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A uno le dicen poca cosa las mujeres que se han decantado con claridad por la dulzura,
simplemente porque no acabo de acceder a su enigma —que sin duda poseen—, y tengo que
verlas, que mirarlas, redimensionando los anuncios publicitarios de sí mismas, ya que, en
vez de llevarlos en la zona subliminal, los adelantan a la percepción inmediata que quieren
ofrecernos.
Tanya está hermosa de pelo alborotado, encendido de color, y también de sonrisa baja, o que
se abre con el labio inferior de una boca bonita y de largas comisuras que alargan su sonrisa,
y la prolongan —virtualmente— subiendo hacia las orejas.
Se la ve más bien feliz, semiapoyada en esa puerta que parece un instrumento de tortura en
vez de ser simplemente una cosa que se abre y se cierra, ya para siempre.
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Tanya es un sorbo de leche con miel, pero qué hay, qué tiene dentro, detrás de la dulzura;
dónde comienzan sus sabores ácidos, amargos, salados; dónde empiezan sus escondidas líneas
de roña; dónde lleva el caracol rojo que sube y baja diciendo la verdad.
La mano, en gesto femenino, está puesta, dejada o caída sobre el hombro: una mano que le
hace de adorno en tamaño grande, como un broche o una estrella de cinco puntas.
‘Todos saben y no saben que la luz es tísica y la sombra gorda’ –dijo el poeta con precisión.
Tanya es, al mismo tiempo, ella y su sobrina preferida, y se miran a los ojos sintiendo cómo
y cuánto se quieren, una y otra vez, y se dicen con la mirada que no se separarían nunca, nunca.
El corral ya está silencioso, pero las gallinas todavía se están acostando.
Luego, más tarde, cuando sea la hora de dormir, Tanya, dosificada en tía, se tenderá haciendo
sólo el sonido de su mitad, sin dobleces ni hipocresías, disfrazada de lavandera para dormir mejor
y encontrar antes la puerta pequeña de la eternidad, para pesar menos o para hacerse la
encontradiza con su simplificado sexo, por si acaso, por si quizá, por lo otro.
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