chuck palahniuk 

 

el club de la lucha

 

 

 

Traducido del inglés por

Pedro González del Campo

 

 

A Carol Meader,

que soporta mi mal comportamiento

 

 

 

– 

uno

dos

tres

.

cuatro

cinco

seis

 

[ezcol_1quarter][/ezcol_1quarter] [ezcol_3quarter_end] Íbamos por la segunda pantalla de la demostración para Microsoft cuando noto en la boca el sabor a sangre y ten­go que tragármela. Mi jefe no conoce el material, pero no me dejará presentar el proyecto con un ojo morado y media cara hinchada por los puntos de sutura que me han cosido en el interior de la mejilla. Los puntos se han sol­tado, lo noto al rozar el carrillo con la lengua. Imaginaos un sedal enmarañado en la playa. Me los imagino como los puntos de sutura negros de un perro después de ha­berle hecho un zurcido, y sigo tragándome la sangre. Mi jefe es quien presenta el proyecto con mis notas y yo ma­nejo el proyector portátil, por lo que me encuentro apar­tado en un extremo de la habitación a oscuras.

Tengo los labios cada vez más pegajosos de sangre por haber intentado limpiármelos con la lengua y cuando se enciendan las luces y me vuelva hacia los consejeros de Microsoft —Ellen, Walter, Norbert y Linda— para de­cirles: «Gracias por venir», tendré la boca brillante de san­gre y la sangre asomará por los intersticios de los dientes.

Puedes tragar casi medio litro de sangre antes de sentir náuseas.

Mañana toca club de lucha. No pienso perderme el club de lucha.

Antes de la demostración, ese tal Walter de Microsoft, que tiene un bronceado color de patata frita con sabor de barbacoa, sonríe abriendo su mandíbula de fría excava­dora como si fuera una herramienta de marketing. Wal­ter, con su anillo de sello, estrecha mi mano, la envuelve con su mano suave y tersa, y dice:

—No me gustaría ver cómo quedó el otro tipo.

La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.

Le digo a Walter que me caí.

Me lo hice yo mismo.

Antes de la presentación, tras sentarme frente al jefe para explicar en qué parte del texto van las diapositivas, y cuándo quiero proyectar el fragmento de vídeo, el jefe me dice:

—Pero ¿dónde te metes los fines de semana?

—No quiero morirme sin unas cuantas cicatrices—, le digo.

De nada sirve ya lucir un cuerpo hermoso y maci­zo. Cuando veo esos coches de color cereza, tan desfa­sados, que desde 1955 esperan comprador a la entrada de la tienda de automóviles, siempre pienso: «¡Vaya basura!».

La segunda regla del club de lucha es que no se ha­bla del club de lucha.

Tal vez durante el almuerzo acuda a tu mesa un ca­marero que desde el fin de semana lleva los ojos mora­dos como si fuera un panda gigante. Sabes que se los pusieron así en el club de lucha, cuando un chico de no­venta kilos le aplastaba con la rodilla la cabeza contra el suelo de hormigón, y le golpeaba una y otra vez el puen­te de la nariz, con un ruido seco y compacto que se oía por encima de los gritos, hasta que el camarero tomó aire y, escupiendo sangre por la boca, se rindió.

No contestas nada porque el club de lucha existe sólo entre las horas en que el club de lucha abre y el club de lucha cierra.

Te encontraste al chico de la copistería. Sabes que hace un mes el muchacho no se acordaba de hacer tres agujeros con la taladradora en un pedido, ni se acordaba de poner los clasificadores de colores entre los paque­tes de copias. Pero este muchacho fue un dios durante diez minutos cuando le viste dejar sin respiración de una patada a un contable que lo doblaba en tamaño, para caer luego sobre él y molerlo a golpes hasta el mo­mento en que tuvo que parar. Ésta es la tercera regla del club de lucha: cuando alguien dice basta o resulta heri­do, aunque esté fingiendo, se da por terminada la pelea. Aun así, cuando ves al chico, no puedes felicitarlo por el gran combate que libró.

Sólo dos tíos por combate. Un combate cada vez. Se lucha sin camisa ni zapatos. El combate dura lo que haga falta. Éstas son las otras reglas del club de lucha.

Estos tíos no son los mismos en el club y en la vida real. Aunque felicitaras al chico de la copistería por su lucha, no estarías hablando con la misma persona.

