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charles simic
el monstruo ama
su laberinto: cuadernos
traducción de jordi doce
epílogo de seamus heaney
Madrid, Vaso Roto, 2015
165 pp.
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charles simic
el monstruo ama
su laberinto: cuadernos
Uno de tantos recuerdos de posguerra: un carrito de bebé empujado
por una anciana con joroba; y sentado en él, su hijo, con las dos
piernas amputadas.
Ella estaba regateando con el tendero cuando el carrito se le escapó.
La calle tenía tanto desnivel que el carrito empezó a rodar cuesta
abajo con el tullido agitando la muleta, la madre pidiendo ayuda a
gritos, y todo el mundo riéndose como si estuviera en el cine. Buster
Keaton o alguien por el estilo a punto de caer por el acantilado…
Nos reíamos porque sabíamos que acabaría bien. Uno se llevaba
una sorpresa cuando no era así.
Comíamos melón bajo un enjambre de aviones que volaban a
gran altura. Mientras comíamos, las bombas caían sobre Belgrado.
Veíamos el humo alzarse a lo lejos. El calor del jardín nos sofocaba y
pedimos permiso para quitarnos la camisa. Cada vez que mi madre
cortaba un trozo con un cuchillo de cocina, el melón hacía un ruido
tierno, como un chasquido. También oíamos lo que nos parecían truenos,
pero cuando alzábamos la vista el cielo azul estaba despejado.
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Había una criada en casa que me dejaba meter la mano por debajo
de su falda. Yo tenía cinco o seis años. Aún puedo recordar
la humedad de su entrepierna y mi sorpresa al ver que estaba cubierta
de pelo. Yo nunca me cansaba ni tenía suficiente. Ella solía
meterse a gatas bajo la mesa en la que guardaba mi fuerte militar y
mis soldados de juguete. No recuerdo qué nos decíamos, si es que
nos decíamos algo. Solo su mano, guiándome con firmeza hacia
aquel lugar.
En Chicago, en los años cincuenta, aún podia verse a una vieja
con un organillo y un mono. Giraba la manija del organillo
con las dos manos mientras el mono se paseaba entre el público
con una taza de hojalata. Era una melodía vagamente familiar
que había hecho suspirar en su juventud a nuestras abuelas.
La mujer tenía pinta de haber conocido a la vaca que provocó
el gran incendio de Chicago. Más tarde se casó con un italiano que
tenía otro organillo. A veces la besaba con el mono subido al hombro
de ella.
El animal al que vi parecía joven y malévolo. Llevaba un abrigo
raído con botones de latón, que seguramente había heredado de su
padre. Recuerdo que una vez un niño del público quería una de las
campanillas del mono. Su hermosa madre no dejaba de tirarle de la
manga para llevárselo con él, pero él no se movía del sitio. La vieja que
giraba la manija tenía los ojos levantados hacia el cielo con ese aire
que adoptan los santos que están siendo tentados por demonios.
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