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Elisa tiene esa falta de luz de las escaleras pobres, de las últimas calles con una sola farola
fundida; tiene la seriedad triste de los lunes, llenos de realidad apagada.
La cara le está goteando en la meseta de la rodilla a lagrimones de nariz, a oscuros labios
como goterones, como un solo llanto poderoso y lento que acabará dejándola sin facciones,
sin rostro, con la cara vacía colgando de las orejas.
Elisa imagina sus cosas en blanco y negro, como cuando se hace de noche y las olas blancas
pierden la espuma. A veces sueña con madres infinitas, con madres que empiezan o terminan
más allá del horizonte, como esos caminos pedregosos que recorren la tierra.
Está planeando su pasado porque ella se siente anterior, desactualizada, y no sabe bien cuándo
se pondrá al día de sí misma, de manera que vive otra vez lo que ya ha vivido pero con la tremenda
ventaja de que sabe lo que va a pasar: lo quiere mejorado, perfecto.
Se trata de un asunto cornudo, porque a veces el pasado le hace una deriva inesperada, derrota
hacia el lado contrario, y entonces Elisa se plantea que no va por buen camino, que el método es
equivocado o inexacto.
Algunas tardes las ha vivido dieciséis, veinte, veinticinco veces, como si estuviera coleccionando
un álbum de la historia cotidiana de la humanidad, y a veces le entran ganas de cambiar el guión
previsto, de modificar los planes y dejarse llevar por la vida o por el tiempo o por lo que sea, pero
enseguida se arrepiente y se contiene, se mantiene, sigue con la neurótica pero segura repetición
del pasado.
Elisa tiene unos barrotes oscuros como los de los balcones o las jaulas, quizá para no caerse a la
calle, o para no escaparse de sí misma, o para no volar.
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