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El jockey llegó a la puerta del comedor; después de un momento entró y se puso a un lado, quieto, con la espalda apoyada contra la pared. El local estaba lleno; era ya el tercer día de la temporada y todos los hoteles de la ciudad estaban repletos.
En el comedor, unos ramitos de rosas de agosto habían dejado caer pétalos sobre los manteles blancos y desde el bar cercano llegaba un sonido de voces cálido y ronco. El jockey esperaba con la espalda pegada a la pared y observaba el comedor con ojos apretados, rugosos. Examinó la habitación y su mirada llegó hasta una mesa de la esquina de enfrente en la que estaban sentados tres hombres.
Observando, el jockey levantó la barbilla y echó la cabeza hacia un lado; su cuerpo de enano se irguió rígido y apretó las manos con los dedos curvos hacia dentro como garfios de hierro. Así, en tensión, contra la pared del comedor, miraba y esperaba.
Aquella tarde llevaba un traje de seda china verde bien cortado a medida y del tamaño de un disfraz de niño. La camisa era amarilla; la corbata a rayas, de colores pastel. Iba sin sombrero y llevaba el pelo cepillado hacia la frente en una especie de flequillo mojado y tieso. Su rostro era chupado, gris y sin edad. Había hoyos de sombra en sus sienes y sus labios se crispaban en una sonrisa forzada. Después de un rato se dio cuenta de que le había visto uno de los tres hombres que él había mirado.
Pero el jockey no saludó con la cabeza, levantó más la barbilla y metió el pulgar de su mano rígida en el bolsillo del chaleco. Los tres hombres de la mesa de la esquina eran un entrenador, un corredor de apuestas y un hombre rico.
El entrenador era Sylvester, un sujeto grandote, desgarbado, de nariz brillante y lentos ojos azules. El de las apuestas era Simmons. El hombre rico era el dueño de un caballo que se llamaba Seltzer, con el que el jockey había corrido aquella tarde. Los tres bebían whisky con soda, y un camarero uniformado con chaqueta blanca acababa de traer el plato principal de la cena.
Fue Sylvester el primero que vio al jockey. Desvió la vista en seguida, dejó su vaso de whisky y se frotó nervioso la punta de la nariz enrojecida.
—Es Bitsy Barlow —dijo—. Está ahí, al otro lado del comedor, mirándonos.
—¡Ah, el jockey! —dijo el hombre rico. Estaba de cara a la pared y casi dio media vuelta para mirar hacia atrás—. Dile que venga.
—¡No, por Dios! —dijo Sylvester.
—Está loco —dijo Simmons.
La voz del corredor de apuestas era opaca y sin inflexiones. Tenía la cara de un jugador nato, ajustada cuidadosamente su expresión en equilibrio permanente de miedo y codicia.
—Bueno, yo no le llamaría eso precisamente —dijo Sylvester—. Le conozco desde hace tiempo. Estaba estupendamente hasta hace unos seis meses. Pero si sigue así, me parece que no dura otros seis meses, no puede.
—Fue aquello que le pasó en Miami —dijo Simmons.
—¿Qué? —preguntó el hombre rico.
Sylvester echó una mirada al jockey a través del comedor y se humedeció los labios con la lengua roja y carnosa.
—Un accidente. Un chico que se hirió en la pista. Se rompió una pierna y la cadera. Era muy amigo de Bitsy. Un irlandés. No era mal jinete tampoco.
—Es una pena —dijo el hombre rico.
—Sí. Eran muy amigos —dijo Sylvester—. Estaba siempre en el hotel en el cuarto de Bitsy. Solían jugar al póquer o se tumbaban en el suelo a leer juntos la página de deportes.
—Bueno, son cosas que pasan —dijo el hombre rico.
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Simmons cortaba su filete. Tenía el tenedor sobre el plato y amontonaba cuidadosamente sobre él las setas con la hoja del cuchillo.
—Está loco —repetía—. A mí me pone nervioso.
Estaban ocupadas todas las mesas del comedor. En la mesa del centro había un grupo de fiesta y las mariposas blancas y verdes habían entrado desde la noche y revoloteaban alrededor de las llamas claras de las velas. Dos chicas con pantalones de franela y chaquetas sueltas entraron del brazo y fueron al bar. De la calle principal llegaban los ecos de la histérica barahúnda de la gente en vacación.
