En El Dominical de El Comercio,

Perú, 5 de agosto 2001

 

 

 

 

  blanca varela

 

antes de escribir estas líneas

 

 

 

 

 

 

Antes de escribir estas líneas durante varios días dejé un papel en blanco sobre la mesa. Lo miraba en las mañanas cuando salía a mis obligaciones, y allí estaba: blanco, rectangular y vacío.

Cuando regresaba por las noches continuaba exactamente igual. Nada lo había alterado. Seguía en el mismo sitio: blanco, rectangular y vacío.

Transcurrieron algunos días y, finalmente, perdí las esperanzas y comprendí que nadie lo haría por mí. Tenía que escribir lo que estoy leyéndoles. Estas pocas palabras en las que he tratado con enorme dificultad de hablar sobre un tema que no domino y que me produce un gran pudor: me estoy refiriendo a mi trabajo de muchos años, a mi poesía.

Encontrar una coherencia entre estos textos y las circunstancias en que han sido escritos sería lo indicado. Ejercitar lo que Roger Caillois llama «la imaginación justa». Es decir, poner los pies en algún lugar de la realidad y repetir en este pequeño testimonio lo que creo haber perseguido siempre con la escritura: no evadir la realidad sino explorarla, encontrarle un sentido, convivir con ella, asumirla.

Terminada esta frase, me doy cuenta de mi pretensión, pues sé perfectamente que no lograré este propósito, en la misma medida en que mi poesía tampoco lo ha conseguido jamás.

Este acoso de la realidad al que hago mención no es sino un pretexto más para continuar creyendo que podemos librarnos de ella, de ser «otros» y no aceptar que es ella la que produce nuestros fantasmas, obsesiones y deseos. Que es ella la única que dicta nuestros crímenes o nuestros sueños.

Alguien ha dicho algo que para mí es cierto: que la poesía es un vicio que se adquiere con la infancia. También es cierto que algunos se curan con los años, y que otros quedamos enredados para siempre en sus buenas o malas artes.

En mi caso particular todo comenzó desde muy niña, como un juego secreto y obsesivo. Recuerdo claramente que no me gustaba mucho lo que me rodeaba y que, al mismo tiempo, me gustaban demasiado las palabras, su sinsentido, su música.

Recuerdo, también, que podía y solía repetir una misma palabra durante mucho rato, palabras especiales que tenían una rara fascinación en mis oídos y en mi mente. Las repetía si fatiga, las decía al revés, tan rápido como me fuera posible. O demasiado despacio, alargándolas, estirándolas, adelgazándolas. También podía usarlas para lo que no se debía, o invertía sus sílabas o cambiaba sus acentos, sin otra regla que mi humor o mi voluntad.

Más tarde, cerca de la adolescencia, estas palabras -no las de todos los días, sino las de mi pequeño juego- comenzaron a adquirir su propio sentido y, cuando no lo encontraban, a reclamarlo.

Vinieron las frecuentes y numerosas preguntas de esa edad, y la evidente sorpresa de los mayores. Nada ni nadie conseguía aplacar mis temores ni satisfacer mis dudas.

 

 

 

      Entonces, opté por responderme a mí misma, buscándole una variación a mi viejo juego: escondiéndome en lo que se podía llamar mi propio discurso, trataba de confundirme con algo o alguien diferente y de hablar con otra voz en la que me esforzaba en no reconocer la mía.

Así, poco a poco, me fui aventurando en una región cada vez más imprecisa y delgada de mi pensamiento. Siempre movida por estas pequeñas palabras y sonidos que inventaba, aprendía a irme cada vez un poco más lejos de los objetos y de los gestos y también aprendí a regresar acompañada por pequeños objetos, extraños restos, fragmentos de cosas misteriosas y aparentemente irreconocibles.

Con estos intentos de poemas en mis cuadernos, pasé por la escuela y llegué a la universidad.

Conocer a Sebastián Salazar Bondy, recién llegada a la universidad y frecuentar a través de él a un grupo de jóvenes poetas, fue toda una revelación para mí y un cambio fundamental en mi vida. Lecturas, conversaciones y discusiones apasionantes, comenzaron a llenar los días, las tardes y las noches.

En contraste con mi experiencia propiamente dicha de estudiante en un mundo de hombres – experiencia que no fue especialmente grata ni fácil en el mundo de la universidad peruana de mediados de los cuarenta-, mi entrada al grupo de los jóvenes escritores que he mencionado fue absolutamente natural. De inmediato me sentí aceptada sin reparos, no obstante mi escasísimo o ningún mérito. Me prestaron los libros que leían y así fui descubriendo autores desconocidos en lecturas voraces, incesantes, renovadas y muy poco ortodoxas. Lecturas que no vinieron solas, sino acompañadas con un interés común por la pintura, la música y el teatro.

Recuerdo aún las pálidas reproducciones que nos permitieron descubrir el cubismo y confundir como se debe a Braque con Picasso y a Picasso con Juan Gris. También aquellas largas sesiones de música, escuchando por primerísima vez a Schöenberg o Bartok; y cómo, no obstante la precariedad económica de nuestros bolsillos de estudiantes, tratábamos de no perdernos el estreno de alguna pieza de teatro que nos interesaba.

Pero esto no fue todo, pues le debo a Sebastián Salazar Bondy algo más. Gracias a él conocí, por primera vez también, a escritores de carne y hueso; poetas y novelistas que caminaban por las calles de Lima. Los mayores, los mejores, que siempre había admirado y mirado de lejos con un respeto casi reverencial. Entre ellos, dos en particular: un novelista y un poeta. O, mejor dicho, dos poetas quienes nos revelaron cosas muy diferentes pero igualmente valiosas.

