la pobreza   [extracto]

 

/por antonio gamoneda/

 

 

 

 

 

Este relato incomprensible es lo que queda de nosotros.

 

A. G., Descripción de la mentira

 

 

el cuaderno

febrero, 2020

 

 

 

 

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Voy a iniciar la escritura —la reescritura— del que será, si llega a ser, mi segundo libro de memorias. Retorno a la voluntad que he llevado conmigo más de siete años; vuelvo a buscarme en el olvido. Forzaré el recuerdo y habrá hechos que reaparecerán incompletos o confusos; trataré de reconocer estados de conciencia y algunos se habrán hecho irreconocibles. Relataré estos extrañados recuerdos avisando que son dudosos. No sé qué más haré.

Hace menos de dos años rompí los folios de un original avanzado. Me di cuenta de que los hechos relatados no aparecían con el valor pretendido. Ahora no tendré otra ventaja que la experiencia de aquel fracaso.

Hace poco más de dos semanas hice otros folios, ocho o diez, tratando de conocer las torpezas que intervinieron aquella escritura. Estos folios son incompletos y desordenados, pero los voy a conservar como están; han tocado realidad y van a tener una función entre los que inicio ahora: darán cuenta de mis incertidumbres.

Incertidumbres. Apenas he escrito una página y ya me advierto indeciso. Vuelvo a decirme que no sé si puedo, si voy a escribir hasta alcanzar un final. Es la misma situación de mi trabajo anterior, el fracasado.

Mi escritura no sucede a una voluntad ni a un proyecto ciertamente construidos. Hay en mí —sigue habiendo en mí— latencias que me estorban. La escritura responde a una necesidad que incluye temor y que, probablemente, no incluye deseo. He entrado en una falsa ilación preguntándome y diciéndome lo que sucede, lo que me sucede. Estoy demorándome y, quizá, rehusando la liberación de recuerdos. Si trato de conocer mejor esta situación, mi pensamiento no se mueve; está anclado al conocimiento de su inmovilidad.

Un temor. Temo, me parece, la aparición de lo que ahora mismo no es más que una ausencia indefinida y un desasosiego; subyace y me hace retroceder ante la visión del pasado. Sí, ha de ser un temor: temo el encuentro con lo que necesito conocer.

Hecho este reconocimiento, sigo diciéndome que las causas van a reaparecer modificadas y las conductas deformes, que no podré restablecer mi pensamiento. Permanezco sin entrar en mi propósito.

He dado con el recuerdo de algunas decisiones anteriores y me detengo en lo que queda de ellas. Pudieron ser un despojamiento seguro: no aparecería en este libro ningún relato referido a Angelines, mi compañera desde hace sesenta años. No lo autorizó inicialmente y retiró la negativa cuando ya pensaba el libro sin ella. Entonces fui yo el que decidió no recuperar situaciones o sospechas de situaciones. Ahora dudo. Puedo ocultar gozos y sufrimientos convividos, experiencias de amor y desamor, pero no anularlos; de alguna manera, van a estar en la escritura.

 

Cuando tengo sus manos en las mías, advierto que son suaves y algo frías, como han sido siempre. También, menos intenso, en una suspensión aparentemente lejana, no aquí, donde está, subiendo hasta mí desde su piel, respiro el perfume que tenía su cuerpo cuando era una niña.

No sé si voy a decir los deseos y las negaciones de Angelines, ni las que fueron mis respuestas. Vivimos juntos. De alguna manera, vivimos el uno en el otro. Nos necesitamos. Somos dos ancianos. Debería bastar.

Debería bastar. Esta perspectiva es también dudosa. Yo no voy a mentir, pero el silencio puede ser una impostura. No sé bien cuándo la mentira lo es realmente. La propia palabra «mentira» es imprecisa; desconozco sus límites. Tendría que ir más allá de la lingüística para conocerlos.

 

 

Mi propósito está hecho, pero no acabado; no sé lo que voy a escribir ni cómo hacerlo. Habrá de decírmelo la propia escritura. ¿Qué escritura?