—Aseguran que Saratoga es en agosto la ciudad más rica del mundo por cabeza —dijo Sylvester dirigiéndose al hombre rico—. ¿A usted qué le parece?
—No sé —dijo el hombre rico—. Podría serlo muy bien. Simmons se limpió cuidadosamente la boca grasienta con la punta del índice.
—¿Y qué pasa con Hollywood? ¿Y Wall Street?
—Calla —dijo Sylvester—. Viene hacia acá.
El jockey había dejado la pared y se acercaba a la mesa de la esquina. Andaba pavoneándose, presumido, lanzando las piernas en un semicírculo a cada paso, taconeando viva y petulantemente sobre la alfombra de terciopelo rojo. Al andar se dio contra el codo de una mujer gorda vestida de satén blanco, que estaba en la mesa del banquete; el jockey retrocedió y se inclinó con cortesía estudiada, los ojos bien cerrados.
Cuando hubo cruzado el comedor, acercó una silla y se sentó en una esquina de la mesa, entre Sylvester y el hombre rico, sin hacer el menor saludo ni cambiar en lo más mínimo su rostro gris e inmóvil.
—¿Has cenado? —preguntó Sylvester.
—Algunos lo llamarían cenar —la voz del jockey era alta, clara y amarga.
Sylvester puso el cuchillo y el tenedor cuidadosamente sobre el plato. El hombre rico cambió de postura, poniéndose de lado en la silla y cruzando las piernas. Llevaba pantalones grises de montar, las botas sucias y una chaqueta marrón muy estropeada. Ése era su atuendo día y noche durante las carreras, aunque nadie le había visto nunca a caballo. Simmons siguió con su cena.
—¿Quieres un poco de seltz? —preguntó Sylvester—. ¿O algo por el estilo?
El jockey no contestó. Sacó una petaca de oro del bolsillo y la abrió de golpe. Dentro había algunos pitillos y una navajita de oro minúscula. Usaba la navaja para cortar en dos los cigarrillos.
Cuando hubo encendido el pitillo, levantó la mano llamando al camarero que pasaba junto a la mesa.
—Un whisky, por favor.
—Mira, chico —dijo Sylvester.
—No me llame chico.
—Sé razonable. Sabes que tienes que ser razonable.
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El jockey hizo una mueca rígida con el extremo izquierdo de la boca. Bajó los ojos mirando la comida que había encima de la mesa, pero los levantó en seguida. Delante del hombre rico había una cazuelita de pescado asado con salsa de crema y adornado con perejil. Sylvester había pedido unos huevos «Benedict». Había espárragos, maíz tostado con mantequilla y un platito con aceitunas negras. Había una fuente de patatas fritas en la esquina de la mesa, delante del jockey. No miró más la comida. Fijaba sus ojos apretados en el centro de mesa con rosas abiertas.
—Me figuro que no se acordarán de cierta persona que se llamaba McGuire —dijo.
—Oye, mira, —dijo Sylvester.
El camarero trajo el whisky y el jockey se sentó acariciando el vaso con sus manos pequeñas, fuertes y callosas. En la muñeca llevaba una cadena de oro que golpeaba contra el borde de la mesa.
Después de dar vueltas al vaso entre las palmas de las manos, se bebió de pronto el whisky en dos tragos. Dejó el vaso con aire decidido.
—No, no creo que su memoria sea tan larga y amplia —dijo.
—Claro que sí, Bitsy —dijo Sylvester—. Pero, ¿por qué haces estas cosas? ¿Has tenido hoy noticias del chico?
—He tenido una carta —dijo el jockey—. A esa persona de la que hablábamos la han quitado del personal el miércoles. Tiene una pierna dos centímetros más corta que la otra. Eso es todo.
Sylvester chasqueó la lengua y movió la cabeza.
—Me hago cargo de lo que sientes.
—¿Sí? —El jockey miraba los platos de la mesa. Su mirada iba de la cazuelita de pescado al maíz y, finalmente, se fijó en la fuente de patatas fritas. Apretó la cara, y levantó la mirada rápidamente. Deshojó una rosa y cogió uno de los pétalos, lo estrujó entre los dedos y se lo metió en la boca.
