Juliana está hermosa de casi todo, tendida sobre la arena, entre la hierba,
como una observadora casual, como una oteadora o, más sencillamente,
como una mujer más o menos arenícola que descansa en las entrañas del
tiempo planetario y dulce de la tarde, que a veces tiene una temperatura
elemental, anterior al frío y al calor, y que es más bien el estado de ánimo
de la tarde, y a veces tiene, además, un aroma eterno, entrañable, primordial,
tal vez destinado a los dioses.
Quizá la piel más dulce de Juliana o sus más tiernos cromosomas, reconozcan
o le recuerden todo eso que comparte con la tarde, todo eso que está en el pasado
común de las dos, de ella y de la tarde, pero no del pasado del tiempo, sino del
pasado de la eternidad.
Con una mujer de tales calibres, que está natural en medio de la naturaleza, es
más fácil, es menos difícil rasgar, romper, abrir lo que parecen las evidencias rotundas
de la realidad material e ir descubriendo que lo que parecía lleno está menos lleno, y lo
que parecía vacío está lleno o llenándose.
Se puede así ir haciendo una mística –muy informal- y descubrir que cada apariencia
es la apariencia de una nueva apariencia, y de esta manera, podemos ver, mirar a
Juliana con menos obstáculos, no tanto hacia adentro de su persona –que no es lo nuestro-,
sino hacia adentro de su belleza, aunque a veces los dos adentros se crucen,
afortunadamente.
Es difícil no detenerse a merodear ese culo que es más bien medio culo, un glúteo,
una nalga, sobre todo porque la perspectiva no es la habitual, y así podemos ver
el núcleo duro del culo, lo que el culo tiene de piedra, de insobornablemente sólido,
su hueso de melocotón.
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