usted se engaña, querido amigo. El barco anda a buena marcha. Lo que ocurre es que el Zuyderzee es un mar muerto o casi muerto. Con sus orillas cha­tas, perdidas en la bruma, no sabe uno dónde comien­za y dónde termina. De manera que nos movemos sin tener ningún punto de referencia y no podemos apre­ciar nuestra velocidad. Avanzamos y nada cambia. Esto no es una navegación, sino un sueño.

En el archipiélago griego tenía yo la impresión contraria. Nuevas islas aparecían sin cesar en el círcu­lo del horizonte. Sus lomos sin árboles marcaban el límite del cielo, sus costas rocosas se recortaban níti­damente en el mar. Allí no había ninguna confusión. En medio de la luz precisa, todo era punto de refe­rencia. Y de una isla a la otra, continuadamente en nuestro barquito que se deslizaba, tenía yo empero la impresión de saltar, noche y día, sobre la cresta de breves olas frescas, en una travesía colmada de espu­ma y de risas. Desde aquella época, la propia Grecia deriva en alguna parte de mi interior, incansable­mente, a bordo de mi memoria… ¡Eh!, y yo también voy á la deriva, me estoy poniendo lírico. Deténgame usted, querido amigo, se lo ruego.

Y ya que hablamos de Grecia, ¿la conoce usted?

¿No? Tanto mejor. ¿Qué haríamos allí nosotros?, me pregunto yo.

Para vivir en Grecia hay que tener el corazón puro. Ha de saber usted que allá los griegos se pasean por las calles de a dos, cogidos de la mano.

Sí, las mujeres se quedan en la casa y uno puede ver a hombres maduros, respetables, de bigotes, que se pasean gravemente por las aceras con los dedos en­trelazados con los de su amigo.

¿En Oriente también alguna vez? Bueno. Pero, dígame, ¿iría usted tomado de la mano por las calles de París?

¡Ah, estoy bro­meando! Nosotros tenemos buena apariencia y la mugre nos envanece. Antes de presentarnos en las islas griegas tendríamos que lavarnos largamente. El aire es allí casto, el mar y el goce, claros. En cambio, nosotros…

Sentémonos allí. ¡Qué bruma! Creo que iba a ha­blarle de la mazmorra estrecha, cuando me distraje con otras cosas.

Sí, le diré de qué se trata.

Después de haberme debatido, después de haber agotado mis grandes ademanes insolentes, desanimado por la in­utilidad de mis esfuerzos, me decidí a apartarme de la sociedad de los hombres. No, no, no fui a buscar una isla desierta; ya no hay más.

Lo que hice fue refugiarme en las mujeres. Como usted sabe, ellas no condenan realmente ninguna debilidad, sino que más bien procuran humillar o desarmar nuestras fuerzas. Por eso, la mujer es la recompensa, no del guerrero, sino del criminal. La mujer es su puerto, su obra; generalmente se detiene a los criminales en el lecho de alguna mujer.

¿Acaso no es ella todo lo que nos queda del paraíso terrenal? Encontrándome desamparado, corrí a mi puerto natural. Pero ya no pronunciaba discursos. Todavía representaba un poco, por costumbre; sin embargo, me faltaba la inventiva.

Vacilo en confesarlo, por miedo de pro­nunciar todavía alguna palabrota: me parece que en aquella época sentía la necesidad de un amor.

Obsce­no, ¿no cree? En todo caso, experimentaba un sordo sufrimiento, una especie de privación que me volvió más vacante y me permitió, a medias forzado, a me­dias curioso, entablar algunas relaciones amorosas. Puesto que tenía necesidad de amar y de que me amaran, creí estar enamorado. Dicho de otra manera, que representé el papel de tonto.

A menudo me sorprendía haciendo una pregun­ta que, en mi condición de hombre de experiencia, siempre había evitado hasta entonces.

Me oía pre­guntar: «¿Me amas?» Bien sabe usted que en tales casos es usual responder: «¿Y tú?» Si yo respondía «sí», me encontraba comprometido más allá de mis verdaderos sentimientos. Si me atrevía a decir «no», corría el riesgo de que dejaran de amarme y enton­ces me hicieran sufrir. Cuanto más amenazado se encontraba el sentimiento en el cual yo había espe­rado encontrar el reposo, tanto más lo reclamaba de mi compañera.

Me veía entonces llevado a hacer promesas cada vez más explícitas, a exigir de mi corazón un sentimiento cada vez más vasto.

Así vine a prendarme, con una falsa pasión, de una en­cantadora aturdida, que había leído tanto sobre cues­tiones del corazón, que hablaba del amor con la segu­ridad y la convicción de un intelectual que anuncia la sociedad sin clases. Una convicción semejante, y usted no lo ignora, es irresistiblemente contagiosa. Yo también me puse a hablar del amor y terminé por persuadirme a mí mismo. Por lo menos, hasta el mo­mento en que ella se convirtió en mi amante y en que comprendí que la literatura del corazón, que en­señaba tan bien a hablar de amor, no enseñaba, em­pero, a practicarlo. Después

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de haber amado a un papagayo, tuve que acostarme con una serpiente. Busqué, pues, en otra parte el amor prometido por los libros, amor que en la vida yo nunca había en­contrado.

Pero me faltaba entrenamiento. Hacía más de treinta años que me amaba exclusivamente a mí mismo. ¿Cómo esperar que pudiera perder seme­jante costumbre? Y en efecto, en modo alguno la perdí. De manera que permanecí siendo un velei­doso de la pasión. Multipliqué las promesas, man­tuve amores simultáneos como los que había tenido ya en otra época, relaciones múltiples. Y que había provocado en la época de mi feliz indiferencia.

¿Le dije a usted que mi papagayo, desesperado, quiso de­jarse morir de hambre? Felizmente llegué a tiempo y me resigné a sostenerla, hasta que encontró, vuelto de un viaje de Bali, al ingeniero de sienes grises, cuya descripción ella ya había leído en su revista favorita. En todo caso, lejos de encontrarme trans­portado y absuelto en la eternidad, como suele de­cirse, de la pasión, todo aquello vino a sumarse al paso de mis faltas y a mi extravío. Concebí un ho­rror tal por el amor que, durante años, no pude escuchar sin rechinar los dientes,

La vida color de rosa, ni la Muerte de amor de Isolda. Procuré enton­ces renunciar en cierta manera a las mujeres y vivir en estado de castidad. Después de todo, la amistad de las mujeres debía bastarme. Pero eso equivalía a renunciar al juego. Descartado el deseo, las mujeres me aburrieron más allá de todo cuanto podía espe­rar y era visible que yo también las aburría.

Elimi­nado el juego, eliminado el teatro yo estaba sin duda en la verdad. Pero, la verdad, querido amigo, es abrumadora.

Habiendo renunciado al amor y a la castidad, me di cuenta, por fin, que todavía me quedaba el liber­tinaje, que reemplaza muy bien al amor, que acalla las risas, restablece el silencio y, sobre todo, confiere la inmortalidad.

En cierto grado de embriaguez lú­cida, acostado, tarde en la noche, entre dos mucha­chas y vaciado de todo deseo, la esperanza ya no es una tortura; vea usted, el espíritu reina sobre el tiempo y el dolor de vivir termina definitivamente. En cierto sentido, yo había vivido siempre en el li­bertinaje y nunca había dejado de querer ser inmor­tal.

¿No era ése el fondo de mi naturaleza, y no era también un efecto del gran amor que me tenía a mí mismo? Sí, sentía unas ganas locas de ser inmortal.

Me amaba demasiado para desear que el precioso objeto de mi amor desapareciera alguna vez. Como en el estado de vigilia y por poco que nos conozca­mos, no vemos razón valedera alguna para que se confiara la inmortalidad a un mono lascivo, tenemos que procurarnos sucedáneos de esa inmortalidad. Porque yo deseaba la vida eterna, me acostaba, pues, con prostitutas y bebía noches enteras. Claro está que por las mañanas sentía en la boca el gusto amar­go de la condición, mortal, pero durante largas horas había volado alto, dichoso.

