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discurso Premio Nobel de Literatura 1977
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Vicente Aleixandre
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En una hora como esta, tan importante en la vida de un cultivador de las letras, quisiera expresar,
con las palabras más bellas, la emoción que un hombre siente y la gratitud que experimenta en unos actos como
los que ahora se desarrollan. Yo nací de una familia burguesa, pero tuve la suerte de su vocación, ampliamente
abierta y liberal. Mi espíritu inquieto me llevó a ejercer contradictorias profesiones.
Fui profesor de Derecho Mercantil, empleado en una empresa ferroviaria, periodista financiero. Desde
joven esta inquietud de que hablo me exaltaba a un placer: la lectura, y, en seguida, la escritura. A los 18 años
empezó el aprendiz de poeta a escribir sus primeros versos, que furtivamente yo trazaba, en medio del fragor
de una vida, que por no haberse aún centrado en su verdadero eje, yo podría llamar aventurera.
El destino de mi vida, el enderezamiento de ésta lo trajo un fallo de mi cuerpo. Caí enfermo de gravedad,
de una enfermedad crónica. Hube de abandonar todos mis otros quehaceres que denominaría corporales y escapar
al campo, lejos de mis actividades anteriores. El vacío que esto me dejó lo llenó rápidamente otro quehacer que
no necesitaba la colaboración corporal y era compatible con el reposo que los médicos me habían recomendado.
Esta invasión inolvidable, desalojadora, fue el ejercicio de las letras; la poesía ocupó plenamente la
actividad vacante. Empecé a escribir con dedicación completa, y entonces, realmente, entonces, se adueñó
de mí la pasión que no me había de abandonar nunca.
Horas de soledad, horas de creación, horas de meditación. La soledad y la meditación me trajeron un
sentimiento nuevo, una perspectiva que no he perdido jamás: la de la solidaridad con los hombres. Desde entonces
he proclamado siempre que la poesía es comunicación, empleando la palabra en ese preciso sentido.
La poesía es una sucesión de preguntas que el poeta va haciendo. Cada poema, cada libro es una demanda,
una solicitación, una interrogación, y la respuesta es tácita, pero también sucesiva, y se la da el lector con su lectura,
a través del tiempo. Hermoso diálogo en que el poeta interroga y el lector calladamente da su plena respuesta.
Con bellas palabras quisiera decir ahora lo que es el Premio Nobel para el poeta. No puede ser; solo me
cabe expresar que estoy entre vosotros en cuerpo y alma, y que el Premio Nobel es como la respuesta, no sucesiva,
no callada, sino agrupada y coincidente, súbita, de una voz general que generosamente y milagrosamente se hace única
y responde a la interrogación sin tregua que ha venido dirigiendo a los hombres.
Así, mi gratitud al símbolo de la voz agrupada y simultánea que la Academia Sueca me ha hecho escuchar
con los sentidos del alma, y por la cual aquí públicamente le doy mis rendidas gracias.
Por otra parte, estimo que un premio como el que hoy recibo es, en toda circunstancia, y creo que sin
excepciones, un premio a la tradición literaria en la que el autor de que se trate, en este caso, mi persona, se ha
formado. Pues, sin duda, poesía, arte, es siempre y ante todo, tradición, de la que cada autor no representa otra cosa
que la de ser, como máximo, un modesto eslabón de tránsito hacia una expresión estética diferente; alguien cuya
fundamental misión es, usando otro símil, transmitir una antorcha viva a la generación más joven, que ha de continuar
en la ardua tarea.
Puede darse un poeta que haya nacido con las más altas prendas para llevar a término un destino. Nada
o muy poco podrá hacer si no tiene la suerte de hallarse situado en una corriente artística de suficiente fuerza o entidad.
Creo que, en cambio, acaso un poeta menos dotado haría mejor papel si tuviere la suerte de producirse en medio de
un movimiento literario verdaderamente creador y vivo.