El que yo soy en el club de lucha no es nadie que mi jefe conozca.

Después de una noche en el club de lucha, se baja el volumen del mundo real. Nadie conseguirá cabrearte. Tu palabra es ley y si alguien rompe esa ley o pone en duda tu palabra, ni siquiera eso te cabrea.

En la vida real, soy un coordinador de campañas de retirada, que viste camisa y corbata, se sienta amparado por las sombras con la boca llena de sangre y pasa las diapositivas mientras el jefe dice a los de Microsoft por qué escogió un tono especial de azul cianita para un ico­no del programa.

El primer club lo inauguramos Tyler y yo a puñe­tazos.

Antes me bastaba con limpiar el apartamento o escri­bir un informe pormenorizado del coche cada vez que llegaba a casa enfadado, sabedor de que mi vida no iba a cumplir las expectativas del plan quinquenal. Llegaría un momento en que moriría, sin una sola cicatriz, sólo que­darían un coche y un apartamento muy agradable. Allí estaría el apartamento hasta que el polvo o el siguiente propietario se adueñara de él. Nada es inalterable. Inclu­so la Mona Lisa se está pudriendo. Desde que comenzó el club de lucha, la mitad de los dientes me bailan en la man­díbula.

Tal vez la autosuperación no sea la respuesta.

Tyler nunca conoció a su padre.

Tal vez la autodestrucción sea la respuesta.

Tyler y yo seguimos yendo juntos al club de lucha. El club de lucha está ahora en el sótano de un bar que cierra los sábados por la noche. Cada vez que vas hay más tíos.

Tyler se sitúa debajo de la única luz, que pende en medio del sótano de hormigón, y ve esa luz parpadean­do en la oscuridad en cien pares de ojos. Lo primero que Tyler grita es:

—La primera regla del club de lucha es que no se ha­bla del club de lucha.

»La segunda regla del club de lucha —grita Tyler— es que no se habla del club de lucha.

Yo viví con mi padre unos seis años, pero no recuer­do nada. Cada seis años, más o menos, mi padre funda una nueva familia en otra ciudad. O mejor dicho, esta­blece una franquicia.

Lo que ves en el club de lucha es una generación de hombres criados por mujeres.

Tyler está de pie bajo la luz solitaria de la bombilla en la negrura nocturna de un sótano lleno de hombres y recita las otras reglas: dos hombres por combate; un combate cada vez, nada de camisas ni zapatos; los com­bates duran lo que haga falta.

—Y la séptima regla —chilla Tyler— es que si ésta es tu primera noche en el club de lucha, tienes que luchar.

El club de lucha no es como un partido de fútbol americano transmitido por televisión. No ves a una pandilla de tíos desconocidos que recorren el mundo y se acaban de cascar unos a otros vía satélite hace dos mi­nutos mientras te bombardean con anuncios de cerveza cada diez minutos y ahora una pausa para identificar la estación emisora. Después de haber estado en el club de lucha, ver partidos de fútbol americano por televisión es como ver películas porno cuando podrías estar follando a lo grande.

El club de lucha se convierte en la única razón por la cual vas al gimnasio, llevas el pelo corto y las uñas bien recortadas. El gimnasio al que vas está lleno de tíos que intentan parecer hombres, como si ser un hombre signi­ficara rendirse a los deseos de un escultor o un director artístico.

Como dice Tyler, hasta los soufflés parecen inflados.

Mi padre nunca fue a la universidad, así que era real­mente importante que yo fuera. Al acabar la universidad, le llamé por teléfono y le pregunté: «¿Y ahora qué?».

Mi padre no sabía qué responder.

Cuando conseguí un trabajo y cumplí veinticinco tacos, le volví a llamar y le pregunté: «¿Y ahora qué?». Mi padre no sabía qué responder; así que me dijo: «Cá­sate».

Tengo treinta años y me pregunto si lo que realmen­te necesito es otra mujer.

Lo que sucede en el club de lucha no puede ex­plicarse con palabras. Algunos tíos necesitan una pelea semanal. Esta semana, Tyler dice que bastará con los pri­meros cincuenta tíos que crucen la puerta. Ni uno más.