¿Me atreveré a confe­sárselo? Aún ahora recuerdo con ternura ciertas no­ches en que me llegaba hasta un sórdido cafetín para buscar a una bailarina que me honraba con sus favo­res y por cuya gloria hasta hube de batirme una noche con un jactancioso animal. Todas las noches me exhibía junto al mostrador, en medio de la luz roja y el polvo de aquel lugar de delicias, mientras mentía como un sacamuelas y bebía copiosamente. Me quedaba allí hasta el amanecer. Por fin iba a parar a la cama, siempre deshecha, de mi princesa, que se entregaba mecánicamente al placer. Luego me dormía, sin transición alguna. El día llegaba sua­vemente para iluminar aquel desastre, y yo me ele­vaba, inmóvil, en una mañana de gloria.

El alcohol y las mujeres me procuraron, fuerza es confesarlo, el único consuelo de que yo era digno.

Le confío este secreto, querido amigo, no tema hacer uso de él. Verá entonces cómo el verdadero liberti­naje es liberador, porque no crea ninguna obligación.

En el libertinaje uno no posee sino su propia persona. Es, pues, la ocupación preferida de los grandes ena­morados de sí mismos. El libertinaje es una selva virgen, sin futuro ni pasado y, sobre todo, sin pro­mesas ni sanciones inmediatas. Los lugares en que se lo practica están separados del mundo; al entrar en ellos uno deja fuera el temor y la esperanza. La conversación no es allí obligatoria. Lo que uno va a buscar puede obtenerse sin palabras y hasta a me­nudo, sí, sin dinero. ¡Ah!, déjeme usted, se lo ruego, rendir un homenaje particular a aquellas mujeres desconocidas y olvidadas, que me ayudaron enton­ces. Aún hoy, con el recuerdo que guardo de ellas se mezcla algo que se parece al respeto.

En todo caso, hice uso sin medida de esta libera­ción. Hasta llegaron a verme en un hotel consagrado a lo que la gente llama pecado, viviendo simultánea­mente con una prostituta madura y una joven de la mejor sociedad. Con la primera representaba el papel del caballero andante, y a la segunda la puse en condiciones de conocer algunas realidades. Des­graciadamente, la prostituta

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tenía un temperamento muy burgués; consintió por fin en escribir sus re­cuerdos para un periódico confesional, muy abierto a las ideas modernas.

Por su parte, la muchacha se casó para satisfacer sus instintos desatados y dar un empleo a sus mejores dotes. No estoy menos orgu­lloso de que en aquella época, una corporación mas­culina, con demasiada frecuencia calumniada, me haya acogido como a un igual.

Se lo diré al pasar: bien sabe usted que aun hombres muy inteligentes cifran su gloria en poder vaciar una botella más que su vecino. Por fin yo había podido encontrar la paz y la libertad en esa dichosa disipación. Pero así y todo hube de encontrar un obstáculo en mí mismo. Fue mi hígado y luego una fatiga tan terrible que todavía hoy no me ha abandonado. Uno juega a ser inmortal y, al cabo de algunas semanas, no sabe siquiera si podrá arrastrarse hasta el día siguiente.

El único beneficio de esta experiencia, cuando hube renunciado a mis andanzas nocturnas, consis­tió en que la vida se me hizo menos dolorosa.

La fatiga que roía mi cuerpo había corroído simultá­neamente muchos puntos vivos de mí mismo.

Cada exceso disminuye la vitalidad y, por lo tanto, el sufri­miento.

El libertinaje, contrariamente a lo que se cree, nada tiene de frenético. No es más que un largo sueño. Usted debe de haberlo observado. Los hombres que sienten realmente celos no tienen otro deseo más apremiante que el de acostarse con aque­lla que, sin embargo, según ellos creen, los ha trai­cionado. Desde luego que quieren asegurarse una vez más de que siempre les pertenece su querido tesoro. Quieren poseerlo, como suele decirse. Pero ocurre también que inmediatamente después de po­seerlo, están menos celosos.

Los celos físicos son un producto de la imaginación y al propio tiempo cons­tituyen un juicio que uno hace de sí mismo.

Atribui­mos al rival los sucios pensamientos que tuvimos en las mismas circunstancias. Felizmente, el exceso de goce debilita la imaginación, así como el juicio. En­tonces el sufrimiento se adormece con la virilidad y durante tanto tiempo como ésta esté adormecida.

Por esta misma razón, los adolescentes con su pri­mera amante pierden la inquietud metafísica, y cier­tos matrimonios, que son libertinajes burocráticos, se convierten al mismo tiempo en los monótonos co­ches fúnebres de la audacia y de la inventiva. Sí, que­rido amigo, el matrimonio burgués -puso a nuestro país en batas y chinelas, y bien pronto lo pondrá a las puertas de la muerte.

¿Exagero? No, pero me extravío.

Únicamente que­ría hablarle de la ventaja que obtuve con aquellos meses de orgía.

Vivía en una especie de niebla en que las risas se amortiguaban hasta el punto de que yo terminaba por no oírlas.

La indiferencia, que ocupaba ya tanto lugar en mi, no encontraba más resistencia y extendía su esclerosis.

¡Ya no sentía emociones! Mi estado de ánimo era regular, parejo; o, mejor dicho, no tenía ningún estado de ánimo.

Los pulmones tuberculosos se curan secándose y asfixian poco a poco a sus felices dueños. Así me ocurría a mí, que moría apaciblemente por mi curación. Vivía aún de mi oficio, aunque mi reputación estuviera bastante empañada a causa de mis desvíos en el len­guaje, y el ejercicio regular de mi profesión estuvie­ra comprometido por el desorden de mi vida.

Aquí resulta interesante hacerle notar que mis excesos nocturnos me perjudicaron menos que mis provoca­ciones verbales.

La referencia, puramente verbal, que a veces hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código. De allí a concluir que yo invocaba a la divinidad en la medida de mis ignorancias, no había más que un paso. Mis clientes dieron ese paso y fueron haciéndose cada vez más raros. Todavía de cuando en cuando me hacía cargo de alguna defensa. Y a veces, olvidando que ya no creía en lo que de­cía, hasta abogaba bien. Mi propia voz me guiaba; yo la seguía. Sin volar alto realmente, como antes, me elevaba un poco por encima del suelo.

Fuera del ejercicio de mi profesión, veía a poca gente y mantenía la supervivencia penosa de una o dos can­sadas relaciones galantes. Hasta ocurría que pasara noches enteras de pura amistad, sin que interviniera el deseo, con la diferencia de que, resignado a abu­rrirme, escuchaba apenas lo que se me decía. En­gordé un poco y por fin pude creer que la crisis había terminado. Ahora se trataba sólo de envejecer.

Sin embargo, un día, en el curso de un viaje que ofrecí a una amiga, sin decirle que lo hacía para ce­lebrar mi curación, encontrándome a bordo de un transatlántico y, naturalmente, en el puente superior, de pronto divisé a lo lejos un punto negro en el océano color de hierro. Aparté inmediatamente los ojos y mi corazón se puso a latir precipitado. Cuan­do me obligué a mirar otra vez, el punto negro ha­bía desaparecido. Iba a gritar, a pedir estúpidamente ayuda, cuando

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volví a verlo. Se trataba de uno de esos restos que los barcos dejan detrás de sí. Con todo, no había podido resistir mirarlo. En seguida había pensado en un ahogado. Comprendí entonces, sin rebelión alguna, que uno se resigna a una idea cuya verdad conoce desde hace mucho tiempo, com­prendí que aquel grito que años atrás había resonado en el Sena a mis espaldas, no había cesado de andar por el mundo (llevado por el río hacia las aguas de la Mancha), de vagar por el mundo a través de la extensión ilimitada del océano, y que me había esperado hasta aquel día, en que volvía a encontrarlo.

Comprendí también que continuaría esperándome en los mares y en los ríos, en todas las partes en que se hallara, en fin, el agua amarga de mi bautismo.

Y dígame, ¿aun aquí no estamos en el agua? ¿No estamos en el agua clara, monótona, interminable, que confunde sus límites con los de la tierra? ¿Cómo creer que vamos a llegar a Ámsterdam? Nunca sal­dremos de esta inmensa pila de agua.

Escuche. ¿No oye usted los gritos de invisibles goélands? Lanzan sus gritos hacia nosotros. ¿Para qué nos llaman?

Pero son los mismos que gritaban, que me llama­ban ya en el Atlántico, aquel día en que comprendí definitivamente que no estaba curado, que continua­ba oprimido y que tenía que arreglármelas como pudiera.

Había terminado mi vida gloriosa, pero habían terminado también la rabia y los sobresaltos. Debía someterme y reconocer mi culpabilidad, debía vivir en la mazmorra estrecha.