La realidad de una escritura se decide en la comprensión y el juicio de quien la lee. Mal o bien y quiera o no quiera, el escritor también se juzga. ¿Qué ocurre si los juicios que hace se niegan entre sí? Todas las lecturas son subjetivas y todas modifican la escritura. ¿Qué valor pueden tener los juicios que se hagan? Y, además, ¿soy yo un escritor?

Alguna vez he sido un escritor, pero pudiera no serlo o no querer serlo en esta ocasión. No tengo pensado nada para esta circunstancia.

La falsedad. La falsedad no es la mentira. En la escritura, la falsedad mayor es la irrealidad, que anula cualquiera otra posibilidad real del texto. Pero ¿qué irrealidad, la irrealidad de qué?

Estoy en indecisiones que no son profesionales ni estéticas. No las abandono, no hago nada eficaz para resolverlas y no sé si lo haré. Me sorprendo perdido en rodeos inacabados y en movimientos que me colocan otra vez en el mismo punto. Así ha sido también antes, pero esta vez podría ser la última. Por otra parte, he entrado en una doble interrogación que me molesta especialmente: ¿para qué y para quién escribir? Necesito hacerlo para mí, pero ¿es esta necesidad una causa suficiente?

 

En la mañana de un día ya lejano, subí al desván de mi casa de la calle Dámaso Merino. Entre enseres viejos, adelanté pasos hasta un arca arrinconada.

«¿Voy a abrir el arca? Estoy tratando de hacerlo». Algo semejante a esto pude pensar, pero creo que no lo pensé. La llave estaba puesta y el óxido la había soldado a las entrañas de la cerradura. Más de treinta años permaneció la llave sin que nadie la hiciese girar. Quince de estos años son los que el arca estuvo abandonada sobre la tarima del desván; arruinándose con la tarima, recogiendo la suciedad de las combustiones urbanas.

Las combustiones urbanas. Los residuos se dan ligados a hidrocarburos y monóxidos, y se adhieren a la madera en una película aparentemente discreta; suave, si no mostrase la violencia menuda de sus gránulos. La película se extiende en un color que, en la luz siempre oblicua, se degrada hasta hacerse innombrable. Se aproxima, resumiéndolo, a un cárdeno penetrado por puntos sombríos y tildes amarillas. Las lluvias ácidas y la nieve pasan entre las pizarras, y las pizarras cuecen la fórmula en el verano.

El arca no es grande. La compré a un anticuario de la carretera de los Cubos. Barata. Su madera —de castaño, me parece— tiene las venas en relieve, las bordean canalillos azules excavados por manos y lejías; es la lejía la que levanta los azules. Quince años anteriores a los del desván pudo estar, siempre a punto de caer, en una estantería insuficiente. Esto fue en la carbonera de la calle Particular.[/ezcol_2third_end]

 

 

 

Sé lo que hay en el arca. Lo sé en un recuento entorpecido por una vaguedad que habrá sido creciente sin llegar a ser olvido. Hay paquetes atados y hojas sueltas con textos impresos o mecanografiados y repetidos por vietnamitas; cuadernos con anotaciones rápidas —algunas son mías— que se leen con dificultad; objetos, menores casi todos; y fotografías. Las fotografías, mal reveladas, son de hombres que andan o han sido sorprendidos en posturas provisionales. En algunas tomas, el lugar es reconocible; está atravesado por los maderos y las cadenas del paso a nivel que había en la carretera de Zamora. Hay también dibujos de rostros apuntados con destreza. En casi todos, el arranque frontal de los cabellos, las cejas y el pliegue de la boca aparecen destacados.

Conozco el carácter de los textos, pero no puedo representarme los rostros de las fotografías ni de los dibujos. Tampoco acierto a recordar el uso o la condición de los objetos. Salvo de uno: una pistola Astra seiscientos. No hay ni hubo balas; nadie la tocó mientras la tuvimos nosotros. Ya no está en el arca.

Lo que no recuerdo lo sospecho, pero la sospecha se fragmenta en la diversidad y en una lejanía que yo mismo habré procurado. Mi voluntad de olvidar, si la tuve, habrá sido imperfecta; más semejante a una retirada que a una estrategia pensada para hacer desaparecer los recuerdos.