Esta vez he hablado en plural porque creo que esta experiencia fue común a toda mi generación. Me estoy refiriendo a José María Arguedas y a Emilio Adolfo Westphalen, y a sus respectivas obras y personalidades. La poesía que escribo no sería la que es sin esas dos influencias que jamás se me impusieron de manera inmediata ni anecdótica, sino, más bien, en esa forma sutil, misteriosa, velada y alusiva, con que suele trabajar en nuestro subconsciente la realidad: creando ecos, correspondencias y formas que la imaginación puede trabajar y devolver trasmutados, convertidos en escritura.

Si bien es cierto que ya había tenido noticias, por pequeñas lecturas previas, de la existencia histórica de André Breton y su grupo, Westphalen significó la encarnación viva y próxima del surrealismo, su libertad y su rigor. El mundo -mi mundo- se hizo mayor, más grande y respirable gracias a la lectura de su poesía. No sólo era la belleza de las imágenes lo que me seducía, ni lo insólito de ellas ni la posibilidad de encuentros con el azar. Había en la lección de surrelismo que me daba Westphalen, algo que trascendía la pura literatura, y que tenía que ver con la dignidad del espíritu y de la inteligencia.

Por otro camino, no fue menor ni menos importante la enseñanza de Arguedas. Su manera de vivir, de hablar, de ver el mundo, y especialmente su obra constituyeron la revelación de una verdad oscura, dolorosa e impronunciable, con la que hemos nacido todos los peruanos, aunque pretendamos ignorarla.

A él le debe mi poesía no la forma ni la intención inmediata, sino su paisaje más profundo, algo semejante a la sangre o las raíces. Algo que más tarde, mucho más tarde, en París, se convirtió en mi primer poema legible y adulto, al cual titulé en secreto homenaje a Arguedas: «Puerto Supe».

He mencionado París, que fue una etapa definitiva de mi aventura. A partir de allí, de París, ya no pude volver atrás.

 

 

   

Siempre he pensado que el destino ha sido demasiado generoso conmigo, en lo que se refiere a mi vocación por la literatura, pues siempre la ha alimentado con extraordinarios encuentros y amistades. Existen, es verdad, un instinto y un azar «electivos». Sólo así puedo explicarme también por qué tuve la suerte de toparme durante aquel frío y oscuro invierno de un París de posguerra con una persona como Octavio Paz. Sin su ejemplo, jamás hubiera perseverado en mi empeño de escribir poesía, o tal vez hubiera pasado a su lado maltratándola, confundiéndola, traicionándola. Y en verdad no me estoy refiriendo en absoluto a los resultados, sino a la intención que se puede o debe tener frente a ella. Intención presentida ya en la actitud de Westphalen.

A través de Paz y del poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, comprendí y aprendí que la poesía es un trabajo de todos los días, y que no la elegimos sino que nos elige, que no nos pertenece sino que le pertenecemos, que no es otra cosa que la realidad y a la vez su única y legítima puerta de escape.

En un ensayo, en el que se refiere precisamente a esa época, Octavio Paz ha contado cuál fue la experiencia de un grupo de personas, escritores y artistas en su mayoría latinoamericanos, que compartió con él aquellos tiempos poco felices que significaron los años inmediatamente posteriores a la última guerra. Habla de un túnel largo que se abrió ante nosotros, un túnel que exploramos juntos «como se explora un continente desierto, una enfermedad, una prisión».

Es verdad, como lo dice, que aprendimos no sólo a conocer nuestro túnel, sino reconocerlo y aceptarlo. Algunos usamos la poesía, y la continuamos usando todavía con ese propósito. Se trataba y se trata de darle nombre a todas las sombras, a todos los fantasmas de ese túnel; de domesticarlos con la palabra o con el canto, de confundirnos con ellos, de ser ellos, de asumirlos. Para mí no fueron tan claras las cosas en un primer momento. Sumé mi pequeña voz a ese coro de los mejores. Los imité. Desentoné como se debe, seguí escribiendo.

Si es cierto que conocí al Breton de los libros y los manifiestos por obra de Westphalen, la amistad de Paz me permitió acercarme a él de otra manera y sentarme a su mesa en el café de la Place Blanche. Allí pude escucharlo a mis anchas y admirar la majestad leonina de sus gestos y de su mirada.

Pero París tenía que acabarse. Era como si se hubiera terminado, agotado un tiempo, un ciclo, y que en otro lado del mundo, justamente desde donde había partido, en el Perú, me estuviera esperando lo que precisamente había salido a buscar. Florencia fue la ciudad de salida, la de los adioses, la de las mejores revelaciones, que siempre, helas, son las últimas. Pero no se trata de un regreso forzado sino de una elección alimentada por un propósito.

Propósito de preservar una recién nacida identidad, que tenía que ver profundamente con lo que estaba tratando de expresar con mis poemas.

Fue también por eso, seguramente, que ya desde antes había estado tratando de no perderme en el vértigo de aquellos tiempos, de no ser devorada por un mundo que me era extraño, con otra lengua, otras costumbres, otros dioses y otros muertos.

En aquel trance había echado mano a lo único que, en ese magnífico caos, reconocí como mío: mi memoria. Y traté de recordar los cantos peruanos, lejanísimos y misteriosos de Arguedas, y de nombrar y recrear mis paisajes de infancia, y llevar mis animales y mis astros, enormemente altos y distantes, hasta mi pequeña ventana de la Rue de Laneau, en pleno Barrio Latino.

Lo que pasó después, lo demás, si no está escondido entre mis poemas, está entonces definitivamente perdido. Hablo de lo que hace la vida de cualquier persona, de cualquier mujer, como es mi caso. La casa, el amor, los niños, la lectura, la música, los viajes, la ciudad, y también el tedio, el dolor, la impotencia, la soledad y el silencio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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