¡Ah, es verdad, us­ted no sabe lo que es esa celda que en la Edad Media llamaban la mazmorra estrecha!

En general, se olvi­daba en ella a un prisionero para toda la vida.

Esa celda se distinguía de las otras a causa de sus inge­niosas dimensiones. No era suficientemente alta para que uno pudiera permanecer de pie; pero tampoco lo bastante amplia para que pudiera uno acostarse en ella. Había que mantenerse en una posición incó­moda, vivir en diagonal.

El sueño era una caída. La vigilia, un estarse agachado. Querido amigo, había genio, y peso bien mis palabras, en este hallazgo tan sencillo.

Cada día, en virtud de la inmutable coac­ción que anquilosaba su cuerpo, el condenado se daba cuenta de que era culpable y de que la inocen­cia consiste en extenderse alegremente. ¿Puede us­ted imaginar en semejante celda a un aficionado a las cimas y a los puentes superiores de los barcos?

¿Cómo dice usted? ¿Que uno podía vivir en esas cel­das y ser inocente?

¡Improbable! ¡Muy improbable! Si fuera de otra manera, mi razonamiento se que­braría. ¿Que la inocencia se vea reducida a vivir encogida…? Me niego a considerar esta hipótesis un solo segundo. Por lo demás, no podemos afirmar la inocencia de nadie, en tanto que sí podemos afir­mar con seguridad la culpabilidad de todos. Cada hombre da testimonio del crimen de todos los otros; ésa es mi fe y mi esperanza.

Créame, las religiones se engañan desde el mo­mento en que comienzan a hacer moral y a fulminar mandamientos.

Dios no es necesario para crear la culpabilidad ni para castigar. Nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos, bastan para ello.

El otro día hablaba usted del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente de él. Lo espero a pie firme.

Conocí algo peor: el juicio de los hombres.

Para ellos no existen circunstancias atenuantes y hasta la buena intención la imputan al crimen.

¿Ha oído usted hablar, por lo menos, de la celda de los gargajos, que un pueblo imaginó recientemente para probar que era el más grande de la tierra?

Se trata de una caja hecha de mampostería, en la que el pri­sionero se mantiene de pie; pero allí no puede mo­verse.

La sola puerta que lo encierra en la concha de cemento se abre a la altura del mentón. De fue­ra, pues, sólo se le ve el rostro en el que cada guar­dián que pasa escupe abundantemente. El prisionero, apretado en la celda, no puede limpiarse la cara, aunque le esté permitido, eso es cierto, cerrar los ojos.

Pues bien, querido amigo, ésta es una inven­ción de hombres.

Aquí no tuvieron necesidad de Dios para realizar esa pequeña obra maestra.

¿Entonces?

Entonces, la única utilidad de Dios consistiría en garantizar la inocencia. Y yo concebi­ría la religión más bien como una gran empresa de limpieza; lo que, por lo demás fue, aunque brevemente, durante tres años, para ser exactos, y no se llamaba religión. Desde entonces falta el jabón. Te­nemos la nariz sucia y nos quitamos los mocos mutua­mente. Todos roñosos, todos castigados, escupámo­nos unos a otros y, ¡hup, a la mazmorra estrecha! La cuestión está en saber quién será el primero en es­cupir. Eso es todo.

Le diré un gran secreto, querido amigo. No espere usted el Juicio Final, se verifica todos los días.

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No, no es nada, tirito un poco a causa de esta bendita humedad. Por lo demás, ya llegamos, ya está.

No, usted primero. Pero le ruego que se quede un momento todavía conmigo, y que me acompañe.

Aún no terminé. Tengo que continuar. Continuar, eso es lo difícil.

Mire usted, ¿sabe por qué lo crucificaron a aquel otro, a aquel en quien tal vez usted piensa en este momento?

Bueno, había muchas razones para hacerlo. Siempre hay razones para asesinar a un hombre.

En cambio, resulta imposible justificar que viva. Por eso, el crimen encuentra siempre abo­gados, en tanto- que la inocencia, sólo a veces. Pero, junto a las razones que nos explicaron muy bien du­rante dos mil años, había una muy importante de aquella espantosa agonía. Y no sé por qué la ocultan tan cuidadosamente.

La verdadera razón está en que él sabía, sí, él mismo sabía que no era del todo ino­cente.

Si no pesaba en él la falta de que se lo acu­saba, había cometido otras, aunque él mismo igno­rara cuáles.

¿Las ignoraba realmente, por lo demás? Después de todo él estuvo en la escena; él debía ha­ber oído hablar de cierta matanza de los inocentes.

Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro, ¿por qué habían muerto, sino a causa de él?

Desde luego que él no lo había querido. Le horrorizaban aquellos sol­dados sanguinarios, aquellos niños cortados en dos.

Pero estoy seguro de que, tal como él era, no podía olvidarlos.

Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que ge­mía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? La queja se elevaba en la noche. Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de él, ¡y él estaba vivo!

Sabiendo lo que sabía, conociendo profundamente al hombre -¡ah, quién hubiera creído que el cri­men no consiste tanto en hacer morir como en no morir uno mismo!-, puesto día y noche frente a su crimen inocente, se le hacia demasiado difícil soste­nerse y continuar.

Era mejor terminar, no defender­se, morir, para no ser el único en vivir y para ir a otra parte, a otra parte en que tal vez lo sostendrían.

Y no lo sostuvieron. Él se quejó por eso, y por aña­didura lo censuraron.

Sí, fue el tercer evangelista, según creo, el que comenzó a suprimir su queja.

«¿Por qué me has abandonado?»

Era un grito sedi­cioso, ¿no es cierto?

Entonces acudieron a las tije­ras.

Observe usted, por lo demás, que si Lucas -no hubiera suprimido nada, apenas se habría echado de ver la cosa. En todo caso, no habría ocupado un lu­gar tan importante. De esta suerte, el censor procla­maba lo que proscribe. El orden del mundo también es ambiguo.

El orden del mundo no impide que él, el censura­do, no haya podido continuar. Y, querido amigo, sé bien de lo que hablo.

Hubo un tiempo en que a cada minuto yo no sabía cómo podría llegar al siguiente. Sí, en este mundo podemos hacer la guerra, simular el amor, torturar a nuestros semejantes, aparecer en los periódicos, o sencillamente, hablar mal del vecino, mientras tejemos.

Pero en ciertos casos conti­nuar, tan sólo continuar, es algo sobrehumano.

Y él no era sobrehumano, puede usted creerlo.

Él gritó su agonía, y por eso lo amo, amigo mío.

Murió sin saber.

Lo malo es que nos dejó solos, para continuar, pasare lo que pasare, aun cuando estemos metidos en la mazmorra estrecha, sabiendo a nuestra vez lo que él sabía, pero incapaces de hacer lo que él hizo e incapaces de morir como él.

Claro está que la gente procuró ayudarse un poco con su muerte.

Después de todo, fue un rasgo genial aquello de decirnos: «Vosotros no sois resplandecientes; eso es un hecho. Y bien, no vamos a contar cada detalle. Lo liquidaremos todo de un golpe, en la cruz».

Pero mucha gente sube ahora a la cruz únicamente para que se la vea desde más lejos, aun cuando sea nece­sario patear al que se encuentra en ella desde hace tanto tiempo.

Demasiada gente decidió prescindir de la generosidad para practicar la caridad. «¡Oh, qué injusticia, qué injusticia se hizo con él y cómo siento oprimido el corazón!

Vamos, ya empiezo otra vez, me pongo a abogar.

Perdóneme usted, comprenda que tengo mis razo­nes.

Mire, unas calles más allá hay un museo que se llama Nuestro Señor del Desván. En su época, los hombres situaron sus catacumbas bajo los tejados. Qué quiere usted, aquí los sótanos se inundan. Pero hoy, tenga usted la seguridad de que su Señor, el de ellos, no está ya ni en el granero ni en el sótano. En lo más secreto de su corazón lo pusieron presi­diendo un tribunal, y entonces ellos pegan y pegan: y sobre todo, juzgan, juzgan en su nombre.

Sin em­bargo, él hablaba tiernamente a la pecadora: «Yo tampoco te condeno»; pues bien, eso no tiene im­portancia alguna. Ellos condenan, no absuelven a nadie. En nombre del Señor, éstas son tus cuentas. ¿Del Señor? Él no pedía tanto, amigo mío.

El quería que lo amaran, nada más. Claro

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está que hay gentes que lo aman, aun entre los cristianos, pero puede contárselas con los dedos de la mano.

