Miss Brenda puede retrotraernos a la infancia más o menos temprana o tardía,
y quizá con más facilidad a las fantasías de la infancia que a la cruda realidad
de la escuela, por donde seguramente nunca pasó ninguna maestra que tuviese
algo en común con Miss Brenda.
Hay muchos detalles reconfortantes en esta escena: la manzana en la esquina
de la mesa no es el menor de ellos y la despintada bola del mundo, con esos colores
irrepetibles, es otro.
En relación con Miss Brenda, apenas ningún detalle de la cintura para abajo tiene
desperdicio: las medias con esa cadena de ojales en el lugar de la costura; las ligas
bien puestas, apretadas, tirantes, dividiendo el muslo altísimo en dos campos de juego,
con esa crueldad del negro cortando el blanco; el florero central de las enaguas o
de las bragas, con sus ondulaciones de adorno apretadas entre la falda y los muslos;
los zapatos de taconazo con la brida tobillera; ese alzarse general de Miss Brenda
para alcanzar la última esquina en un desequilibrio inestable que añade tres centímetros
más de espléndido muslo al regalo de su enorme gesto.
‘Señorita Anderson, para usted, para aquellas piernas doradas, para aquel ceceo que
todavía hoy, cincuenta años después, me hacen escribir historias de amor’- escribió el poeta.
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