Amanda tiene en contra todo el entorno campestre, que parece maligno o amenazante: dispuesto,

preparado para hacer con su corazón collares y anillos blancos, como si ella fuera la luna de la canción.

La paloma horrible vuela despacio. El mundo está azul, negro, quieto, como un hecho profundo clavado

de dientes. Los árboles aguardan o vigilan. Y esas piedras como calaveras desenterradas que han

levantado una pared.

Amanda se apoya en el metal de un vehículo muerto: demasiada herrumbre, demasiada herrumbre,

y las fronteras no están lejos.

Según el tratado del alma, está entre las velas apagadas y las velas encendidas: doliéndose de fuego

pero sufriendo de frío.

Amanda es hermosa como la asfixia de respirar con un pulmón ajeno o, como dijo mejor el poeta:

es hermosa como la dificultad de respirar en un cuarto cerrado.

Al pie del día, con su ser parado y su chaleco, son sus ojos, son sus ojos, son sus ojos los que nos

fascinan: es la mirada y la caída de los párpados: como si tuviera mucho sueño o estuviera muy cansada.

Necesita luz, mucha luz urgente, a faros, a farolas, a focos, a hogueras de llamas limpias que iluminen

ese lugar donde las hormigas empiezan a comerse el sol derribado, agonizante, que se desangra

apagado en el suelo como una cebolla, que se pudre como una ciruela.

Y Amanda: ¿dónde están sus bombones azules y su turbante?

Lo necesita todo ahora mismo, ahora mismo, cuando algo se está acabando.

 

 

 


 

 

 

 

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