Por lo demás, él lo había previsto. Tenía cierto sentido del humor. Pedro, usted sabe, aquel miedoso, Pedro, pues, re­negó de él: «No conozco a ese hombre … No sé lo que quieres decir, etc.» Verdaderamente exageraba. Y entonces él hizo un juego de palabras: «Sobre esta piedra edificaré mi iglesia.» No se podía llevar más lejos la ironía, ¿no le parece?

Pero no, ellos aún triunfan. «Vosotros veis, él lo dijo.»

En efecto, él lo dijo y conocía muy bien la cuestión. Y luego partió para siempre, dejándolos juzgar y condenar, con el perdón en la boca y la sentencia en el corazón.

Porque no puede decirse que ya no haya más pie­dad. ¡No, diablos! No dejamos de hablar de ella. Lo que ocurre es que sencillamente, no se absuelve ya a nadie. Sobre la inocencia muerta pululan los jue­ces, los jueces de todas las razas, los de Cristo y los del Anticristo que, por lo demás, son los mismos, reconciliados en la mazmorra estrecha. Porque no hay que caer únicamente sobre los cristianos; los otros también están en la cuestión.

¿Sabe usted en qué se convirtió, en esta ciudad, una casa que cobijó a Descartes? En un asilo de locos. Sí, es el delirio general y la persecución.

Nosotros también, por su­puesto, nos vemos obligados a incluirnos. Habrá po­dido darse cuenta de que no perdono nada y sé que por su parte usted piensa más o menos lo mismo. De manera que, puesto que todos somos jueces, somos todos culpables los unos frente a los otros, somos to­dos Cristos a nuestra mezquina manera: crucificados uno a uno y siempre sin saber. 0, por lo menos, lo seríamos si yo, Clamence, no hubiera encontrado la salida, la única solución, la verdad, en fin …

No, me detengo, querido amigo, no tema.

Por otra parte, voy a dejarlo aquí.

Estamos frente a mi puer­ta. En la soledad y con ayuda de la fatiga, ¿qué quiere usted?, uno se toma de buena gana por un profeta. Después de todo, es eso lo que soy; refu­giado en un desierto de piedras, de brumas y de aguas podridas.

Un profeta vacío, para épocas me­diocres.

Un Elías sin Mesías, lleno de fiebre y al­cohol, con las espaldas pegadas a esta puerta enmo­hecida, con el dedo levantado hacia un cielo bajo, cubriendo de imprecaciones a hombres sin ley, que no pueden soportar ningún juicio. Porque, en efecto, no lo pueden soportar, mi muy querido amigo; ahí, está toda la cuestión.

El que se adhiere a una ley no teme el juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree.

Pero el mayor de los tormentos humanos consiste en que lo juzguen a uno sin ley.

Sin embargo, padecemos precisamente de ese tor­mento. Privados de su freno natural, los jueces, des­encadenados al azar, lo despachan a uno en un santia­mén. Entonces, ¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos. Y así se produce un gran desorden. Los profetas y los curanderos se mul­tiplican, se apresuran para traernos una buena ley o una organización impecable, antes de que la tierra quede desierta. ¡Felizmente yo llegué! Yo soy el prin­cipio y el comienzo, yo anuncio la ley.

En suma, que soy juez penitente.

Sí, sí, mañana le diré en qué consiste este magní­fico oficio.

Usted parte pasado mañana, de manera que tenemos prisa.

Venga usted a mi casa, ¿quiere? Golpee tres veces a la puerta.

¿Vuelve a París? Pa­rís está lejos, París es hermoso, no lo olvidé.

Recuer­do sus crepúsculos en esta época, más o menos.

La tarde cae, seca y rechinante, sobre los techos azules de humo; la ciudad gruñe sordamente, el río parece remontar su cursa. Entonces yo vagaba por las calles. Ahora también ellos vagan, lo sé. Vagan fingiendo que tienen prisa por llegar a la mujer hastiada, a la casa severa …

¡Ah!, amigo mío, ¿sabe usted lo que es la criatura solitaria que vaga en las grandes ciu­dades?

 

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Me siento lleno de confusión por tener que reci­birlo acostado.

No es nada, un poco de fiebre que curo con ginebra. Estoy acostumbrado a estos acce­sos, creo que del paludismo que contraje en la época en que era Papa. No, no bromeo sino a medias. Sé lo que está pensando: es difícil distinguir lo verda­dero de lo falso en lo que cuento. Admito que usted tiene razón. Yo mismo …

Mire usted, una persona de mi círculo dividía los seres en tres categorías: los que prefieren no tener nada que ocultar, antes de verse obligados a mentir; los que prefieren mentir, antes que no tener nada que ocultar; y, en fin, aque­llos a quienes les gusta al propio tiempo mentir y ocultar. Le dejo a usted que elija el casillero que más me conviene.

¿Y qué importa después de todo? ¿Es que, en úl­tima instancia, las mentiras no nos ponen en el ca­mino de la verdad?

Y mis historias, verdaderas o falsas, ¿no tienden todas al mismo fin, no tienen to­das el mismo sentido? ¿Qué importa entonces que sean verdaderas o falsas si, en ambos casos, signifi­can lo que fui y lo que soy?

A veces vemos con ma­yor claridad en aquel que miente que en el que dice la verdad. La verdad, lo mismo que la luz, encandila. La mentira, en cambio, es un hermoso crepúscu­lo que nos hace valorar todos los objetos. ¡Vaya, tómelo como guste!

Pero lo cierto es que me nom­braron Papa en un campo de prisioneros.

Le ruego que se siente.

Veo que mira este cuarto, desnudo, es cierto, pero limpio.

Un Vermeer, no hay muebles ni cacerolas. Tampoco hay libros. Hace mucho tiempo que dejé de leer. Antes mi casa es­taba llena de libros leídos a medias. Eso es tan repug­nante como lo que hace esa gente que mordisquea un foie gras y manda tirar el resto. Por otra parte, a mí me gustan sólo las confesiones y la verdad es que los autores de confesiones escriben sobre todo para no confesarse, para no decirnos nada de lo que saben. Cuando dicen que van a pasar a las declara­ciones, bueno, es el momento de desconfiar. Lo que harán es aplicar afeites al cadáver. Créame, soy or­febre. Entonces corté por lo sano. No más libros, no más objetos vanos tampoco; sólo lo estrictamente necesario. Limpio y lustrado como un ataúd. Por lo demás, en estas camas holandesas, tan duras, con sábanas inmaculadas, embalsamadas de pureza, mue­re uno ya en una mortaja.

¿Tiene usted curiosidad por conocer mis aventu­ras pontificias?

Ha de saber que son bien triviales. ¿Tendré la fuerza de hablarle de ellas?

Sí, me pa­rece que la fiebre disminuye. Hace mucho tiempo de aquello.

Fue en África donde, gracias a Rommel, ardía la guerra. Yo no estaba mezclado en ella, pue­de estar usted seguro. Ya había terminado con la de Europa. Me movilizaron, claro está; pero nunca vi el fuego. En cierto sentido, lo lamento. Tal vez habría cambiado en mí muchas cosas. El ejército francés no tuvo necesidad de mí en el frente. Únicamente me pidió que participara en la retirada.

Llegué a París en seguida; y los alemanes también. Me sentí ten­tado a intervenir en el movimiento de resistencia, del que comenzaba a hablarse, aproximadamente en el momento en que descubrí que yo era un patriota.

¿Se sonríe usted? Pues se equivoca. Hice mi descu­brimiento en los pasillos del subterráneo, en Cháte­let.

Un perro se había extraviado en el laberinto. Era grande, de pelo duro, tenía una oreja quebrada, los ojos alegres, y daba brincos y olfateaba las piernas de los que pasaban. Me gustan los perros que tienen una ternura muy antigua y muy fiel. Me gustan por­que siempre perdonan.

Llamé a aquel perro, que, visiblemente conquistado, vaciló moviendo entusias­tamente los cuartos traseros, a algunos metros delan­te de mí. En ese momento pasó un joven soldado alemán, que caminaba alegremente. Cuando llegó junto al perro le acarició. la. cabeza. Sin vacilar, el animal ajustó su pase al del soldado, con el mismo entusiasmo de antes, y desapareció con él.

Por el despecho y por la especie de furor que sentí contra el soldado alemán tuve que reconocer que mi reac­ción era patriótica. Si el perro hubiera seguido a un civil francés no me habría importado. Me imaginé, en cambio, a aquel simpático animal convertido en mascota de un regimiento germano y me sentí inva­dido de furor. La prueba era, pues, convincente.

