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Kendra está fuera de lugar, fuera de su barrio, en unas calles de mediocridad y fracaso
donde la gente no tiene las cosas claras, quizá porque no acaban de entender nada o porque
ya lo han entendido todo, y Kendra se ha quedado, de pronto, quieta, parada en la acera,
tal vez pensando en esa pierna extendida que se mira, o en sus zapatos binarios, o en su
manera de hacer las cosas.
Tal vez en su infancia infantil hubo un edificio sucio y viejo como el que está a su espalda,
con unas escaleras como esas, por las que subió y bajó hasta cansarse, saludando uno a uno
a todos los vecinos —menos al del tercero, que era un pederasta guapo pero repugnante.
Y a la chiquilla que fue, ya en la pubertad comenzó a brotarle una belleza elegante que nadie
había sospechado que llevara tan bien plegada, debajo de la piel. Fue como si, a los doce años,
hubieran empezado a darle unas vitaminas de belleza, y la cosa no se detenía, porque siguió
con una depuración, con un redoble, con un embellecimiento de la ya considerable belleza,
hasta que el asunto se hizo ya excesivo, escandaloso, y su madre, la mañana de un martes
de primavera, la llevó al médico para que la curase de belleza. Kendra comenzó una nueva vida,
como si el destino se hubiera equivocado con ella y hubiese querido enmendar el error.
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‘Por eso vestiríame hoy de músico, chocaría con su alma que quedóse mirando a mi materia’ –dijo
el poeta con tremenda precisión-. Kendra no sabe si la vida le gusta más o menos: es un asunto
subjetivo y, en general, difícil. Está hermosa con una belleza de mujer que no iba para hermosa,
y así, tal vez, no se confunde, no se identifica con su belleza, ni cree que es una posesión suya:
posiblemente lleve la cuestión con más humildad o con más humanidad o con más comprensión
o con más soltura que otras mujeres hermosas.
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Tal vez se pregunta para qué, y se condena a muerte, envuelta en esos trapos blancos, o se pregunta
cuándo y cuándo, como si fuera dos, como si sacudiera su persona en otra persona, como si necesitara
unos lápices de colores que nadie le regala todavía.
Sobre su peso ya desnudo, parada al borde de una piedra, se siente simultánea, extrañamente dolorida
e infeliz, como si ya hubiera pasado lo peor o fuese socia de un selecto club de personas, cansada
del quinto hecho.
‘Volverás a tu huerto y a tu higuera; sobre los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera’
-dijo el poeta con terrible exactitud, como si hubiera conocido a Kendra.
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