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and one for my dame

 

A born salesman,

my father made all his dough

by selling wool to Fieldcrest, Woolrich and Faribo.

A born talker,

he could sell one hundred wet-down bales

of that white stuff. He could clock the miles and sales

and make it pay.

At home each sentence he would utter

had first pleased the buyer who’d paid him off in butter.

Each word

had been tried over and over, at any rate,

on the man who was sold by the man who filled my plate.

My father hovered

over the Yorkshire pudding and the beef:

a peddler, a hawker, a merchant and an Indian chief.

Roosevelt! Willkie! and war!

How suddenly gauche I was

with my old-maid heart and my funny teenage applause.

Each night at home

my father was in love with maps

while the radio fought its battles with Nazis and Japs.

Except when he hid

in his bedroom on a three-day drunk,

he typed out complex itineraries, packed his trunk,

his matched luggage

and pocketed a confirmed reservation,

his heart already pushing over the red routes of the nation.

I sit at my desk

each night with no place to go,

opening the wrinkled maps of Milwaukee and Buffalo,

the whole U.S.,

its cemeteries, its arbitrary time zones,

through routes like small veins, capitals like small stones.

He died on the road,

pushed from neck to back,

his white hanky signaling from the window of the Cadillac,

My husband,

as blue-eyed as a picture book, sells wool:

boxes of card waste, laps and rovings he can pull

to the thread

and say Leicester, Rambouillet, Merino,

a half-blood, it’s greasy and thick, yellow as old snow.

And when you drive off, my darling,

Yes, sir! Yes, sir! It’s one for my dame,

your sample cases branded with my father’s name,

your itinerary open,

its tolls ticking and greedy,

its highways built up like new loves, raw and speedy.

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y uno para mi señora

 

Un comerciante nato,

mi padre hizo mucha pasta

vendiendo lana a Fieldcrest, Woolrich, Whasta.

Un farsante nato,

podía vender cien balas empapadas

de aquella cosa blanca, calcular las millas y las ventas

facturadas

y ganar dinero.

En casa, cada frase que soltaba

había contentado antes a un cliente que, con mantequilla, le

pagaba.

Todas sus palabras

las había ensayado una vez tras otra, en cualquier formato,

en el hombre a quien vendía el que llenaba nuestro plato.

Mi padre sobrevolaba

sobre el pudin de Yorkshire y la carne de ternera

un feriante, ambulante, vendedor y jefe indio de tercera.

¡Roosevelt! ¡Willkie! ¡y la guerra!

Qué inepta me juzgaba

con mi corazón de solterona y mi aplauso de niña pava.

Cada noche en casa

mi padre se enamoraba de unos mapas rotos como harapos

mientras la emisora luchaba sus batallas con los nazis y los

japos.

Excepto cuando se escondió

en su dormitorio en una borrachera de tres días,

escribió itinerarios complicados, rellenó el maletero de

licorerías,

su equipaje a juego,

y guardó una reserva confirmada,

su corazón latiendo ya sobre las rutas rojas de su nación

amada.

Me siento a mi mesa

cada noche sin ningún lugar a dónde ir,

los arrugados mapas de Milwaukee y Búfalo de souvenir,

todo EE.UU.,

sus cementerios, sus absurdas líneas horarias,

a través de rutas como venas finas, capitales como piedras

funerarias.

Murió en la autopista,

golpeado de la nuca a la espalda,

su pañuelo blanco por la ventanilla de su Cadillac gualda,

Mi esposo,

de unos ojos tan azules como un álbum de fotografías,

comercia lana:

carretes, cajas y ovillos de los que estira, con desgana,

hasta alcanzar el hilo

y decir Leicester, Rambouillet, Merina,

cruzada, aceitosa y gruesa, amarilla como vieja nieve andina.

Y cuando vuelves a irte, mi amor,

¡Sí, señor! ¡Sí, señor! Y uno es para mi señora,

tus cajas de muestrarios con el nombre de mi padre escrito

por su cuidadora.

tu itinerario abierto,

sus peajes recaudando codiciosos,

sus autopistas levantadas como amores nuevos, crudos,

presurosos.

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January, 1962

Enero de 1962

 

 anne-sexton

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

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