Me fui a la zona sur con la intención de informar­me sobre la resistencia. Pero una vez que me hube informado, vacilé.

La empresa me parecía un tanto loca y, para decirlo todo, romántica. Creo, sobre todo, que la acción subterránea no convenía ni a mi temperamento ni a mi ambición por las cimas airea­das. Me parecía que se me pedía a mí trabajar en un sótano día y noche, esperando a que algunos brutos vinieran a descubrirme. Luego tendría que deshacer mi trabajo y

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verme arrojado a otro sótano, en que me golpearían hasta dejarme muerto. Admiraba a los que se entregaban a este heroísmo de las profun­didades, pero no podía imitarlos.

Me fui, pues al África del Norte, con la vaga in­tención de llegar luego a Londres.

Pero en África la situación no era clara. Los partidos opuestos, se­gún me parecía, tenían igualmente razón, y me abs­tuve de intervenir. Veo por su cara que paso por alto demasiado rápido, según usted, estos detalles. Y bueno, digamos que habiéndole juzgado a usted en su verdadero valor, paso rápidamente por ellos a fin de que usted los advierta con más claridad.

Lo cierto es que gané por fin la zona tunecina, donde una tierna amiga me aseguraba trabajo. Esa amiga era una criatura muy inteligente, que se ocupaba de cine­matógrafo. La seguí a Túnez y no me enteré de su verdadero oficio hasta los días que siguieron al des­embarco de los aliados en Argelia. Aquel día los alemanes la detuvieron y a mí también, aunque sin quererlo; no sé qué se hizo de ella. En cuanto a mí, no me hicieron daño alguno y, después de pasar grandes angustias, comprendí que se trataba, sobre todo, de una medida de seguridad. Quedé internado cerca de Trípoli en un campo en el que más se pade­cía a causa de la sed y de las privaciones que de los malos tratos. No le describiré ese campo. Nosotros, hijos de la mitad del siglo, no tenemos necesidad de ilustraciones para imaginarnos esos lugares. Hace ciento cincuenta años, la gente se enternecía por los lagos y los bosques; hoy poseemos el lirismo de lo celular. De manera que confío en usted. No tiene sino que agregar algunos detalles: el calor, el sol vertical, las moscas, la arena, la falta de agua.

Con nosotros estaba un joven francés que tenía fe.

Sí, decididamente es un cuento de hadas. Era del tipo Duguesclin, si usted quiere. Había pasado de Francia a España para combatir. El general católico lo había internado y, por haber visto que en los campos franquistas los garbanzos estaban, sí es li­cito que lo diga ,así, bendecidos por Roma, había quedado sumido en una profunda tristeza.

Ni el cielo de África, adonde había ido a parar casi en seguida, ni las expansiones del campo, lograron sacarlo de esa tristeza. Pero sus reflexiones y también el sol, lo habían hecho salir un poco de su estado normal.

Un día en que, bajo una tienda que chorreaba plomo fundido y la decena de hombres que formaba nues­tro grupo jadeaba entre las moscas, el joven renovó sus diatribas contra aquel a quien él llamaba «el ro­mano». Nos miraba con aire extraviado, con su barba de muchos días. Tenía el torso desnudo cubierto de sudor y las manos se paseaban, como tocando el piano, sobre el visible teclado de sus costillas.

Nos declaró que era necesario un nuevo Papa, un Papa que viviera entre los desdichados, en lugar de re­zar en un trono, y que cuanto más pronto apareciera, sería mejor. Nos miraba fijamente, con ojos extra­viados y sacudiendo la cabeza. «Sí», repetía.

«¡Lo más pronto posible!» Luego se calmó súbitamente y con voz melancólica dijo que había que elegirlo en­tre nosotros, que había que escoger un hombre com­pleto, con sus defectos y sus virtudes, a quien era menester jurar obediencia, con la única condición de que ese hombre aceptara mantener viva en él y en los demás la comunidad de nuestros sufrimientos.

¿Quién de entre nosotros tiene más debilidades?», preguntó. Por chancearme, yo levanté el dedo y fui el único que lo hizo: «Bien, Jean-Baptiste servirá.»

No, no dijo eso, puesto que entonces yo tenía otro hombre. Por lo menos declaró que designarse como yo lo había hecho suponía la mayor de las virtudes y por eso propuso que me eligieran. Los otros con­sintieron por juego, aunque así y todo con ciertas trazas de gravedad. Lo cierto es que Duguesclin nos había impresionado. Yo mismo creo que en modo alguno me reía.

Me pareció, primero, que mi peque­ño profeta tenía razón; y luego el sol, los trabajos agotadores, la lucha por el agua, en fin, que no está­bamos del todo en nuestros cabales. La verdad es que ejercí mi pontificado durante muchas semanas y cada vez con mayor seriedad.

¿En qué consistía mi pontificado?

Vaya, yo era una especie de jefe de grupo o de secretario de cé­lula. De todas maneras, los otros, aun aquellos que no tenían fe, tomaron la costumbre de obedecerme. Duguesclin, agonizante, sufría, y yo administraba sus sufrimientos.

Entonces me di cuenta de que no era tan fácil como generalmente se cree ser Papa y me acordé de ello aun ayer, después de haberle espe­tado tantos discursos desdeñosos sobre los jueces, nuestros hermanos. En aquel campo de prisioneros el gran problema era la distribución de agua. Se ha­bían formado otros grupos, políticos y confesionales, y cada cual favorecía a sus camaradas. Me vi, pues, llevado a favorecer a los míos, lo cual ya era, por cierto, una pequeña concesión. Y aun entre nosotros mismos no pude mantener una igualdad perfecta. Según el estado de mis compañeros o

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según los tra­bajos que debían realizar, favorecía a éste o aquél. Y estas distinciones llevan muy lejos, puede usted creerme.

Pero, decididamente, estoy cansado y ya no tengo ganas de pensar en aquella época.

Digamos que colmé la medida el día en que me bebí el agua de un camarada agonizante. No, no, no era Dugues­clin; creo que él ya se había muerto … Se privaba demasiado. Además, si él hubiera estado allí, por el amor que le tenía, yo habría resistido durante más tiempo, porque yo lo quería, sí, lo quería. 0 por lo menos, así me lo parece. Pero me bebí el agua; eso es seguro. Porque me persuadí de que los otros te­nían necesidad de mí (más necesidad de mi que de quien de todas maneras iba a morirse) y de que debía conservarme para ellos.

Es así, querido amigo, bajo el cielo de la muerte, como nacen los imperios y las iglesias.

Y para corregir un poco mis discursos de ayer, le comunicaré la gran idea que se me ocurrió hablando de todo esto, y de lo cual ya no sé siquiera si lo viví o lo soñé.

Mi gran idea es que hay que perdonar al Papa.

Primero, porque él tiene más necesidad que nadie de que lo perdonen, y luego porque es la única manera de colocarse por encima de él …

¡Oh!, ¿cerró usted bien la puerta? ¿Sí?

Le ruego que vaya a asegurarse. Perdóneme usted, tengo el complejo del cerrojo.

En el momento de dormirme, nunca puedo saber si corrí el cerrojo. Todas las no­ches he de levantarme para comprobarlo. Uno nun­ca está seguro de nada; ya se lo dije. No vaya a creer usted que esta inquietud del cerrojo sea una reac­ción de propietario temeroso. Antes no cerraba con llave mi departamento ni mi coche. No guardaba el dinero, no me importaba lo que poseía.

A decir ver­dad, tenía un poco de vergüenza de poseer cosas. ¿Acaso no me ocurría que en mis discursos munda­nos proclamara con convicción: «¡La propiedad, se­ñores, es un crimen!» No teniendo el corazón sufi­cientemente grande para compartir mis riquezas con algún pobre que las mereciera, las dejaba a dis­posición de eventuales ladrones, con la esperanza de que el azar corrigiera así la injusticia.

Por lo demás, hoy ya no poseo nada. De manera que no me inquie­to por mi seguridad, sino por mí mismo y por mi presencia de espíritu. También me importa mucho cerrar cuidadosamente la puerta del pequeño uni­verso hermético del que soy rey, Papa y juez.

Y ya que hablamos de esto, ¿quiere usted abrir ese ropero?

Ese cuadro, sí, mírelo usted bien. ¿No lo reconoce? Son Los jueces íntegros.

