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Textos para nada II
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SAMUEL BECKETT
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Allá arriba la luz, los elementos, una especie de luz, la suficiente para ver, los vivos se encaminan,
sin demasiada dificultad, se evitan, se unen, evitan los obstáculos, sin demasiada dificultad, buscan
con los ojos, cierran los ojos, detenidos, sin detenerse, entre los elementos, los vivos. A menos que
eso haya cambiado, a menos que eso haya terminado. Las cosas también deben estar allí todavía,
un poco más gastadas, un poco más menguadas, muchas en el mismo lugar que en tiempos de su
indiferencia. Aquí es otro cantar, pronto también inhabitable, va a ser preciso dejarlo. Uno está allí,
dondequiera que uno esté será inhabitable, eso es. Entonces marcharse, no, mejor permanecer.
Porque, marcharse, ¿adonde, una vez se está establecido? ¿Volver allá arriba? ¿A pesar de todo?
En esta especie de luz. Volver a ver los acantilados, estar aún entre el mar y los acantilados, lanzarse
a derecha e izquierda, la cabeza hundida entre los hombros, las manos apretadas contra las orejas,
rápido, inocente, equívoco, nocivo. Buscar, a la luz de la noche, excesiva, una necesidad a la altura
del ofrecimiento, y esconderse, fracasado, al amanecer, con el nuevo día. Volver a ver a Madame Calvet,
desnatando las basuras, antes de que pasen los basureros. Madame Calvet. Aún debe estar allí. Con
su perro y su landó esquelético. Qué más soportable. Se hablaba en voz baja, murmuraba, Mi presidente,
mi príncipe. Llevaba una especie de tridente. El perro se ponía a dos patas, se cogía al reborde del cubo
de la basura, husmeaba en él al mismo tiempo que ella. La molestaba, ella lo dejaba hacer, diciendo, Sucio
animal. Un buen recuerdo. Madame Calvet. Sabía lo que quería, quizás incluso lo que hubiera querido. Y
la belleza, la fuerza, la inteligencia, del día, cada día, la acción, la poesía, a elección, para todos. Si al
menos hubiera modo de ignorarlo. Haber sufrido bajo esta miserable claridad, qué error. No mostraba nada,
de terrible, nada se mostraba en ella, del verdadero asunto, se habría extinguido. Y ahora aquí, qué ahora
aquí, un inmenso segundo, como en el paraíso, y el espíritu lento, lento, casi inmóvil. Sin embargo, cambia,
algo cambia, debe ser en la cabeza, en la cabeza lentamente la muñeca que se arruga, las veces que uno
estaría en una cabeza, está oscuro como en una cabeza, antes de que los gusanos se introduzcan en ella.
Celda de marfil. Las palabras también, lentas, lentas, el sujeto muere antes de llegar al verbo, las palabras
también se detienen. ¿Mejor así, pues, que en los tiempos de la locuacidad? Eso es, eso es, el lado bueno.
Y la ausencia de los otros, ¿nada significa? Bah, los otros, los otros no existen, eso jamás ha molestado a
nadie. Además, aquí deben de haber, otros otros, invisibles, mudos, no importa. Sin embargo, nos escondíamos
de ellos, pasábamos rozando sus muros, es verdad, aquí falta esto, los derivativos faltan, aquí está lo malo,
bah, eso se decía allá arriba, sinapismo viviente. Mientras las palabras salgan nada cambiará, ahí están las
viejas palabras sueltas aún. Hablar, no hay más, hablar, vaciarse, aquí como siempre, no hay más. Pero las
palabras se agotan, es verdad, esto cambia todo, salen mal, malo, malo. O es el temor de llegar a las últimas
palabras, de saldar las cuentas, antes del fin, no, porque ese sería el fin, a fin de cuentas, no es seguro. Tener
que gemir, sin poder hacerlo, ay, más vale reprimirse, acechar la buena agonía, es engañosa, creemos estar
en ella, aullamos, resucitamos, aullidos benéficos, mejor callarse, es el único medio si se quiere reventar, no
decir ni pío, reventar quebrándose de imprecaciones reprimidas, explotar mudo, todo es posible, la continuación.
No es la muerte, no es la tumba, ni mucho menos, no puede ser la tumba, sería demasiado. Allá arriba quizá
sea verano, quizá sea domingo, un domingo de verano. Monsieur Joly está en el campanario, ha dado cuerda
al reloj, ahora hace sonar las campanas. Monsieur Joly. Sólo tenía una pierna y media. Domingo. No era necesario
salir. Las carreteras estaban oscuras, las carreteras tantas veces amigas. Aquí, al menos, nada de todo eso, ni
hablar de creador, y en cuanto a la naturaleza, es vaga. Algo seco, es posible, o líquido, o barro, como antes de
la vida. ¿Es aire, a veces casi audible, esto que todavía nos ahoga?, es posible, una especie de aire. Qué ha
pasado exactamente, exactamente, ah vieja risa de xantina, lo que faltaba, no, buen viaje, nunca ha sido divertido.
No, pero un último recuerdo, el último, puede ayudar, a fracasar otra vez. Piers, empujando sus bueyes por la
planicie, no, pues al final del surco alzó los ojos, antes de dar media vuelta, al cielo y dijo, Se acabó el buen tiempo.
Y efectivamente, ahí estaba, poco después, la nieve. Equivale a decir que la noche estaba oscura, por fin, había
caído, pues no, a pesar del cielo cubierto. Era largo el camino que conducía al refugio, cruzando los campos, tortuoso,
todavía debe estar allí. Llegado al borde del acantilado, se arroja, diríase que enloquecido, pero no, astutamente,
como una cabra, formando bruscos recodos hacia la playa. Nunca el mar había tronado desde tan lejos, el mar
bajo la nieve, aunque los superlativos ya no tengan mucho encanto. La jornada no había sido fructuosa, como era
de esperar, dada la estación, la de los últimos puerros. Sin embargo era el retorno, poco importa cuál, el retorno,
salvo, nunca se vuelve. ¿Lo que ha sucedido? ¿Un encuentro? ¿¡Pam!? No. Cerca de la granja de los hermanos
Graves, corta parada frente a la ventana iluminada. Una luz, roja, a lo lejos, la noche, el invierno, merece la pena,
tenía que merecer la pena. Ya está, hecho, esto termina aquí, yo termino aquí. Un recuerdo lejano, lejos de los
últimos, es posible, todavía tenemos un aspecto bastante ágil. Lástima que haya muerto la esperanza. No. Cómo
esperábamos allá arriba, por momentos. Con qué diversidad.
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Textos para nada, II
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Textos para nada consta de 13 fragmentos escritos en 1950-51
en los que Beckett despoja a la literatura de todo artificio y se aproxima,
en una búsqueda obsesiva, a lo que yace detrás de las palabras,
ya sea la verdad o el vacío.
Fue el propio Beckett el que tradujo al inglés todas las secciones que
conforman el libro hasta que se publicó en esta lengua en 1967.
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