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Francis Bacon

Study for self portrait

1964

Christies

 

 

 

No me gusta la gente que no se ríe: es gente frívola, aunque al bueno de Bacon, que en este

autorretrato tenía media cara comida por la lepra o por el ácido, no podemos reprocharle su

seriedad de expresión.

Además, no sabemos si se trata más bien de una quemadura: como cuando una piel se demora

sobre otra piel hasta encender una hoguera en la noche del amor.

Con todo, hay personas que en vez de tener una vida tienen un invierno.

O tal vez la civilización quiso matarlo así: troceándolo, a desgarrones, por partes.

Al parecer, la pasión obligaba a Francis a pensar en círculos; y quizá necesitaba sentirse: necesitaba

un anestésico para sentirse.

Por lo que sabemos, prefirió siempre que la gente lo rechazara por ser como era a que lo aceptaran

por lo que no era.

Al personal le interesa —si acaso— nuestro destino exterior; pero ¿a quién le interesó el destino interior

de Francis Bacon, que siempre hizo que la vida le fuera difícil, muy difícil?

Sin duda, podía aguantar mucha más realidad —y mucho más la realidad— que cualquier otro ser humano:

sus cuadros, a pesar o en contra de lo que se suele decir, no muestran otra cosa. Pintó muchos centenares

de lienzos descomunales, con una disciplina salvaje; no sabemos bien —ni siquiera él lo sabía— qué

buscaba, qué quiso encontrar en el hombre, en los hombres que desgarraba: se instaló en el mundo en

modo promiscuo y pintó unos cuadros extremadamente hermosos que tienen un exceso de evidencia pero

también una tremenda cantidad de enigma.

Francis fue un tipo bragado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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