¿Y no se ­sobresalta usted? ¿Será que su cultura tiene algunas lagunas?

Sin embargo, si leyera usted los diarios, re­cordaría que en 1934 en la ciudad de Gantes, en la catedral de Saint-Bavon, se consumó el robo de uno de los paneles del famoso retablo de Van Eyck: El cordero místico. Ese panel se llamaba Los jueces ín­tegros. Representaba a unos jueces que, a caballo, iban a adorar al santo cordero. Se lo reemplazó por una copia excelente, porque no llegó a encontrarse el original.

Y bien, aquí lo tiene. No, yo no intervine en el robo. Un parroquiano del Mexico-City, a quien usted vio el otro día, se lo vendió al gorila por unas botellas, en una noche de embriaguez.

Primero acon­sejé a nuestro amigo que lo colgara en un buen lugar y por largo tiempo, y mientras se los buscaba por el mundo entero, nuestros devotos jueces reinaron en el Mexico-City, sobre borrachos y rufianes. Luego el gorila, a instancias mías, lo dejó en depósito aquí. Se resistió un tanto a hacerlo y puso cara de pocos amigos, pero cuando le expliqué todo el asunto, se asustó. Desde entonces, estos estimables magistra­dos son mi única compañía. Allá en el bar, por en­cima del mostrador, habrá podido apreciar usted qué vacío dejaron.

¿Por qué no restituí el panel?

¡Ah, ah, pero us­ted tiene reflejos policiales! Pues bien, le respon­deré como le respondería a un juez de instrucción, en el caso harto improbable de que alguien pudiera enterarse por fin de que el cuadro vino a parar a mi pieza.

En primer lugar, porque no es mío, sino del dueño del Mexico-City, que lo merece tanto como el obispo de Gantes.

En segundo lugar, porque entre los que desfilan ante El cordero místico nadie sería capaz de distinguir la copia del original, y por lo tan­to nadie se perjudica por mi culpa. En tercer lugar, porque de esta manera, domino. Se proponen a la admiración del mundo jueces falsos, siendo así que el único que conoce los verdaderos soy yo.

En cuarto lugar, porque así tengo una posibilidad de que me envíen a la prisión, idea en cierto modo atractiva.

En quinto lugar, porque esos jueces van a encon­trarse con el cordero, siendo así que ya no hay cor­dero alguno ni inocencia. Y por lo tanto, el hábil pillo que robó el panel era un instrumento de la jus­ticia desconocida, a la que no conviene contrariar.

Y por fin, porque de esta manera estamos en el or­den de las cosas.

Habiéndose separado la justicia definitivamente de la inocencia, ésta en la cruz,

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aquélla en el ropero, tengo libre campo para traba­jar de acuerdo con mis convicciones.

Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le diga por fin en qué consiste esta profesión.

Pero permítame antes que me incorpore un poco para respirar mejor.

¡Oh, qué cansado estoy! Cie­rre bajo llave a mis jueces.

Gracias. En este momento estoy ejerciendo la profesión de juez penitente.

Por lo general, mi despacho está en el Mexico-City, pero las grandes vocaciones se prolongan más allá del lugar de trabajo.

Ejerzo mi profesión en la cama y aun estando afiebrado. Por lo demás, esta profesión no se la ejerce; se la respira, a todas horas. En efecto, no crea usted que durante estos cinco días le estuve espetando largos discursos por puro gusto. No, en otra época hablé bastante para no decir nada. Ahora mis discursos están orientados, orientados evidente­mente, por la idea de acallar las risas, de evitar per­sonalmente el juicio, aunque, en apariencia, no exis­ta salida alguna.

¿Es que el gran obstáculo para sus­traerse al juicio no estriba en que nosotros mismos somos los primeros en condenarnos? De manera que hay que empezar por extender la condenación a to­dos, sin distinción, a fin de que quede diluida.

Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie.

Niego la buena intención, el error estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante.

Yo no bendigo, no distri­buyo absoluciones.

Sencillamente, lo sumo todo y lue­go digo: «Éste es el monto. Usted es un perverso, un sátiro, un mitómano, un pederasta, un artista, etc.»

Así mismo. Secamente.

En filosofía, lo mismo que en política, soy, pues, partidario de toda teoría que niega la inocencia del hombre y de toda práctica que lo trata como culpable.

En mí está viendo usted, querido amigo, un partidario ilustrado de la servi­dumbre.

A decir verdad, sin la servidumbre no es posible llegar a una solución definitiva.

Lo comprendí muy rápidamente. Antes yo tenía la libertad sólo en la boca. Cuando me desayunaba, yo la extendía sobre las rebanadas de pan, la masticaba todo el día y en­tonces, en medio de la gente tenía yo un aliento deli­ciosamente refrescado por la libertad. Asestaba esta palabra maestra a quienquiera que me contradijera.

La había puesto al servicio de mis deseos y de mi poder. La murmuraba en el lecho al oído adorme­cido de mis amigas y ella me ayudaba a plantarlas. La deslizaba … Vaya, me excita y pierdo la medida. Después de todo, hube de hacer de la libertad un uso más desinteresado y hasta, juzgue usted mi inge­nuidad, hube de defenderla dos o tres veces, sin lle­gar, claro está, a morir por ella; pero así y todo, corriendo algunos riesgos. Tiene que perdonarme esas imprudencias; no sabía lo que hacía.

No sabía que la libertad no es una recompensa ni una conde­coración que se celebra con champán; ni tampoco un regalo, una capa de golosinas destinada a satis­facer la gula.

¡Oh, no! por el contrario, con ella uno es un vasallo de digno servicio y debe emprender una carrera total, solitaria, extenuante.

Nada de champán, nada de amigos que levanten sus copas y que nos miren con ternura. Está uno solo en una lú­gubre sala, solo en él banquillo, frente a los jueces, y solo para decidir frente a sí mismo o frente al juicio de los otros. Al cabo de toda libertad hay una sen­tencia. Aquí tiene usted la razón de que la libertad sea una carga demasiado pesada. Sobre todo cuan­do uno tiene fiebre o pesares o no ama a nadie.

¡Ah, querido amigo, para quien está solo, sin Dios y sin amo, el peso de los días es terrible!

De manera que no estando ya Dios en el mundo, hay que ele­girse un amo. Por lo demás, la palabra Dios ya no tiene sentido; no vale la pena que uno se ponga a correr el riesgo de escandalizar a la gente. Mire us­ted, a nuestros moralistas, tan serios, que aman a sus semejantes y todo, nada los separa en definitiva del estado de cristianos, si no es el que prediquen en las iglesias.

A su juicio, ¿qué les impide convertirse? El respeto, tal vez, el respeto de los hombres. Sí, el respeto humano. No quieren dar escándalo y entonces se guardan sus sentimientos para ellos.

Conocí a un novelista ateo que oraba todas las noches. Eso no era impedimento: ¿qué le daba a Dios en sus libros? ¡Qué paliza!, como decía ya no me acuerdo quién. Un librepensador militante a quien yo me confié levantaba los brazos al cielo, sin mala intención por lo demás. «No me enseña usted nada», suspiraba aquel apóstol. «Son todos así.» Según él, el ochenta por ciento de nuestros escritores, si pudiera no fir­mar sus libros, escribiría y saludaría el nombre de Dios. Pero los escritores firman sus libros, también según él, porque se aman, y no saludan a Dios por­que se detestan. Pero, como de todas maneras no pueden prescindir de juzgar, entonces se desquitan en

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la moral. En suma, que tienen el satanismo vir­tuoso.

Época singular, verdaderamente. ¿Hay que admirarse acaso de que los espíritus estén turbados y de que uno de mis amigos, ateo, mientras fue un marido irreprochable, se haya convertido al hacerse adúltero?

¡Ah, los insignificantes cazurros, comediantes, hi­pócritas, tan conmovedores con todo eso! Créame, todos son así, aun cuando incendien el cielo. Sean ateos o devotos, moscovitas o bostonianos, son todos cristianos de padre a hijo.

¡Pero, precisamente ya no hay padre, ya no hay regla!

Entonces uno es libre y tiene que arreglárselas por sí mismo.

Y como no quieren saber nada de la libertad ni de sus senten­cias, piden que les golpeen en los dedos, inventan reglas terribles, corren a construir piras para reem­plazar las iglesias, son Savonarolas, le digo a usted. Pero únicamente creen en el pecado; nunca en la gracia. Claro está que piensan en ella.

