charles simic

 

el monstruo ama su laberinto

 

cuadernos

 

 

the monster loves his labyrinth
charles simic, 1997
traducción: jordi doce
epílogo: seamus heaney

 

 

 

He aquí una escena para ustedes. Mi padre y yo vamos caminando por Madison cuando diviso un abrigo azul en una tienda llamada British American House. Lo estudiamos, opinamos sobre el corte, y mi padre me invita a probármelo. Yo sé que no tiene dinero, pero él insiste, ya que ha empezado a nevar un poco y sólo llevo una chaqueta de tweed. Entramos, me lo pruebo y me queda perfecto. En ese momento me enamoro del abrigo. Preguntamos cuánto vale, y nos dicen que doscientos dólares… que era mucho dinero en 1959. Qué lástima, pienso, pero entonces mi padre me pregunta si lo quiero. Pienso que tal vez quiere presumir un poco delante del dependiente o que cuenta con un dinero del que no me ha dicho nada. «¿Lo quieres?», pregunta de nuevo mientras el vendedor atiende a otro cliente. «No tienes dinero, George», le recuerdo, esperando que me contradiga o que recobre el juicio. «No te preocupes», responde.
Se lo he visto hacer antes y es algo que me avergüenza. Pregunta por el encargado y los dos se retiran a hablar un rato, mientras yo deambulo esperando que nos echen a patadas. En vez de eso, emerge triunfante y yo salgo a la calle con el abrigo puesto. Un estafador nato. Su porte y su aspecto inspiraban tanta confianza que con una señal y la promesa de pagar el resto una o dos semanas más tarde, se salía con la suya. Esto era antes de las tarjetas de crédito y las bases de datos, cuando los dueños de los negocios debían tomar este tipo de decisiones sobre la marcha. Confiaban en él, y al final terminaba pagando lo que debía. Lo más extravagante de todo es que sólo corría riesgos en las mejores tiendas. Nunca se le habría ocurrido pedir crédito en la tienda de ultramarinos, y sin embargo a menudo pasaba hambre a pesar de su enorme salario.
Mi padre tenía deudas espectaculares. Tomaba dinero prestado siempre que podía y pagaba sus facturas sólo cuando era necesario. Podía perfectamente gastarse el dinero del alquiler la noche antes del plazo convenido. Yo vivía atemorizado por mis caseros y caseras mientras que él parecía indiferente a todo. Nos veíamos después del trabajo y mi padre proponía cenar en un restaurante francés; yo me resistía, consciente de que planeaba gastarse el dinero del alquiler. Se ponía a describir los platos y el vino que íbamos a tomar con toda clase de detalles seductores, y yo insistía en recordarle el pago del alquiler. Entonces me explicaba lenta y cuidadosamente, como si hablara con un débil mental, que uno nunca debía preocuparse por el futuro. «Nunca seremos tan jóvenes como lo somos esta noche —decía—. Si somos listos, mañana encontraremos la manera de pagar el alquiler». Al final, ¿quién se atrevía a llevarle la contraria? Yo nunca lo hice.

 

 

 

 

 

Here’s a scene for you. My father and I are walking down Madison, when I spot a blue overcoat in a store called the British American House. We study it, comment on the cut, and my father suggests I try it on. I know he has no money, but he insists since it’s beginning to snow a little and I’m only wearing a tweed jacket. We go in, I put it on, and it fits perfectly. Immediately, I’m in love with it. We ask the price and it’s two hundred dollars—which was a lot of money in 1959. Too bad, I think, but then my father asks me if I want it. I think maybe he’s showing off in front of the salesman or he’s come into some money he hasn’t told me about. “Do you want it?” he asks again while the salesman goes to attend to another customer. “You’ve no money, George,” I remind him, expecting him to contradict me or come to his senses. “Don’t worry,” is his reply.

I’ve seen him do this before and it embarrasses me. He asks for the boss and the two of them sequester themselves for a while, while I stand around waiting for us to be kicked out. Instead, he emerges triumphant and I wear the overcoat into the street. A born con man. His manner and appearance inspired such confidence that with a small down payment and promise to pay the rest in a week or two, he’d get what he wanted. This was in the days before credit cards and credit bureaus when store owners had to make such decisions on the spot. They trusted him, and he did pay eventually whatever he owed. The crazy thing was that he pulled this stunt only in the best stores. It would never occur to him to ask for credit from a grocer, and yet he often went hungry despite his huge salary.

My father had phenomenal debts. He borrowed money any chance he had and paid his bills only when absolutely necessary. It was nothing for him to spend the rent money the night before it was due. I lived in terror of my landlords and landladies while he seemingly never worried. We’d meet after work and he’d suggest dinner in a French restaurant and I’d resist, knowing it was his rent money he was proposing to spend. He’d describe the dishes and wines we could have in tantalizing detail, and I’d keep reminding him of the rent. He’d explain to me slowly, painstakingly, as if I were feeble-minded, that one should never worry about the future. “We’ll never be so young as we are tonight,” he’d say. “If we are smart, tomorrow we’ll figure out how to pay the rent.” In the end, who could say no? I never did.

 

 

 

 

 

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