La semana pasada, le hice una señal a un tío y nos apuntamos para luchar. El tío debió haber tenido una se­mana pésima; me dobló los brazos por detrás de la espal­da con una llave perfecta y me machacó la cara contra el suelo de hormigón hasta que los dientes me desgarraron la mejilla por dentro y me hinchó un ojo, que quedó cerrado y sangrando. Y, después de pedirle que parara, miré el suelo y vi la huella de sangre dejada por la mitad de mi cara.

Tyler se puso a mi lado, ambos miramos la huella sanguinolenta en forma de O dejada por mi boca y la mancha de mi ojo, que nos contemplaba desde el suelo. Tyler dijo:

—Genial.

Le doy la mano a mi contrincante y le digo:

—Buen combate.

Y el tío me responde:

—¿Qué tal otro la semana que viene?

Trato de sonreír a pesar de la hinchazón y le digo:

—Mírame. ¿Qué tal el mes que viene?

En ningún sitio te sientes tan vivo como en el club de lucha, peleando un tío y tú bajo esa luz solitaria, mientras los demás te observan, formando un círculo. En el club de lucha no se trata de ganar o perder comba­tes. Al club de lucha tampoco se va a hablar. Ves a un tío entrar por vez primera en el club de lucha y su culo pa­rece una hogaza de pan. Ese mismo tío, dentro de seis meses, parece tallado en madera y se cree capaz de cual­quier cosa. Se oyen gruñidos y ruidos igual que en un gimnasio, pero en el club de lucha no se trata de lograr una buena apariencia física. Se oyen también gritos his­téricos, igual que en misa, y cuando te levantas el do­mingo por la tarde te sientes a salvo.

Después del último combate, el tío que había lucha­do contra mí limpiaba el suelo con una fregona mientras yo llamaba al seguro y me daban permiso para ir a ur­gencias. En el hospital, Tyler les dice que me he caído.

En ocasiones Tyler habla por mí.

«Me lo he hecho yo mismo.»

Fuera, estaba saliendo el sol.

No se habla del club de lucha porque, exceptuando esas cinco horas entre las dos y las siete de la mañana del domingo, el club de lucha no existe.

Cuando Tyler y yo inventamos el club de lucha, ninguno de los dos había luchado antes. Si nunca te has visto envuelto en una pelea, te haces preguntas sobre las heridas, sobre lo que eres capaz de hacerle a otra perso­na. Yo fui el primer tipo con el que Tyler tuvo confian­za para pedírselo. Estábamos los dos borrachos en un bar donde no le importábamos a nadie y Tyler me dijo:

—Quiero que me hagas un favor. Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.

Yo no quería, pero Tyler me lo contó todo: que no de­seaba morir sin cicatrices, que estaba cansado de ver sólo combates entre profesionales, que quería conocerse mejor.

Y lo de la autodestrucción.

En aquel momento la vida me parecía demasiado completa y tal vez hubiera que romper con todo para sacar lo mejor de nosotros mismos.

Eché un vistazo a mi alrededor y le dije:

—Está bien, de acuerdo, pero fuera, en el aparca­miento.

Así que salimos y le pregunté a Tyler si quería que lo golpeara en la cara o en el estómago.

—Sorpréndeme —dijo Tyler.

Le dije que jamás le había pegado a nadie. Tyler contestó:

—Vamos, ponte loco.

—Cierra los ojos.

—No —dijo Tyler.

Como cualquier otro tío en su primera noche en el club de lucha, cogí aire y describí una parábola con el puño en dirección a la mandíbula de Tyler, tal y como estaba acostumbrado a ver en las películas de vaqueros, pero mi puño chocó contra un lado del cuello de Tyler.

—Mierda —dije yo—; no ha valido. Probaré otra vez.

—Claro que ha valido —dijo Tyler. Y me lanzó un directo, ¡paf!, igual que un guante de boxeo impulsado por un muelle, como en los dibujos animados del sábado por la mañana; justo en mitad del pecho. Caí hacia atrás y me di contra un coche. Nos quedamos los dos de pie, Ty­ler frotándose el cuello y yo apoyando una mano en el pecho, y sabíamos que habíamos llegado más lejos que nunca y que, igual que el perro y el gato de los dibujos animados, seguíamos vivos, pero estábamos deseosos de ver hasta dónde podíamos continuar sin dejar de estarlo.