Eso es preci­samente lo que quieren: la gracia en sí, el aban­dono, la felicidad de ser.

Y quién sabe si no quieren también, porque además son sentimentales, los es­ponsales, la muchacha fresca, el hombre recto, la música.

Yo, por ejemplo, que no soy sentimental, ¿sabe usted con lo que soñé? Con un amor completo, con un amor de todo el corazón y todo el cuerpo, amor de día y de noche, en un abrazo incesante, en el que gozara y me exaltara. Y que esto durara cinco años. Después, la muerte. ¡Ay!

Entonces, ¿no es cierto?, sin esponsales o sin ese amor incesante, tenemos el matrimonio, brutal, con el poder y el látigo.

Lo esencial es que todo se haga sencillo, como lo es para los niños.

Lo esencial es que se nos mande cada acto, que el bien y el mal se nos designen de manera arbitraria y por lo tanto evidente. Y yo, por siciliano o javanés que sea, estoy de acuerdo. Que no haya, pues, cristianos de tres al cuarto, aunque yo aprecie mucho al primero de ellos.

Pero en los puentes de París yo también me di cuenta de que tenía miedo de la libertad.

¡Viva, pues, el amo, quienquiera que sea, que reemplace la ley del cielo! «Padre Nuestro, que estás transitoriamente aquí … Guías nuestros jefes deliciosamente severos, ¡oh, conductores crueles y muy amados! . . . »

En fin, ya ve usted que lo esencial es dejar de ser libre y obedecer, en el arrepentimiento, a quien es más pillo que uno.

Cuando seamos todos culpables, tendremos la democracia. Sin contar, querido amigo, el hecho de que hay que vengarse de tener que morir solo. La muerte es solitaria, en tanto que la servidumbre es colectiva. Los otros también tienen sus cuentas y al mismo tiempo que nosotros; eso es lo importante. Todos reunidos, por fin, pero de rodillas y con la cabeza gacha.

¿No es también conveniente vivir a semejanza de la sociedad y, para ello es menester que la sociedad se asemeje a mí?

La amenaza, el deshonor, la policía, son los sacramentos de esta semejanza.

Despreciado, acosado, obligado a obrar de tal o cual manera, puedo desarrollarme con la plenitud de mi medida, puedo gozar de lo que soy, ser natural al fin. Por eso, mi muy querido amigo, después de haber saludado so­lemnemente a la libertad, decidí, en secreto, que había que endosársela sin dilación a cualquier otro. Y cada vez que puedo hacerlo, predico en mi iglesia del Mexico-City. Allí invito a la buena gente a some­terse y a solicitar con empeño y humildad los con­suelos de la servidumbre, aun cuando la presente como la verdadera libertad.

Pero no soy ningún loco.

Bien me doy cuenta de que la esclavitud no es cosa que podrá sobrevenir mañana.

Será uno de los beneficios del futuro, eso es todo. Mientras tanto, tengo que arreglármelas con el presente y buscar una solución, por lo menos tran­sitoria.

Tuve, pues, que encontrar otro medio de ex­tender el juicio a todo el mundo, para que a mí me resultara más liviano. Y encontré ese medio.

Le rue­go que abra un poco la ventana. Aquí hace un calor aplastante. No la abra demasiado, porque también tengo frío.

Mi idea es a la vez sencilla y fecunda.

¿Cómo hacer para que todo el mundo se meta en el baño, a fin de que uno tenga el derecho de secarse al sol?

¿Iba a subir a una tribuna, como muchos de mis ilustres contemporáneos, y maldecir a la huma­nidad? ¡Muy peligroso!

Un día, o una noche, la risa estalla sin más ni más. La sentencia que lanzamos sobre los otros termina por volverse derechamente contra nuestro rostro y no deja de producir sus estra­gos.

¿Entonces?, pregunta usted.

Pues bien, éste es mi rasgo genial.

Descubrí que mientras aguardamos el advenimiento de los amos y de sus varas, debería­mos, como hizo Copérnico, invertir el razonamiento para triunfar.

Pues que no puede uno condenar a los otros sin juzgarse en seguida, era menester que uno mismo se abrumara, para tener el derecho de juzgar a los demás. Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente

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para poder terminar siendo juez.

¿Me sigue usted? Bien. Pero para ser aún más claro, voy decirle cómo trabajo.

Comencé por cerrar mi bufete de abogado; salí de París y viajé.

Procuré establecerme con otro nom­bre en algún lugar en que no me faltara ocasión de practicar mi oficio.

Hay muchos de esos lugares en el mundo, pero el azar, la comodidad, la ironía y también la necesidad de cierta mortificación, me hi­cieron elegir una capital de aguas y de brumas, ro­deada de canales, ciudad particularmente populosa y visitada por hombres llegados de todo el mundo.

Instalé mi despacho en un bar del barrio de marine­ros. La clientela de los puertos es muy variada.

Los pobres no van a los barrios lujosos, en tanto que la gente de calidad termina siempre por ir a parar, una vez al menos, y usted bien lo ha visto, a lugares de mala fama.

Acecho especialmente al burgués, al bur­gués que se extravía; con él alcanzo mi pleno rendi­miento. Como buen virtuoso, arranco de tales instru­mentos las notas más refinadas.

Ejerzo, pues, mi profesión en el Mexico-City, desde hace algún tiempo.

Consiste primero, como usted ya vio, en practicar una confesión pública, con la mayor frecuencia que sea posible.

Me acuso larga y amplia­mente. Eso no es difícil; ahora tengo memoria.

Pero fíjese bien, no me acuso groseramente golpeándome el pecho, no; navego con suavidad, multiplico los matices, también las digresiones y adapto mi discurso al oyente. Voy mezclando cosas que me conciernen con otras que se refieren a los demás. Tomo los ras­gos comunes, las experiencias que hemos tenido jun­tos, las debilidades que compartimos, el buen tono, en fin, el hombre del día tal como se da en mí y en los otros.

Con todos esos elementos compongo un retrato que es el de todos y el de nadie.

Una máscara, en suma, bastante parecida a las del carnaval, que son a la vez fieles y simplificadas, y frente a las cua­les uno se dice: ¡Vaya, a éste ya lo he visto antes! Cuando el retrato queda terminado, como esta noche, lo muestro lleno de desolación: «Mire, ¡ay!, lo. que soy.» Y así termina la fase requisitoria. Pero, al mis­mo tiempo, el retrato que tiendo a mis contemporá­neos se convierte en un espejo.

Cubierto de ceniza, arrancándome lentamente los cabellos, mostrando la cara arañada por mis uñas, pero con la mirada penetrante, me expongo a la hu­mildad entera, mientras recapitulo mis vergüenzas, sin perder por ello de vista el efecto que produzco, y digo: «Yo era el último de los hombres.»

Enton­ces, insensiblemente, paso en mi discurso del yo al nosotros.

Cuando llego a declarar «Esto es lo que somos», el juego está hecho y entonces puedo decir­les la verdad.

Yo soy como ellos, desde luego. Todos estamos hechos de la misma tela.

Sin embargo, tengo una superioridad, la de saberlo, y esa superioridad es la que me da derecho a hablar.

Estoy seguro de que aprecia usted la ventaja. Cuanto más me acuso más derecho tengo a juzgarlo a usted.

Más aún, lo proceso a que se juzgue usted mismo, lo cual alivia mi trabajo. ¡Ah, querido amigo, somos extrañas, mi­serables criaturas! Y por poco que examinemos nues­tra vida anterior, no nos faltan ocasiones de asom­brarnos y de escandalizarnos nosotros mismos. In­téntelo. Puede usted estar seguro de que escucharé su confesión con un profundo sentimiento de fra­ternidad.

¡No se ría! Sí, usted es un cliente difícil, lo advertí a primera vista. Pero ya se avendrá a esto; es inevi­table.

La mayor parte de los hombres es más senti­mental que inteligente. En seguida se los desorienta.

Con los inteligentes es una cuestión de tiempo. Pero basta explicarles el método a fondo. Ellos no lo olvi­dan, reflexionan. Un día u otro, a medias por juego, a medias por confusión, se muestran abiertamente.

Usted no sólo es inteligente, sino que, además, tiene el aspecto de haber vagado mucho. Confiese, sin em­bargo, que hoy se siente menos contento de sí mismo que hace cinco días. Ahora esperaré a que me escriba o que vuelva aquí, porque usted ha de volver; no tengo la menor duda.

