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Katrin está paseando planetariamente, junto al borde rojo de la tierra, a la intemperie,
donde soplan los vientos que vienen de las estrellas cargados del ancho sabor del universo.
Es la hora perpendicular del trigo y Katrin está hermosa en la simetría de sus documentos
generales, andando en bípedo hacia adelante y extraña, extraordinaria, asombrosa como
cualquier humano visto de pronto, sin guía de montaje ni manual de instrucciones.
Va, como una aceitunera altiva, preguntándose en el alma de quién, de quién son esos olivos.
Katrin se ha puesto el cuerpo de los domingos, que es de válvulas largas y de arranque natural,
y marcha por las tierras inmensas del planeta como si llevara tracción delantera.
Ha elegido andar, sobre las dos piernas bien puestas y suelta de brazos pares, como una
reina precoz apremiada por la vida, que reúne un organismo central a partir de los órganos dispares,
que reúne un órgano igual a partir de las quintas conciencias, que reúne una conciencia unitaria
a partir de un poco de luz y de un gramo oscuro de peso, tal vez sollozando, tal vez contando
con los dedos.
‘Tú padeces del diáfano antropoide, allá, cerca, donde está la tiniebla tenebrosa.
Tú das vuelta al sol, agarrándote el alma, extendiendo tus juanes corporales y ajustándote el cuello;
eso se ve’ –dijo el poeta con asombrosa precisión de visionario.
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