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CLARICE LISPECTOR

 

PARA NO OLVIDAR

Crónicas y otros textos

 

Traducción del portugués de

Elena Losada

Libros del Tiempo Ediciones Siruela

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instantánea de una señora

 

 

Vivía en una pensión de la Rua Sao Clemente. Era voluminosa y olía como las gallinas cuando llegan medio crudas a la mesa. Tenía cinco dientes y la boca seca. Su reputación no había sido inventada: todavía hablaba francés cuando tenía la ocasión, aunque el otro también hablase portugués y prefiriese no ruborizarse con su propio acento.

La ausencia de saliva le quitaba cualquier volubilidad a su voz, le daba una contención. Había majestad en aquel gran volumen sostenido por unos pies minúsculos, en la potencia de sus cinco dientes, en los cabellos ralos que revoloteaban a la menor brisa (como un retrato de personas en el exilio). Pero llegó ese lunes por la mañana en el que ella, en vez de salir de su cuarto, llegó de la calle. Estaba limpia y con el cuello claro, sin ningún olor a gallina. Dijo que había pasado el domingo en casa de su hijo, donde se había quedado a pasar la noche. Llevaba un vestido negro de un satén ya gastado; en vez de ir a su cuarto para cambiarse de ropa y ser una persona de la pensión, se sentó en el salón y dijo que la familia era la base de la sociedad.

Se refirió de paso a un baño que había tomado en la confortable bañera de su nuera. Sentada durante horas junto al jarrón de la sala de estar -ojos húmedos, boca seca, con una conversación sólo adecuada a un ambiente invisible-, dejaba sin habla a los pensionistas en bata. Por la tarde se veía que los zapatos abotinados le apretaban los pies, pero siguió de visita, irguiendo la gran cabeza de profeta.

Cuando elogió la magnífica comida cotidiana de la casa de su hijo, sus ojos se cerraron de náusea. Se recogió, vomitó, rechazó la ayuda cuando llamaron a la puerta de su cuarto. A la hora de cenar apareció para tomar una taza de té, con las ojeras marrones, con el amplio vestido de estampado rameado y otra vez sin sostén. Lo que había de extraño era la piel más clara.

Los pensionistas evitaron mirarla. No habló con nadie, el Rey Lear. Estaba quieta, grande, despeinada, limpia. Había sido feliz inútilmente.

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instantâneo de uma senhora

 

 

Morava numa pensão da Rua São Clemente. Era volumosa, e cheirava a quando a galinha vem meio crua para a mesa. Tinha cinco dentes e a boca seca. Sua reputação não fora inventada: ainda falava francês com quem tivesse oportunidade, mesmo que a pessoa também falasse português e preferisse não corar com a própria pronúncia. A ausência de saliva tirava-lhe qualquer volubilidade da voz, dava-lhe uma contenção. Havia majestade naquele grande volume sustentado por pés minúsculos, na potência dos cinco dentes, nos cabelos ralos que esvoaçavam à menor brisa (como em retrato de pessoas em exílio). Mas houve a segunda-feira de manhã em que ela, em vez de sair do quarto, veio da rua. Estava lisa e com o pescoço claro, sem nenhum cheiro de galinha. Disse que passara o domingo na casa do filho, onde pernoitara. Estava de vestido preto de um cetim já apagado; em vez de ir para o quarto mudar de roupa e ser uma pessoa da pensão, sentou- se na sala de visitas e disse que a família era a base da sociedade. Referiu-se de passagem a um banho de imersão que tomara na confortável banheira da nora. Sentada durante horas junto ao jarro da sala – olhos úmidos, boca seca, e só tendo conversas adequadas a um ambiente invisível – deixava sem jeito os pensionistas ainda de robe. De tarde via-se que os sapatos abotinados lhe apertavam os pés, mas continuou de visita, levantada a grande cabeça de profeta. Na hora em que elogiou o passadio magnífico da casa do filho seus olhos se fecharam de náusea. Recolheu-se, vomitou, recusou ajuda quando lhe bateram à porta do quarto. Na hora do jantar apareceu para uma xícara de chá, de olheiras marrons, com o largo vestido de estampazinha de ramagem, e de novo sem soutien. O que havia de estranho era a pele mais clara. Os pensionistas evitaram olhá-la. Não falou com ninguém, o Rei Lear. Estava quieta, grande, despenteada, limpa. Fora feliz inutilmente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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