Uno calla ante la sencillísima presencia de Rianne: sin mirada, sólo el color escaso
de su escasa piel, con ese negro opaco que le está devorando el pecho y el cuello
al ritmo de una geografía siniestra.
Lo más compacto son sus huesos, que la mantienen dura y viva contra el negro,
mientras su piel se va quedando retrasada en una fuga de luz y la va dejando sola,
desvaneciéndose, viuda, con un esqueleto triste, tanta oscuridad la va disolviendo
para dejarla en una piel que se apaga con el viento frío de la noche.
Ante presencias, ante figuras como la de Rianne, uno recapacita –por decirlo de algún
modo- y va cayendo en la cuenta de lo obvio —que no es lo evidente—.
Rianne parece penúltima, como un poco de fuego pálido, como la fuga de una escasa
luz que se desvanece, como unos retales de piel que el negro devora o sumerge.
Parece simple como la terrible espada de la belleza; parece elemental como una espiga
extraña, indócil, a la cruda luz de una vela se va quedando sin llama.
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