Subí al desván sabiendo quizá por qué subía, pero sin decírmelo ni pensarlo de manera precisa, como podría haber hecho un movimiento más sencillo o habitual. Ahora la determinación es difícil: no localizo la finalidad en un objeto; la finalidad se extravía en el contenido del arca y el extravío se extiende al resto del desván.

No iba a las estanterías metálicas, llenas de libros de los que no recuerdo ningún título; ni a las cajas, numerosas y grandes, de cartón amarillento, que tampoco sé lo que guardan (más libros sin interés, probablemente; también, es posible, correspondencia antigua). Las cajas no se distinguen unas de otras y parecen definitivamente cerradas con bandas adhesivas.

 

Cuando abrí la puerta, las sombras se alteraron con la que sería espantada de murciélago. Apenas adentrado, me detuve y permanecí en una quietud sin motivo, como si esperase el que habría de ser mi próximo movimiento. Unos segundos después estaba ante el arca tratando de que la llave girase.

 

Reconstruyo los minutos del desván buscando el motivo de mis movimientos o el sobresalto de un hallazgo revelador; trato de saber qué iba a buscar, o alguna particularidad del propósito. En el caso de que tuviera un propósito.

Pero no me interrogo con firmeza; flojeo en la que será pereza intelectual o desánimo; inicio una pregunta y me detengo antes de completarla. La pregunta se disuelve, pero no desaparece. No advierto en mí decisión ni indecisión.

Ya he anotado presencias de enseres en el desván. Las repito para fijarlas: las cajas, alineadas tan lejos —tan cerca de las paredes— como permite la caída del tejado (una sola vertiente con una claraboya); las estanterías, apretadas de libros; el comején extendido sobre las tarimas y las vigas (sobre una trama de vigas verticales, horizontales y cruzadas, tocadas superficialmente por la carcoma). Y el arca.

También están los pies y el cabecero de la que fue mi cama durante más de veinte años, una silla desvencijada de madera roja —es una de las que compró mi madre cuando dejamos la casa de Sergia— y una palangana con zonas de esmalte perdido que dejan ver trazas de óxido. La palangana retiene un fondo de agua rojiza.

No se dieron más accidentes que los aletazos del murciélago, las alteraciones de la sombra y mis pasos. Estuve intentando que la llave girase; lo hice con pequeños esfuerzos mecánicos, más suscitados por la resistencia de la cerradura que decididos por mí. A la imprecisa voluntad siguió el que pudo ser un temor; un temor sin motivo que quizá se nombre de otra manera. Fue suficiente para que retrocediese unos pasos y abandonase el desván. Esto fue todo y nada revela nada.

Bajé y me senté a la mesa de trabajo. No pensé ni me moví hasta que Angelines me llamó para almorzar.

Vinieron días en los que alguna vez recordé la mañana del desván sin entrar en detalles y sin preguntarme, como se hace cuando se recuerda algo sin importancia. Ahora no tengo nada más que anotar del arca ni de mi subida al desván. Tampoco lo tuve en el tiempo que siguió y no pensé en ello. La incógnita desapareció sin hacerse notar. Luego vino otro tiempo —poco tiempo— en que viví «obsesionado» (entrecomillo la palabra porque no pudo ser así, obsesionado es mucho decir) por la sospecha de una omisión o una renuncia cuyo carácter no terminé de decirme. Supongo que no quise decírmelo.

 

Mi escritura. Hasta aquí no es más que una expectativa y una voluntad inmovilizada. Desconozco las causas de la escritura y padezco el desconocimiento. Estas causas son, han de ser, una realidad vivida que suscita una escritura… viviente. Ésta es mi necesidad y esto es lo que tengo que conocer para poseerlo, para interrogarlo.

Una escritura viviente. ¿Qué quiero decir? ¿Una escritura que va a restablecer un origen y el origen va a ser un hecho conocido, irresuelto quizá? ¿Una escritura real y viviente por sí misma?

Pienso posibilidades distintas que pudieran ser opuestas entre sí. En cualquiera de los casos, será una escritura que sólo yo podré hacer. Pero me parece improbable.