—Bueno, son cosas que pasan —dijo el hombre rico.
El entrenador y el de las apuestas habían terminado de comer, pero quedaba comida en las fuentes. El hombre rico se lavó los dedos grasientos en el vaso de agua y se secó con la servilleta.
—¡Vaya! —dijo el jockey—. ¿No quieren que les traiga algo? ¿O quizá desean repetir? ¿Otro filete, señores, o…?
—Por favor —dijo Sylvester—. Sé razonable. ¿Por qué no te vas arriba?
—Sí, ¿por qué no me voy? —dijo el jockey.
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Su voz aflautada era todavía más alta y tenía algo del plañido agudo de la histeria.
—¿Por qué no me voy a mi maldito cuarto y le doy vueltas y escribo unas cartas y me voy a la cama como un buen chico? ¿Por qué no…? —Empujó su silla hacia atrás y se levantó—. ¡Oh, al cuerno! —dijo—. Váyanse al cuerno. Quiero algo de beber.
—Lo que te digo es que esto es tu funeral —dijo Sylvester—. Tú ya sabes el mal que esto te hace. Lo sabes de sobra.
El jockey cruzó el comedor y se acercó a la barra. Pidió un Manhattan y Sylvester le miró, de pie con los talones juntos, apretados, el cuerpo tieso como un soldado de plomo, con el meñique separado del vaso, y bebiendo despacio.
—Está loco —dijo Simmons—. Ya lo dije.
Sylvester se volvió al hombre rico:
—Si se toma una chuleta de cordero, se le ve la forma en el estómago una hora después. No digiere ya las cosas. Pesa cincuenta y un kilos. Ha engordado un kilo y medio desde que dejamos Miami.
—Un jockey no debe beber —dijo el hombre rico.
—La comida no le satisface como antes y no la digiere. Si se toma una chuleta de cordero, se la puede ver saliendo de punta en el estómago y no le baja.
El jockey terminó su Manhattan. Tragó y aplastó la cereza del fondo del vaso con el dedo pulgar, y la apartó luego lejos de él. Las dos chicas en pantalones estaban de pie a su izquierda, mirándose, y al otro lado del bar dos chicos habían empezado una discusión sobre cuál era la montaña más alta del mundo.
Todos estaban acompañados; no había nadie solo aquella noche. El jockey pagó con un billete nuevo de cincuenta dólares y no contó el cambio.
Volvió al comedor, a la mesa en la que estaban sentados los tres hombres, pero no se sentó.
—No, no me atrevería a pensar que la memoria de ustedes es tan buena —dijo. Era tan bajo que el borde de la mesa le llegaba casi al cinturón y cuando agarró la esquina con sus manos nervudas no tuvo que doblarse—. No, ustedes están demasiado ocupados en tragar cenas en restaurantes. Están demasiado…
—De veras —rogó Sylvester—. Tienes que ser razonable.
—¡Razonable! ¡Razonable! —El rostro gris del jockey tembló, luego se detuvo en una sonrisa helada y desagradable.
Sacudió la mesa hasta que los platos se tambalearon, y por un momento pareció que la iba a volcar. Pero de pronto lo dejó. Alargó la mano a la fuente que estaba a su lado y se metió deliberadamente en la boca un puñado de patatas fritas. Masticaba despacio, con el labio superior levantado, se volvió y escupió la masa pastosa sobre la suave alfombra roja que cubría el suelo
—¡Depravados! —dijo. Y su voz sonaba delgada y rota. Saboreó la palabra como si tuviera un sabor que le gustara—. ¡Depravados! —repitió, y volviéndose se marchó del comedor con su rígido pavoneo.
Sylvester encogió uno de sus hombros pesados y caídos. El hombre rico secó un poco de agua que se había vertido sobre el mantel, y no hablaron hasta que vino el camarero a recoger los platos.
Traducción de María Campuzano
Comentarios de Rodrigo Fresán
Una de las más logradas sátiras de Carson McCullers.
Está planteada, magistralmente, en apenas una escena.
