CLARICE LISPECTOR
PARA NO OLVIDAR
Para nao esquecer
Crónicas y otros textos
Traducción del portugués de
Elena Losada
Libros del Tiempo Ediciones Siruela
2007
atención al sábado
Creo que el sábado es la rosa de la semana; el sábado por la tarde la casa está hecha de cortinas al viento y alguien vacía un cubo de agua en la terraza; el sábado al viento es la rosa de la semana; el sábado por la mañana la abeja en el patio, y el viento: una picadura, el rostro hinchado, sangre y miel, aguijón perdido en mí: otras abejas olfatearán y el próximo sábado por la mañana veré si el patio está lleno de abejas.
El sábado es el día en que las hormigas trepan por la piedra. Un sábado vi un hombre sentado en la sombra de la acera comiendo de una calabaza hueca carne seca y gachas de mandioca; nosotros ya nos habíamos bañado. Por la tarde el timbre inauguraba al viento la matinal de cine: al viento el sábado era la rosa de nuestra semana. Si llovía yo sabía que era sábado; una rosa mojada, ¿no?
En Río de Janeiro, cuando pensamos que la semana va a morir, con un gran esfuerzo metálico la semana se abre en rosa: el coche frena de repente y, de repente, antes de que el viento asombrado pueda volver a empezar, veo que es sábado por la tarde. Ha sido sábado, pero ya no me preguntan más. Entonces yo no digo nada, aparentemente sumisa. Pero ya he cogido mis cosas y me he ido al domingo por la mañana. El domingo por la mariana también es la rosa de la semana. No es exactamente rosa lo que quiero decir.
la sensible
Entonces atravesó una crisis que nada parecía tener que ver con su vida: una crisis de profunda piedad.
La cabeza tan limitada, tan bien peinada, apenas podía soportar perdonar tanto. No podía mirar el rostro de un tenor mientras éste cantaba alegre, volvía la cara lastimada, insoportable de piedad, no soportaba la gloria del cantante. En la calle de repente se apretaba el pecho con las manos enguantadas, invadida de perdón. Sufría sin recompensa, sin ni siquiera la simpatía por sí misma.
Esa misma señora, que sufrió de sensibilidad como de una dolencia, escogió un domingo en que el marido estaba de viaje para ir a buscar a la bordadora. Era más un paseo que una necesidad. Eso siempre había sabido hacerlo: pasear. Como si aún fuese la niña que pasea por la acera. Sobre todo paseaba mucho cuando sentía que su marido la engañaba. Así que fue a buscar a la bordadora, el domingo por la mañana.
Bajó por una calle llena de barro, de gallinas y de niños desnudos, ¡dónde se había ido a meter! ¡La bordadora se negó a bordar el mantel porque no le gustaba hacer punto de cruz! Salió ofendida y perpleja. Se sentía tan sucia por el calor de la mañana, y uno de sus placeres era pensar que siempre, desde pequeña, había sido muy limpia. En casa comió sola, se acostó en la habitación en penumbra, llena de sentimientos maduros y sin amargura.
Oh, por lo menos por una vez no sentía nada. Sino tal vez la perplejidad ante la libertad de la bordadora pobre. Sino tal vez un sentimiento de espera. La libertad. Hasta que, días después, la sensibilidad se curó como se cura una herida. Además, un mes después, tuvo su primer amante, el primero de una alegre serie.
escribiendo
Ya no recuerdo dónde empezó; fue, por decirlo así, escrito todo al mismo tiempo. Todo estaba allí, o debía estar, como en el espacio temporal de un piano abierto, en las teclas simultáneas del piano. Escribí buscando con mucha atención lo que se estaba organizando en mí y que sólo después de la paciente quinta copia empecé a entender. Mi recelo era que, por impaciencia con la lentitud que tengo en comprenderme, estuviese creando un sentido antes de tiempo.
Tenía la impresión de que, aunque me concediese más tiempo, la historia diría sin convulsión lo que tenía que decir. Cada vez más me parece que todo es una cuestión de paciencia, de amor que crea paciencia, de paciencia que crea amor. Se levantó todo al mismo tiempo, emergiendo más aquí que allí. Yo interrumpía una frase en el capítulo 10, digamos, para escribir lo que era el capítulo 2, a su vez interrumpido durante meses porque escribía el capítulo 18.
Tuve esa paciencia, la de soportar, sin ninguna promesa, la gran incomodidad del desorden, y aprendí con ella. Pero también es verdad que el orden oprime. Como siempre la dificultad mayor era la espera. (Me siento mal, le diría la mujer al médico. Es que va a tener usted un hijo. Y yo que pensaba que me estaba muriendo, respondería la mujer. El alma deformada, creciendo, aumentando de volumen, sin ni siquiera saber que aquello es una espera. A veces, sólo cuando nace muerto se sabe que se esperaba.)
Además de la espera difícil, la paciencia de recomponer paulatinamente una visión que fue instantánea. Y, como si eso no bastase, desgraciadamente no sé redactar, no consigo relatar una idea, no sé vestir una idea con palabras. Lo que aflora a la superficie ya viene con o a través de palabras, o no existe. Al escribirlo, de nuevo la certeza paradójica de que lo que crea complicaciones al escribir es tener que usar palabras.
Es incómodo.
Si yo pudiese escribir dibujando en la madera, acariciando la cabeza de un niño o paseando por el campo, nunca habría entrado por el camino de la palabra. Haría lo que tanta gente que no escribe hace, y exactamente con la misma alegría y el mismo tormento de quien escribe, y con las mismas profundas decepciones inconsolables; no usaría palabras. Esto puede llegar a ser mi solución. Si lo fuera, bienvenida.
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