Yo vine al mundo, en ese sentido, con buena estrella, pues desde un tiempo suficientemente extenso, anterior a
mi nacimiento, la cultura española había venido sufriendo un importantísimo proceso de acelerada reviviscencia que
hoy, creo, no es un secreto para nadie. Novelistas como Galdós; poetas como Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez,
y, antes, Becquer; filósofos como Ortega y Gasset; prosistas como Azorín y Baroja; hombres de teatro como Valle-Inclán;
pintores como Picasso o Miró; músicos como Falla no se improvisan ni son frutos del azar.
Mi generación se vio así asistida y enriquecida por ese cálido entorno, por ese manantial, por ese fecundísimo
caldo de cultivo, sin el cual acaso nada seríamos ninguno de nosotros. Desde la tribuna en la que ahora me dirijo a
vosotros quiero, pues, asociar mi palabra a la de todo ese plantel generoso de compatriotas míos que desde otra edad
y en las más diversas vías nos formaron y nos permitieron, a mi y a mis compañeros de generación, alcanzar un sitio
desde el que pudiésemos hablar con una voz tal vez genuina o propia.
Y no me refiero solo a esas figuras que constituyen la tradición inmediata, siempre la más visible y decisiva.
Aludo también a la otra tradición, la mediata, si más remota en el tiempo, capaz de enlazar cálidamente con nosotros,
la tradición formada por nuestros clásicos del Siglo de Oro, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Góngora,
Quevedo, Lope de Vega, con la que también nos hemos sentido vinculados, y de la que hemos recibido no pocas
esencias.
España pudo renacer y renovarse gracias a que, a través de la generación de Galdós y luego a través de la
generación del 98, se desobturó, digámoslo así, y se hizo accesible y fluyó abundantemente hacia nosotros toda la
savia nutricia que nos llegaba del más remoto pasado. La generación del 27 no quiso desdeñar nada de lo mucho que
seguía vivo en ese largo pretérito, abierto de pronto ante nuestra mirada como un largo relámpago de ininterrumpida
belleza. No fuimos negadores, sino de la mediocridad; nuestra generación tendía a la afirmación y al entusiasmo,
no al escepticismo ni a la taciturna reticencia.
Nos interesó vivamente todo cuanto tenía valor, sin importarnos donde éste se hallase. Y si fuimos
revolucionarios, si lo pudimos ser, fue porque antes habíamos amado y absorbido incluso aquellos valores contra los
que ahora íbamos a reaccionar. Nos apoyábamos fuertemente en ellos para poder así tomar impulso y lanzarnos
hacia adelante en brinco temeroso al asalto de nuestro destino. No os asombre, pues, que un poeta que empezó
siendo superrealista haga hoy la apología de la tradición.
Tradición y revolución. He ahí dos palabras idénticas.
Y luego la tradición, no vertical sino horizontal, la que nos acorría como aliciente y fraternal emulación desde
nuestros costados, al lado mismo de nuestro camino. Me refiero a aquel otro grupo de jóvenes (cuando yo lo era también)
que corría con nosotros en la misma carrera. Qué suerte la mía poder vivir y tener que hacerme junto a poetas tan
admirables como los que yo hube de conocer y asumir en calidad de coetáneos míos!
A todos los amé, uno a uno. Y los amé, justamente porque yo buscaba otra cosa; otra cosa que solo era
posible hallar por diferenciación y contraste respecto de aquellos poetas, mis compañeros. Nuestro ser solo alcanza,
su verdadera individualidad junto a los demás, frente al prójimo. Cuanta mayor calidad tenga ese contorno humano
en el que nuestra personalidad se hace, tanto mejor para nosotros. Puedo decir que también aquí yo he tenido la fortuna
de haber realizado mi destino desde una de las mejores compañías posibles. Hora es de nombrarla en toda su
multiplicidad: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Jorge Guillen, Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados,
Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda.
Hablo, pues, de solidaridad, de comunión, y también de contraste. Tal ha sido, por otra parte, el sentimiento
que se halla más profundamente inserto en mi alma, y el que late, de un modo u otro, con más fuerza, detrás de la
mayoría de mis versos. Es natural entonces que tenga mucho que ver con esto el modo mismo con que entreveo al
hombre y a la poesía. El poeta, el decisivo poeta, es siempre un revelador; es, esencialmente, vate, profeta.