Me encontrará inmutable, como siempre. ¿Y por qué habría de cambiar si encontré la felicidad que me conviene?

En lugar de afligirme, acepté la duplicidad. Me instalé en ella y en ella encontré el bienestar que busqué toda mi vida.

En el fondo, me equivoqué al decirle que lo esencial era evitar el juicio. Lo esencial es poder permitírselo todo, aun a costa de declarar, de cuando en cuando y a voz en cuello, la propia indignidad.

De nuevo he vuelto a permitírmelo todo; y esta vez sin risas.

No cambié de vida, continúo amándome y sirviéndome de los demás, sólo que la confesión de mis faltas me permite volver a comenzar con mayor facilidad y gozar dos veces, primero de mi naturaleza y luego de un encantador arrepentimiento. 

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Desde que hallé esta solución, me abandono a todo, a las mujeres, al orgullo, al tedio, al resentimiento, y hasta a la fiebre que en este momento siento subir deliciosamente.

Por fin reino, pero esta vez para siempre. Además, encontré una cima y sólo yo subo a ella; desde allí puedo juzgar a todo el mundo. A veces, cuando la noche es realmente her­mosa, oigo una lejana risa y entonces vuelvo a dudar. Pero en seguida aplasto todas las cosas, criaturas y creación, bajo el peso de mi propia enfermedad, y heme de nuevo emperifollado.

Esperaré, pues, en el Mexico-City sus saludos, todo el tiempo que sea necesario; pero retire usted esta colcha, por favor, que quiero respirar.

Vendrá usted, ¿no es cierto?

Hasta le mostraré los detalles de mi técnica, pues usted me inspira cierto afecto.

Me verá cómo les enseño, a lo largo de la noche, que ellos son infames. Por lo demás, desde hoy volveré a co­menzar.

No puedo prescindir, no puedo privarme de esos momentos en los que uno de ellos se desploma, con la ayuda del alcohol, y se golpea el pecho.

Enton­ces me engrandezco, querido amigo, me engrandezco, respiro libremente, estoy en lo alto de la montaña, y la llanura se extiende bajo mis ojos.

¡Qué embria­guez, ésta de sentirse Dios padre, y de distribuir certificados definitivos de mala vida y de malas cos­tumbres!

Reino entre mis ángeles viles, en la cima del cielo holandés y, saliendo de las brumas del agua, veo subir hacia mí la multitud del Juicio Final.

Esas gentes van elevándose poco a poco, lentamente. Veo llegar ya al primero. En su rostro extraviado, a medias oculto por una mano, leo la tristeza de la condición común y la desesperación de no poder escapar a ella. Y yo lo lamento sin absolver, lo com­prendo sin perdonar y, sobre todo, ¡ah, siento por fin que se me adora!

Sí, me agito. ¿Cómo podría quedarme juiciosa­mente acostado?

Tengo que estar más alto que usted. Mis pensamientos me hacen levantar.

Esas noches, mejor dicho, esas mañanas, porque la caída se pro­duce al alba, salgo, ando por las calles con paso arrebatado y me paseo a lo largo de los canales. En el cielo descolorido, las capas de plumas se hacen más delgadas, las palomas se elevan un poco y una luz rosada anuncia, a ras de los tejados, un nuevo día de mi creación.

En el Damrak, el primer tranvía hace oír su campanilla en el aire húmedo y anuncia el despertar de la vida en el extremo de esta Europa en la que, en el mismo momento centenares de millones de hombres, mis súbditos, abandonan peno­samente la cama, con la boca amarga, para Ir hacia un trabajo sin alegría. Entonces, volando con el pen­samiento por encima de todo este continente que sin saberlo está sometido a mí, bebiendo el día de ajenjo que nace, borracho, en fin, de malas palabras, soy feliz.

Soy feliz, le digo; le prohibo que no crea que soy feliz. ¡Soy feliz a rabiar! ¡Oh, sol, playas, y aque­llas islas bajo los alisios, juventud, cuyo recuerdo desespera!

Vuelvo a acostarme, perdóneme usted. Temo ha­berme exaltado.

Sin embargo, no lloro. A veces uno se extravía. Dudamos de la evidencia, aun cuando hayamos descubierto los secretos de una buena vida.

Claro está que mi solución no es la solución ideal. Pero, cuando uno no ama su vida, cuando uno sabe que tiene que cambiar, no hay posibilidad de elegir, ¿no le parece? ¿Qué hacer para ser otro? Eso es imposible. Sería menester no ser ya nadie, olvidarse de sí mismo, por lo menos una vez.

Pero, ¿cómo es posible eso? No me abrume demasiado. Soy como aquel viejo mendigo que un día, en la terraza de un café, no quería retirar la mano: «Ah, señor», decía, «no es que sea mal hombre, sino que uno pierde la luz».

Sí, perdimos la luz, perdimos las mañanas, la santa inocencia de quien se perdona a sí mismo.

Mire usted, está nevando. ¡Oh, tengo que salir! Ámsterdam dormida en la noche blanca, los canales de jade oscuro bajo los pequeños puentes nevados, las calles desiertas, mis pasos ahogados; todo eso será pureza fugaz, antes del barro de mañana. Mire cómo se estrellan contra los vidrios los enormes copos de nieve. Son seguramente palomas. Por fin se deciden a bajar esas queridas amigas; cubren las aguas y los techos con una espesa capa de plumas, palpitan en todas las ventanas. ¡Qué invasión! Esperemos que traigan la buena nueva.

Todo el mundo se salvará, ¿eh? No solamente los elegidos; se compartirán las riquezas y las penas, y usted, por ejemplo, desde hoy se acostará todas las noches en el suelo por mí. ¡Vaya, toda la lira! Vamos, confiese que se quedaría usted patidifuso si del cielo bajara un carro para llevarme o si la nieve de pronto se incendiaria.

¿No lo cree probable? Yo tampoco. Pero, de todas maneras, es preciso que yo salga.

Bueno, bueno, me mantengo tranquilo. No se in­quiete. No se fíe usted demasiado, por lo demás, de mis enternecimientos ni de mis delirios. Son diri­gidos. Vea, ahora que va a hablarme

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usted, sabré si he alcanzado uno de los fines de mi apasionante con­fesión.

En efecto, siempre espero que mi interlocutor sea un agente de policía y que me detenga por el robo de Los jueces íntegros.

Por todo lo demás, ¿no le parece?, nadie puede arrestarme. Pero ese robo sí cae bajo la esfera de la ley y yo lo combiné todo para hacerme cómplice de él; oculto este cuadro y lo muestro a quien quiera verlo. Entonces usted me arrestaría. Sí, sería un buen comienzo.

Acaso enseguida se ocuparan también de todo lo demás, y entonces me decapitarían, por ejemplo; yo ya no tendría más miedo de morir y me salvaría.

Usted levantaría mi cabeza aún fresca ante el pueblo re­unido, para que la gente se reconociera en ella y yo volviera de nuevo a dominarla. Sería ejemplar. Todo quedaría consumado. Yo habría terminado, sin pena ni gloria, mi carrera de falso profeta que grita en el desierto y se resiste a salir de él.

Pero, claro está, usted no es de la policía, sería demasiado sencillo.

¿Cómo dice? ¡Ah, ya me parecía, mire usted! Ese extraño afecto que sentía por usted tenía su razón de ser.

¡De manera que ejerce en París la hermosa profesión de abogado! ¡Bien sabía yo que éramos de la misma raza!

¿No somos acaso todos parecidos? ¿No hablamos sin cesar y a nadie?

¿No nos hallamos siempre frente a las mismas pre­guntas, aunque sepamos de antemano las respuestas?

Vamos, cuénteme usted, se lo ruego, lo que le ocurrió una noche en los muelles del Sena y cómo logró no arriesgar nunca su vida.

Pronuncie usted mismo las palabras que, desde hace años, no han dejado de resonar en mis noches, y que por fin oiré por su boca: «Oh, muchacha, vuelve a lanzarte otra vez al agua, para que yo tenga una segunda oportunidad de salvarnos los dos.»

Una segunda vez, ¡ejem . . . , qué imprudencia!

Supóngase usted, querido doctor, que se nos tomara la palabra.

Habría que hacerlo. ¡Brr. . . ! ¡El agua está tan fría! ¡Pero tranquilicé­monos!

¡Ahora es ya demasiado tarde, siempre será demasiado tarde! ¡Felizmente!

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