Hay escritores —no digo literatos, digo escritores— que crearon realidad: Kafka, Juan de la Cruz, César Vallejo. Hay más que tienen sus nombres. No serán muchos, pero los habrá también desconocidos y anónimos. No sé nada de mí que pueda asimilarse a su potencia. A su potencia y a su naturaleza, no al talento literario ni a la maestría que tienen o no tienen.

De estos creadores no cabe decir que su escritura es buena, mala, insuficiente o hermosa. El valor de la escritura está en su especie, y no está en su buena o mala apariencia. Ni siquiera está en su lenguaje, aunque la pasión del lenguaje es, puede ser, una pasión real. No sé. Carece de sentido averiguar si la escritura de estos creadores tiene o no raíz en la vida: ella misma es la vida. Es una escritura infrecuente. Habrá casos en que ni siquiera es una escritura.

Una mínima ojeada a mis recursos y mis experiencias me retorna al conocimiento de que yo no alcanzo a escribir así y de que la literatura es mi única posibilidad. Siendo así, me habré agotado en esfuerzos inútiles (espero no encubrirlos o disfrazarlos; ni la situación ni los resultados). Me habré agotado y no habrá sido en un problema insoluble, sino en un problema inexistente (un problema sin solución no es un problema). Dicho de otra manera: me habré agotado en una imposibilidad.

 

 

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Voy a escribir. Sin problema, con problema, con la imposibilidad en el cuerpo del problema, si lo hay o creo que lo hay, ignorando la imposibilidad; ignorando también los límites de las representaciones y de las palabras.

¿Qué palabras? ¿Palabras inútiles para una realidad sin palabras?

Hay narradores —algunos serán magníficos narradores— que se interesan por la realidad y acuden a la verosimilitud o al realismo. Es confusión; una y otro son artificio. Las insuficientes palabras lo dicen esta vez: «veroimilitud», «realsmo», semejanza o inclinación a la realidad, no la realidad misma, su cuerpo.

Estoy escribiendo con razones que tienen más de divagación que de razón. Lo sé, pero no tengo otras.

¿Puede ser la imposibilidad el cauce o el fin de un proyecto? Supongo que no. Pero ¿cómo decidir una conducta cuando el fin y los cauces son desconocidos? Este tampoco es un buen razonamiento; es sólo una hipótesis incompleta y abierta al error.

Sí, va a ser un error, es un error. De acuerdo, es un error.

Un error no es necesariamente un fracaso. Si lo es, el significado real de la escritura será necesariamente el fracaso.

Lo que acabo de decir vuelve a ser poco razonable, pero que sea o no razonable es secundario: necesito la realidad como es y como no es.

 

 

En Nápoles, en noviembre, después de un vuelo incómodo, el taxi del Instituto Cervantes hizo dos horas veinte minutos sobre la carretera adoquinada y estrecha —siete kilómetros—, obra segura de la era Mussolini. Dos horas veinte minutos del aeropuerto al hotel, en saltos de tres o cuatro metros sobre la strada cubierta de coches rodando en el mismo sentido. ¿Qué son dos mil coches rodando durante dos horas veinte minutos siete kilómetros en el mismo sentido? ¿Son algo razonable? Puse el pie en el portal del Palazzo Alabardieri y estalló la ciática.

La ciática me tuvo cinco días en la cama del Palazzo Alabardieri y volví a España sin hacer las conferencias.

Estuve asistido. Un médico apenas barbado: ácido araquidónico, antiinflamatorios inyectables y cremas analgésicas. Un fisioterapeuta magnético: «Es un don de Dios. Yo no puedo hacer nada más». Y un enfermero —eficaz y algo sucio: inyecciones y limpieza intestinal. Doscientos diez euros.

Una hora después de llegar al Palazzo y de una insuficiente pastilla, se produjo un suceso. Me había arrojado a la cama sujetando las quejas con los dientes, se dio un mínimo alivio, llegó un primer entresueño y llegó también la primera «visita». Francamente memorable: era yo mismo. Flotaba —sonriendo, ligeramente traslúcido, bien trajeado, sin presencia alguna de color— medio metro más allá y por encima de mis pies descalzos. No hablamos, pero me sonreí largo y afectuoso. Sin prisa, salí suavemente a través de los cortinones morados. Una «visita» no más imposible que otras. Me vi amistoso y resultó agradable.

