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Olga tiene todavía la mirada imprecisa y empañada, todavía tierna, de cachorro.
Sus rasgos aún no se exigen, no se necesitan, no se obligan unos a otros; no hay todavía
un acuerdo –o un desacuerdo- de distancias y proporciones y líneas entre los ojos y la forma
de los labios, o entre la nariz y la misma nariz, que se autoobligue a la belleza.
Los trazos de la belleza son los mejores, los más perfectos entre todos los que pueden darse
entre dos puntos, entre dos ángulos, entre dos rincones. Las comisuras de la boca no pueden
quedar en el aire, en suspenso, colgadas, aguardando: tienen que buscar –o aceptar- una
relación con la barbilla o con las finas marcas de la sonrisa o con el reverso de los pómulos.
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La llanura, la meseta de la cara, con sus estribaciones y desfiladeros, tiene que compensar sus
vertientes y su simetría, cerrarse en el momento exacto, soltarse ligeramente un poco más allá.
No es solamente cuestión de centímetros –o milímetros-, sino también de direcciones, de cruces,
de áreas de remanso o de corriente: quizá de que un caudal muy lento, como el de la desembocadura
de un gran río, aflore a la superficie del rostro y, tal vez, se vuelva a sumergir a escasa distancia.
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Dos belleza pueden tener idénticos tamaños y proporciones faciales, las mismas direcciones de
sus elementos, iguales separaciones y convergencias o divergencias: en suma, ninguna diferencia
perceptible de una belleza en relación con la otra: pero una de ellas puede ser media, mediocre,
y la otra, sin embargo, excepcional, de primerísima línea.
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Olga tiene un bonito cabello: de color uniforme, liso y suave, obediente a las marcas. Su belleza sólo
necesita, quizá, que su carácter personal, contenido o expresado, tenga la fuerza suficiente y asome
y modifique la tensión de ciertos rasgos, y multiplique, así, su belleza.
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