Apareció en la revista The New Yorker —el 23 de agosto de 1941— un mes después de que la autora la completara en su escritorio
de la colonia para escritores de Yaddo, a tres kilómetros de distancia del hotel-spa de Saratoga Springs, donde transcurre la acción.
El muy carsoniano sitial del freak a torturar es aquí el pequeño jockey Bitsy Barlow, atormentado por el accidente de un colega.
El enfrentamiento entre el «héroe» sensible —claro antecedente del primo Lymon de La balada del café triste, aunque de polaridad opuesta—
y los tres adinerados e insensibles «depravados» (el dueño del caballo, el entrenador y un corredor de apuestas) demuestra la maestría
de la autora para conseguir, en unas pocas páginas, sin sacrificar nada de un humor tan sólo en apariencia ligero, un intenso estallido
emocional producto de la represión de años.
Cuenta la biógrafa Virginia Spencer Carr que la publicación del breve relato en las páginas de The New Yorker, llenó de orgullo a McCullers,
quien —por entonces, vestida habitualmente con un uniforme muy personal consistente en una camiseta y shorts, y con un termo lleno de jerez—
se lo pasaba exhibiendo el cheque recibido en las salidas nocturnas junto a «los chicos» (los escritores también residentes en Yaddo) por los
locales nocturnos de Congress Street, en Saratoga Springs.
Sitios con nombres como Jimmy’s Place, The Golden Grill, The Hi-De-Ho o el más respetable New Worden Bar del Hotel Worden que
inspirara directamente el escenario y la atmósfera donde transcurre «El jockey».
En una de esas farras, McCullers olvidó su exhibicionista cheque en la barra del New Worden, por lo que, en la centralita de Yaddo,
no demorará en recibirse una llamada telefónica informando que «Uno de sus autores se ha dejado aquí un talón… Y tiene que ser
un buen autor, porque es un cheque por una suma considerable».
Carr escribe que a McCullers le divertía —le gustaba— el hecho de que su nombre se entendiera, automáticamente, como el de un
hombre y no el de una mujer. Conversando sobre su bisexualidad con su gran amigo Newton Arvin durante ese verano, McCullers
no tenía dudas sobre el tema: «Newton, yo nací hombre.»
En Iluminación y fulgor nocturno, McCullers recuerda su experiencia en Yaddo y la escritura de «El jockey»:
«A pesar del estímulo que Brooklyn Heights significaba para mí, o justamente por ese motivo, yo vivía añorando mi hogar.
Entonces, un día, alguien me sugirió que fuera a Yaddo, una colonia de artistas cerca de [Saratoga Springs], Nueva York.
Era tranquilo; a mediodía, a los huéspedes les enviaban una caja con el almuerzo, y sólo se reunían a la hora de cenar.
Para mí fue como vivir en un remanso varios años. La antigua ciudad de Saratoga era un bálsamo para mi nostalgia, con su
viejo hotel United States y el New Worden Bar, adonde yo iba cada tarde, en la camioneta de Yaddo, y bebía cócteles.
Allí conocí a muchas personas importantes: Katherine Anne Porter, Eddie Newhouse, John Cheever, Colin McPhee, la máxima
autoridad en música balinesa, y muchas más. […] Transcurrió el verano, y en otoño salíamos todos juntos a dar largas caminatas.
Aquellos días de otoño, ligeramente fríos y a menudo con una luna de septiembre muy hermosa, Eddy Newhouse, que era cuentista
de The New Yorker, me pidió insistentemente que escribiera algo para dicha publicación.
Entonces, un día, escribí un cuento titulado “El jockey”.
Recuerdo que lo escribí en dos días, y Eddy estaba encantado; también The New Yorker. Podría mencionar los montones de
rechazos de The New Yorker recibidos posteriormente, ya que The New Yorker tiene cierto estilo que, debo decirlo, no es el mío.
Pero pagaban por palabra y mejor que nadie, de manera que cuando me ofrecieron un contrato de exclusividad con ellos, lo acepté.»
Recuperado el cheque, McCullers lo envió a su marido Reeves McCullers para que lo depositara en la cuenta de ella en Nueva York.
El dinero nunca llegó a ser ingresado: Reeves falsificó la firma de la autora, lo cobró y ya pueden imaginarse el resto.
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