Los entresueños se repitieron. Tuve dos «visitas» más en la tarde, ya casi noche, ninguna con particularidades notables: dos señoras sucesivas, idénticas en la tonalidad azulada de su glamour. Indiferentes. Apenas sonreían. Las dos se fueron por la puerta de los servicios higiénicos.

 

He colocado en el texto una nota de viaje. Es biografía menor y no importa que aparezca descolocada; nadie puede asegurar que la sucesión temporal sea la mejor de las ordenaciones narrativas.

De las «visitas», puedo ir diciendo que se dan en entresueños ocasionales de siestas ocasionales. Siempre tengo los ojos abiertos en un despertar incompleto y veo con todos sus detalles mi habitación o el que sea espacio de la siesta (alguna vez, pocas, las «visitas» se han dado nocturnas), y aparece un «visitante» que es aún soñado. Alguna explicación psicoanalítica habrá de esta experiencia y de su mecánica, que se repite con unos componentes casi presumibles. Las «visitas» no son seguras, pero sí frecuentes. Tengo más fichas de viajes y de «visitas». Creo que daré otras muestras.

 

 

Al lenguaje en funciones de comunicación usual, sea interpersonal o literaria, se le atribuyen significados que se pretenden fijos y suficientes. El léxico así propuesto es el lenguaje establecido y acogido por academias y diccionarios. Esta atribución de significados definidos limita y congela precisamente los significados y las posibilidades de creación de significados.

Antes y más allá de estos establecimientos léxicos, existen las palabras instantáneas que, en el mismo acto de ser pronunciadas o escritas, inauguran o transfiguran su significado. Éste ya no es previsto; es el que les ha proporcionado instantáneamente su emisor. Así ocurre en los casos de un exabrupto o de un lamento, asociados a estados de ánimo. También es el caso de la palabra poética, asociada ésta a un estado pasional y a una voluntad creativa que afectan al mismo tiempo al ánimo, a la sensibilidad y al pensamiento. Es aquí donde tengo que hacer una reserva: es necesario distinguir las palabras instantáneas y esencialmente poéticas de aquéllas que puedan acompañarlas por razones expositivas o compositivas. Éstas son poéticas únicamente por una «impregnación» y una función contextuales; no lo son por sí mismas.

La palabra poética puede representar emociones, pensamiento y configuraciones estrictamente subjetivas. De esto se deduce que el lenguaje esencial poético es a su vez instantáneamente subjetivo. Lo afirmo contando con una experiencia que me lo prueba sensu contrario: en la escritura, cuando por abandono o por otra causa cesa en mí el dominio de la subjetividad, me extravío en textos y contextos y advierto la ausencia de la poesía.

En las que digo palabras instantáneas, la transfiguración procede de una causa individual inmediata. Su inaprensible conjunto supone la existencia de un lenguaje otro no establecido, no registrado ni consabido; potencialmente inteligible, pero ajeno a cualquier inteligibilidad normalizada. [/ezcol_2third][ezcol_1third_end][/ezcol_1third_end]

 

 

No padezco de solipsismos, creo. Contrariamente, me producen extrañeza y pesar mi clausura y mi soledad íntimas; estar yo solo en mí viviéndome, gestionándome y sabiéndome. Es una situación natural, pero es también una situación excesiva.

Lo que digo, valorando la conciencia y la sensación de sí mismo en su relatividad, puede no ser absolutamente igual en otras especies. Pienso en las abejas unánimes: el trabajo, la generación o la muerte se realizan en el que parece un solo acorde vivencial y un solo proyecto: un tutti innumerable, indisociable y único.

Yo deseo y me esfuerzo en que la realidad de mis palabras se realice en otros. Pero he dicho «mis palabras».

No puedo excluir que éstas, creadas en la clausura individual, sean sólo mías en una soledad semejante a la de aquella primera única palabra que originó la presencia intelectual de la realidad en el ser ya humano que la pronunció. O, dicho de otra manera: no puedo excluir la insuperable soledad de las palabras creadoras; la creación íntima individual es, parece ser, intransitiva.

