balconcillos 19
Locutado por Tomás Galindo aquí.
¿Te acuerdas de cuando murió abraham? Sara estuvo toda la tarde hablando con él,
con un cadáver. Y cuando la escuchábamos sonreíamos mientras, al mismo tiempo,
nos secábamos las lágrimas. Te tienes que acordar, fue en este mismo tanatorio. La caja
de abraham se parecía mucho a la tuya.
Vaya, a albert quizá le gusta escribir poemas con sorpresa final, pero se trata de un
poema terrible, sí, la muerte, la muerte.
El bueno de pessoa le da la réplica con un poema de amor, quizá no menos terrible:
atento, que habla el príncipe, guarda silencio: un día, en un restaurante, fuera del espacio
y del tiempo, me sirvieron el amor como las tripas frías. Dije delicadamente al cocinero que
las prefería calientes, que las tripas (y eran a la manera de oporto) nunca se comen frías.
No comí, no pedí otra cosa, pedí la cuenta y salí a la calle. Pero si yo pedí amor, ¿por qué
me trajeron tripas (a la manera de oporto) frías? No es un plato que pueda comerse frío,
pero me lo trajeron frío. No me quejé, pero estaba frío. Nunca puede comerse frío, pero vino frío.
Lo que respondo cuando los muchachos me atacan con sus armas pesadas y, por decirlo
de algún modo, pretenden impresionarme, es siempre lo mismo: quiero el color rosa o la vida,
quiero el rojo o su amarillo frenético, quiero ese túnel donde el color se disuelve en el negro
falaz con que la muerte ríe en la boca, entre las frías escamas de unos peces amándose.
Ay, el temor a la muerte, ¿enmuerta? ¿te estás enmuertando? Será el miedo, con sombrero
negro, que esconde ratas en tu sangre.
Pero también conviene, ay, que en estos balconcillos a veces siniestros, escuches palabras
sosegadoras, quizá sosegadoras: siéntate en medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde de las ruinas: son nuestra única propiedad. El río desciende y yo sólo siento ahora el olor
del agua: sólo puedo darte el dolor de mis ojos, el azul capaz de matar y la luz que me acompaña, indefensa.
Si no quieres correr riesgos, has de irte de estos amenos balconcillos, de agradable clima,
con la seguridad de que ningún recuerdo se ha quedado dentro de ti. Puedes sentarte a
beber agua con el helecho, al caer la tarde: el helecho contemplará sus frondas y tú podrás
contemplar las tuyas. Si tu animal aúlla o tu ángel está preocupado, puedes empezar a
preguntar por la intemperie o puedes empezar a tocarte las manos: en cualquier caso,
tranquilízate y piensa que cualquier día podrás deshacerte de los significados, en el caso
de que se quedaran cortos –como se le van quedando pequeños los zapatos a un niño
cuando crece-, porque cada cosa es ella misma y, además, un huevo, sí.
Ya sabes, ya sabes que aquí vivimos la vida sin pantuflas ni paralelos, gallardamente;
estamos a favor y en contra de la unidad y sabemos –por sentido común- que nuestros
cerebros se convertirán en blandos cojines blanquecinos, de forma que nos iremos acercando
a la figura precisa de una puerta que, en un edificio en ruinas, cuelga desvencijada de la única
bisagra que le queda. Dentro de nuestros ojos hay un caballo, el padre de los que después
aprendieron a llorar, ay, y también vamos sabiendo que la muerte está hecha de sillas y
de atardeceres extra.
Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte.
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