Aunque me esté muriendo por la boca y por el culo, como dicen que muere el pez,
me volvería a poner los ojos de los domingos, esos ojos con zapatos de charol en la mirada,
para ver pasar a las tías buenas antes de irme al hule.
Se sabe, ay, que las palabras no alcanzan para semejante realidad de paso y que sólo
servirían, quizá, unas contrapalabras que se pudieran utilizar una sola vez: antipalabras
de un solo uso, contrapalabras de usar y tirar, que es lo que hace (o hacía) el albañil desde
el andamio de la muerte cuando le soltaba (a la buenorra que pasaba o desfilaba ante él),
un piropo, un requiebro, un chicoleo, una flor:
‘te comería con ropa y todo, aunque me pasara un mes cagando trapos.’
El ángulo recto del hombro y el ángulo imposible del muslo, que sube o baja como dislocado
de belleza; cuando una mujer nos cautiva, ¿cómo discernir dónde empieza su sonrisa y dónde
termina su boca? ¿más ojos que mirada o más mirada que ojos?
Quién sabe, qué más da, yo estoy obsesionado con sus espléndidas rodillas de patricia romana
y en ellas se acaba el mundo para mí, aquí me quedo, que me entierren en su frente.
Se dice que los enamorados son unos merodeadores, y yo ya estoy enamorado de esta mujer,
no de un modo lírico, sino más bien ontológico, de ser a ser, de tú a tú.
Me he caído dentro de ella o ella se ha caído dentro de mí, que viene a ser lo mismo en este
orden de cosas.
‘Quién fuera bizco para verte dos veces, dos veces.’
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