Es verdad que el primate privilegiado logró comunicar su primera palabra, pero es cierto también que fue entonces, o muy poco después, cuando esta misma palabra, la más sola y subjetiva de las palabras, comenzó a objetivarse, a establecerse y a desnaturalizarse.

Esta objetivación y desnaturalización siguen cumpliéndose y despojando a la palabra de su realidad; la misma realidad que habría podido preservarse y comunicarse en el espacio de una natural y sostenida empatía.

 

Puesto a pensar la aventura de la palabra, se hace necesariamente sucesivo pensar que la objetivación de la palabra no se dio sola y exenta, ya que se produjo incorporada a otras objetivaciones. ¿Qué otras objetivaciones? Las que se identifican con el poder: la violencia (represión, guerra, explotación) y la retención y el dominio (de la propiedad, de la economía, de las estructuras y de los propios seres humanos).

Sucesivamente, el poder se configuró en gobiernos, religiones y leyes, y, simultáneamente o poco después, en ideologías. Éstas, también pronto, se tornaron formaciones políticas, y la última modalidad de la compactación de unas con otras, sea en China, en los Estados Unidos de América o en España (las diferencias son mera «coloración»), es la democracia. La democracia consolida, alberga y encubre los totalitarismos económicos, y se ha hecho «natural» identificar como democracia a lo que lleva dentro una dictadura.

Todas las formas mayores de objetivación se funden y confunden con formas de poder, y todas aparecen a partir de un hecho que nadie ha certificado inexistente ni imposible: la desaparición de una empatía original, desplazada al hacer suyo el hombre el instinto depredador y hacer de él proyecto consciente. Pienso que existen razones suficientes para estudiar la posible figura de un homo depraedator.

En su día, el sapiens (no me opongo a que sea otro antepasado) atendió pulsiones que aún serían ¿zoonóticas?, morbosamente irracionales, dicho en términos menos inseguros, y optó, casi accidentalmente, por la depredación, que había advertido «ventajosa» en otras especies más directamente depredadoras. Luego vino el perfeccionamiento histórico y en él permanecemos.

El hombre pudo optar por la empatía (el «miembro» más racional, creativo y generoso de la subjetividad humana), pero no lo hizo y fue toda la especie la que se equivocó permitiendo que se malograsen sus mejores posibilidades de racionalidad.

 

Quizá me he excedido entrando en realidades antropológicas que… me exceden. Me disgustaría haber hecho aburrido o insignificante un asunto de este tamaño. Sea como sea, no borro nada. Vuelvo a mis asuntos menores. Espero hacerlo en términos más aceptables.

Los periódicos hablan de un financiero venezolano, de Juan Carlos Escotet. El nombre ha levantado el recuerdo de la calle Renueva. Mi madre trataba con gentes de esta calle, la que va desde la estación del tren hullero hasta la muralla. Estaría yo en mis doce años cuando me tuvo castigado a ir tres días cada semana a la carbonería de Renueva a comprar un caldero de ovoides (polvo de hulla compactado en ovoides), el carbón más barato. Una puerta más allá de la carbonería estaba el piso de la familia Escotet, del que no recuerdo más que los crujidos en la tiniebla de la escalera. Con la madre Escotet tenía amistad la mía. Estaban muy pobres y era normal que Amelia hurgase en su propia pobreza para prestar a la madre Escotet. La última vez fueron diez pesetas. No las devolvieron porque los Escotet emigraron a Venezuela.

El financiero Escotet, «accidentalmente nacido en Madrid, de padre leonés», es propietario de Abanca Corporación Bancaria S. A. Inició su vida laboral en Caracas a la misma edad que yo y, como yo, haciendo los recados de una oficina bancaria. Su fortuna personal anda por los tres o cuatro mil millones de euros o de dólares, no recuerdo bien la anotación de la prensa. Supongo que está trasladando recursos a España. Él no recordará —no lo sabrá— las diez pesetas que su abuela no devolvió a mi madre.

 

 

 

 

 

 

 

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