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Olga se está enroscando con destreza el último pie mientras mira con interés la lejana distancia,
o el horizonte, que es más o menos lo que vemos en el reflejo del cristal: una tierra verde cloro
y, al fondo, al final, una franja azul oscuro que puede ser el mar océano.
Se ha puesto un pantalón multicolor ceñido que, con los altos tacones ocultos, le hace unas
piernísimas de ilimitada longitud. Lleva unos oros bonitos, regios, en la muñeca y en el cuello,
además de un trenzón más bien irregular pero suficiente.
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Sin motivo aparente, veo a Olga como una mujer transitoria, casual, quizá prescindible, que está
como perdiendo consistencia o disolviéndose en el aire. Dicho de otra forma: tal vez está en el lugar
o en el tiempo equivocado. Con otras palabras: todas las puertas están abiertas para que salga
y se vaya.
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Quizá es solamente un efecto de la luz, o de los fúnebres olores que no huelo, o tal vez se trata de
que tiene una estructura de ligereza y longitud, como un ave marina que echará a volar en cualquier
momento. O quizá es esa mirada de sus ojos sin color, inquieta, impaciente, que sólo parece desear
o esperar a que alguien se la lleve lejos de aquí, porque está viviendo un tiempo que no es el suyo,
y ya llega tarde a su vida, a su destino, que viene a ser un lugar intenso donde todo tiene otra densidad,
otro ritmo, y allí Olga tiene su sitio que ahora está vacío y por eso no le pasan las cosas que darían
sentido a su historia, ese tiempo pleno, urgente, en el que se están cruzando todos los trenes,
allí, donde viven y se aman las personas que le estaban destinadas.
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Aquí las cosas están tristes y desteñidas, enfermas, irritadas, siniestras, vacías.
Como ella: alterada, irreal, agrietada.
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