—Genial —dijo Tyler.

Le pedí que me golpeara otra vez.

—No. Pégame tú —dijo Tyler.

Así que le lancé un gancho de chica justo por deba­jo de la oreja, y Tyler me derrumbó y me hundió el ta­cón del zapato en el estómago. Lo que sucedió después es indescriptible. El bar cerró, la gente salió al aparca­miento y nos rodeó para azuzarnos a gritos.

En vez de Tyler, fui yo quien finalmente acabé por darme cuenta de que podía acostumbrarme a todas aquellas cosas que no iban bien: la ropa limpia que vol­vía de la lavandería con los botones del cuello rotos; el banco que me anuncia que tengo un descubierto de cientos de dólares. El trabajo, donde el jefe se mete en mi ordenador y juguetea con los comandos de ejecución del DOS. Y Marla Singer, que me robó los grupos de apoyo.

No habíamos resuelto nada al terminar el combate, pero no importaba.

La primera vez que luchamos era un domingo por la noche y Tyler no se había afeitado en todo el fin de se­mana, así que me ardían los nudillos en carne viva por culpa de su barba de dos días. Tumbados boca arriba en el aparcamiento, mientras contemplábamos una estrella que apareció entre las farolas, le pregunté a Tyler con­tra qué había luchado.

Tyler contestó que contra su padre.

Tal vez no necesitábamos un padre para sentirnos completos. No es nada personal lo que determina quié­nes son tus contrincantes en el club de lucha. Se lucha por luchar. Se supone que no se debe hablar del club de lucha, pero sí hablamos y durante las dos semanas si­guientes empezaron a venir tíos al aparcamiento des­pués de que cerrara el bar y, antes de que llegara el frío, otro bar nos había ofrecido el sótano en el que ahora nos reunimos.

Cuando los miembros del club de lucha se reúnen, Tyler recita las reglas que establecimos él y yo.

—La mayoría de vosotros —grita Tyler bajo el cono de luz, en el centro del sótano lleno de hombres— estáis aquí porque alguien quebrantó las reglas. Alguien os ha hablado del club de lucha.

»Lo mejor será que dejéis de hablar del club o ya po­déis ir fundando otro club de lucha —dice Tyler—, por­que la semana que viene, cuando lleguéis aquí, anotaréis vuestros hombres en una lista y sólo pasarán los cincuenta primeros. Los que entréis prepararéis un combate enseguida, si lo que queréis es luchar. Si no queréis luchar, hay otros tíos que quieren, por lo que tal vez deberíais quedaros en casa.

»Si ésta es vuestra primera noche en el club de lucha —chilla Tyler—, tendréis que luchar.

La mayoría de estos tíos está en el club de lucha por culpa de algo contra lo que tienen miedo de luchar. Después de unos cuantos combates el miedo es mucho menor.

Muchos que ahora son buenos amigos se conocie­ron en el club de lucha. Voy a reuniones y congresos, donde veo rostros de contables, jóvenes ejecutivos o abogados con la nariz rota y abultada como una beren­jena bajo el vendaje, o con un par de puntos de sutura bajo un ojo, o con la mandíbula inferior sujeta por un alambre. Todos son jóvenes apacibles que escuchan has­ta que llega la hora de tomar decisiones.

Nos saludamos con un ademán de cabeza.

Más tarde, mi jefe me preguntará cómo es que co­nozco a tantos de esos tíos.

Según él, cada vez hay menos caballeros en el nego­cio y más macarras.

La demostración sigue adelante.

Me fijo en Walter, el de Microsoft. He aquí a un jo­ven de piel pálida y con la dentadura perfecta, con un empleo de esos por los que te molestas en escribir a la revista de licenciados para informarte. Sabes que es de­masiado joven para haber luchado en ninguna guerra y, aunque sus padres no se habían divorciado, su padre nunca estaba en casa. Me mira a la cara, la mitad afeita­da y limpia, y la otra, magullada y malévola, oculta en la oscuridad. La sangre brilla en mis labios y puede que Walter esté pensando en aquel convite informal y vegetariano al que fue el pasado fin de semana, o en el ozo­no, o en la desesperada necesidad —por el bien de la Tierra— de que se detengan los crueles experimentos de productos con animales, pero también es probable que no esté pensando en todo eso.

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