Pero su «vaticinio» no es, claro está, vaticinio de futuro: porque puede serlo de pretérito: es profecía sin tiempo.
Iluminador, asestador de luz, golpeador de los hombres, poseedor de un sésamo que es, en cierto modo, misteriosamente,
palabra de su destino.
En definitiva, el poeta es así un hombre que fuese más que un hombre: porque es además poeta. El poeta
está lleno de «sabiduría», pero no puede envanecerse, porque quizá no es suya: una fuerza incognoscible, un espíritu
habla por su boca: el de su raza, el de su peculiar tradición. Con los dos pies hincados en la tierra, una corriente
prodigiosa se condensa, se agolpa bajo sus plantas para correr por su cuerpo y alzarse por su lengua.
Es entonces la tierra misma, la tierra profunda, la que llamea por ese cuerpo arrebatado. Pero otras veces
el poeta ha crecido, ahora hacia lo alto, y con su frente incrustada en un cielo habla con voz estelar, con cósmica
resonancia, mientras está sintiendo en su pecho el soplo mismo de los astros. Todo se hace fraterno y comunicante.
La diminuta hormiga, la brizna de hierba dulce sobre la que su mejilla otras veces descansa, no son distintas de
él mismo. Y él puede entenderlas y espiar su secreto sonido, que delicadamente es perceptible entre el rumor del trueno.
No creo que el poeta sea definido primordialmente por su labor de orfebre. La perfección de su obra es gradual aspiración
de su factura, y nada valdrá su mensaje si ofrece una tosca o inadecuada superficie a los hombres.
Pero la vaciedad no quedará salvada por el tenaz empeño del abrillantador del metal triste. Unos poetas – otro
problema es éste, y no de expresión sino de punto de arranque – son poetas de «minorías». Son artistas (no importa
el tamaño) que se dirigen al hombre atendiendo, cuando se caracterizan, a exquisitos temas estrictos, a refinadas
parcialidades (¡ qué delicados y profundos poemas hizo Mallarmé a los abanicos!); a decantadas esencias, del individuo
expresivo de nuestra minuciosa civilización.
Otros poetas (tampoco importa el tamaño) se dirigen a lo permanente del hombre. No a lo que refinadamente
diferencia, sino a lo que esencialmente une. Y si le ven en medio de su coetánea civilización, sienten su puro desnudo
irradiar inmutable bajo sus vestidos cansados. El amor, la tristeza, el odio o la muerte son invariables.
Estos poetas son poetas radicales y hablan a lo primario, a lo elemental humano. No pueden sentirse poetas
de «minorías». Entre ellos me cuento.
Por eso, el poeta que yo soy tiene, como digo vocación comunicativa. Quisiera hacerse oir desde cada pecho
humano, puesto que, de alguna manera, su voz es la voz de la colectividad, a la que el poeta presta, por un instante,
su boca arrebatada. De ahí la necesidad de ser entendido en otras lenguas, distintas a la suya de origen.
La poesía sólo en parte puede ser traducida. Pero desde esa zona de auténtico traslado, el poeta hace la
experiencia, realmente extraordinaria, de hablar de otro modo a otros hombres y de ser comprendido por ellos. Y
entonces ocurre un hecho inesperado. El lector se instala, como por milagro, en una cultura que en buena parte no
es la suya, pero desde la que siente palpitar con naturalidad su propio corazón, que de este modo se comunica y
vive en dos dimensiones de la realidad: la suya propia y la que le concede el nuevo asilo que le acoge.
Lo cual sigue siendo cierto, me parece, vuelto del revés, y referido, no al lector, sino al poeta vertido a otro
idioma. También el poeta se siente como esos personajes de los sueños que tienen, perfectamente identificadas,
dos personalidades distintas: Así el autor traducido que siente en sí dos personas: la que le confiere la nueva
vestidura verbal que ahora le cubre y la suya genuina, que, por debajo de la otra, aún insiste y es.
Termino así recabando para el poeta una representación simbólica: la de cifrar en su persona el anhelo de
solidaridad con los hombres, para cuyo logro fue instituido, precisamente, el Premio Nobel.
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