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Kendra va de elegante y puesta, de socialmente digna, algo como lo que deben de ser las castas
hindúes: va de exenta, de intocable, de cuidado que no sabes quién soy, de elegante oficial y amiga
de las fuerzas vivas de la ciudad.
Es, sobre todo, por la forma de situarse en la realidad (de la calle): todo esto que veis es mío o casi
mío o podría serlo si quisiera. Y esta convicción de superioridad se extiende, claro, a su forma de
moverse, de cruzar las piernas, a la distinción y al porte, a la manera de mirar (y de no mirar), a ese
(como) envaramiento que exige el saber estar.
Una señora bien vestida es una señora bien empaquetada, bien envuelta, pero una dama que
viste bien mantiene cierto grado de libertad en relación con su ropa: la usa porque ella no es su atuendo,
no se confunde con su abrigo ni con su pulsera de diamantes, que son suyos, pero no son ella: ella es
más que todo eso, siempre.
Nos deja claro que viste bien no (sólo) por convención o por deber de clase, sino porque, por encima
de eso, le da la gana de vestir bien. Viene a recordarnos la enorme pero sutil distancia entre la esclavitud
–al dinero, al estatus, a las convenciones, a las apariencias, a la dignidad mal entendida- y la libertad
respecto a todo eso.
Además, Kendra, con todo esto, consigue estar (muy) hermosa.
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