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26 de agosto
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tanto esfuerzo
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Fue una visita. La vieja compañera vino de São Paulo y la visitó. La recibió con sándwiches y un té,
perfeccionando como pudo la visita, la tarde y el encuentro. La amiga llegó linda y femenina. Con el pasar de
las 10 horas empezó poco a poco a deshacerse, hasta que mostró una cara no tan joven ni tan alegre, más intensa,
de amargura más viva. Pronto se borró su belleza menor y más fácil. Y pronto la dueña de casa tenía ante sí a
una mujer que, si bien era menos bonita, era más bella, y que manifestaba como en otros tiempos su ardiente
pensamiento, confundiéndose, usando lugares comunes del raciocinio, intentando probarle la necesidad de ir
hacia delante, probando que “cada uno tiene una misión que cumplir”.
En ese punto la palabra misión ha de haberle parecido por demás vulgar, no para sí, sino para la dueña de
casa, que había sido una de las inteligentes del grupo. Entonces se corrigió: “misión, o lo que tú quieras”. La dueña
de casa se movió en la silla, perturbada. Cuando la visita se fue, caminaba de un modo feo, como invadida por ese
cansancio que viene de decisiones demasiado prematuras en relación con el tiempo de la acción: todo lo que había
decidido, tardaría años en lograrlo. O incluso nunca lo lograría. La dueña de casa bajó en el ascensor con la visita, la
acompañó hasta la calle. Le chocó verla de espaldas: el reverso de la medalla eran unos cabellos mal peinados e
infantiles, hombros exagerados por la ropa mal cortada, vestido corto, piernas gruesas. Sí.
Una mujer maravillosa y solitaria. Luchando sobre todo contra su propio prejuicio que le aconsejaba ser menos
de lo que era, que le mandaba doblegarse. Tanto, tanto esfuerzo, y los cabellos que caían infantiles. A su lado, en la calle,
pasaban criaturas que por cierto habían condescendido más, y que obedecían a un destino más inmediato. La dueña de
casa sintió en el pecho el peso de una comprensión violentada: ¿cómo ayudarla?
Imposibilitada para transformar alguna vez su comprensión en acto.
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Tanto esforço
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Foi uma visita. A antiga colega veio de São Paulo e visitou-a. Recebeu-a com sanduíches e chá,
aperfeiçoando como pôde a visita, a tarde e o encontro. A amiga chegou linda e feminina. Com o correr das horas
começou pouco a pouco a se desfazer, até que apareceu uma cara nem tão moça nem tão alegre, mais intensa,
de amargura mais viva. Raspou-se em breve a sua beleza menor e mais fácil. E em breve a dona de casa tinha
diante de si uma mulher que, se era menos bonita, era mais bela, e discursava como antigamente o seu ardente
pensamento, confundindo-se, usando lugares-comuns do raciocínio, tentando provar-lhe a necessidade de se
caminhar para frente, provando que “cada um tinha uma missão a cumprir”. Nesse ponto a palavra missão deve
ter-lhe parecido demais, não para si mesma, mas para a dona da casa que fora uma das inteligentes do grupo.
Então corrigiu: “missão, ou o que você quiser.” A dona da casa mexeu-se na cadeira, perturbada. Quando
a visita saiu, estava com o andar feio, parecia tomada por aquele cansaço que vem de decisões prematuras
demais em relação ao tempo de ação: tudo o que ela decidira, demoraria anos até poder alcançar. Ou até nunca
alcançar. A dona da casa desceu de elevador com a visita, levou-a até a rua. Estranhou ao vê-la de costas:
o reverso da medalha eram cabelos desfeitos e infantis, ombros exagerados pela roupa mal cortada, vestido curto,
pernas grossas. Sim.
Uma mulher maravilhosa e solitária. Lutando sobretudo contra o próprio preconceito que a aconselhava a
ser menos do que era, que a mandava dobrar-se. Tanto, tanto esforço, e os cabelos caindo infantis. Ao seu lado,
na rua, passavam criaturas que certamente se haviam dificultado menos, e que seguiam para um destino mais imediato.
A dona da casa sentiu no peito o peso de uma compreensão constrangida: como ajudá-la?
Sem que jamais pudesse transformar a compreensão em um ato.
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Clarice Lispector
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Revelación de un mundo
Título original: A descoberta do mundo
Traducción: Amalia Sato
Adriana Hidalgo editora S.A. 2005
Buenos Aires
1967
Jornal do Brasil
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