encarnación involuntaria

A veces, cuando veo a una persona que nunca había visto antes y tengo tiempo para observarla, me

encarno en ella y así doy un gran paso para conocerla.

Y esa intrusión en una persona, quienquiera que sea, nunca termina en su autoacusación: al encarnarme

en ella, comprendo sus razones y la perdono.

Debo poner atención para no encamarme en una vida peligrosa y atractiva, que precisamente por eso

me quite las ganas de regresar a mí misma.

Un día, en el avión… ¡Oh, Dios mío, imploré, eso no, no quiero ser esa misionera!

Pero era inútil. Sabía que, por haber estado tres horas en presencia de ella, yo iba a ser misionera durante

varios días.

La delgadez y la delicadeza extremadamente corteses de la misionera ya se habían apoderado de mí. Con

curiosidad, algún deslumbramiento y cansancio previo es cuando sucumbo a la vida que experimentaré

durante algunos días.

Y, desde el punto de vista práctico, con alguna aprensión: en este momento ando demasiado ocupada con

mis deberes y placeres para poder cargar el peso de una existencia que no conozco, pero cuya tensión

evangélica ya empiezo a sentir.

Incluso en el avión advierto que he empezado a caminar con un paso de santa laica: entonces comprendo

cómo es paciente la misionera, cómo se apaga con este paso que apenas quiere tocar el suelo, como si pisar

con más fuerza pudiese perjudicar a los demás.

Ahora soy pálida, no me pinto los labios, tengo la cara fina y llevo esa clase de sombrero de las misioneras.

Cuando baje a tierra tendré ya, probablemente, ese aire de sufrimiento-superado-por-la-paz-de-tener-una-misión.

Y mi rostro llevará impresa la dulzura de la esperanza moral.

Porque sobre todo me he vuelto totalmente moral.

Mientras que al subir al avión era saludablemente amoral.

¡Era, no: soy!, me grito rebelándome contra los prejuicios de la misionera.

Es inútil: toda mi fuerza está siendo empleada en la obtención de un ser frágil.

Finjo leer una revista, mientras ella lee la Biblia. 

Vamos a hacer una breve escala.

El sobrecargo distribuye chicles.

Y no bien el joven se acerca, ella enrojece.

En tierra soy una misionera al viento del aeropuerto; me sujeto las imaginarias faldas largas y grisáceas

contra la impudicia del viento.

Entiendo, entiendo.

Ah, cómo la entiendo, a ella y a su pudor de existir cuando está fuera de las horas en que cumple su misión.

Al igual que la misionerita, acuso las faldas cortas de las mujeres, tentación de los hombres.

Y, cuando no entiendo, dejo de hacerlo con el mismo fanatismo depurado de esa mujer pálida que enrojece

fácilmente al acercarse el joven, quien nos avisa que hemos de continuar el viaje.

Ya sé que dentro de unos días lograré reanudar integralmente mi propia vida.

Que, quién sabe, tal vez sólo haya sido propia más que en el momento de nacer, y por lo demás haya

estado hecha de reencarnaciones.

Pero no: soy una persona. Y cuando se apodera de mí el fantasma de mí misma, la alegría es tal por el

encuentro, tan grande la fiesta, que por así decir lloramos una sobre el hombro de la otra.

Después nos enjugamos las lágrimas felices, el fantasma se incorpora plenamente en mí y con cierta

altivez salimos al mundo exterior.

Una vez, también durante un viaje, encontré una prostituta perfumadísima que fumaba entrecerrando

los ojos, mientras éstos miraban fijamente a un hombre que estaba por caer hipnotizado.

Para comprender mejor, inmediatamente me puse a fumar con los ojos entrecerrados, mirando al único

hombre que había al alcance de mi intencionada visión. Pero el hombre gordo que yo miraba para

experimentar y poseer el alma de la prostituta, el gordo estaba enfrascado en el New York Times . Y mi

perfume era demasiado discreto. Todo salió mal.

encarnação involuntária 

Às vezes, quando vejo uma pessoa que nunca vi, e tenho algum tempo para observá-la, eu me encarno

nela e assim dou um grande passo para conhecê-la.

E essa intrusão numa pessoa, qualquer que seja ela, nunca termina pela sua própria auto-acusação: ao

nela me encarnar, compreendo-lhe os motivos e perdôo.

Preciso é prestar atenção para não me encarnar numa vida perigosa e atraente, e que por isso mesmo eu

não queira o retorno a mim mesmo.

Um dia, no avião… ah, meu Deus – implorei – isso não, não quero ser essa missionária!

Mas era inútil. Eu sabia que, por causa de três horas de sua presença, eu por vários dias seria missionária.

A magreza e a delicadeza extremamente polida de missionária já me haviam tomado.

É com curiosidade, algum deslumbramento e cansaço prévio que sucumbo à vida que vou experimentar por

uns dias viver.

E com alguma apreensão, do ponto-de-vista prático: ando agora muito ocupada demais com os meus

deveres e prazeres para poder arcar com o peso dessa vida que não conheço – mas cuja tensão evangelical

já começo a sentir.

No avião mesmo percebo que já comecei a andar com esse passo de santa leiga: então compreendo como a

missionária é paciente, como se apaga com esse passo que mal quer tocar no chão, como se pisar mais forte

viesse prejudicar os outros.

Agora sou pálida, sem nenhuma pintura nos lábios, tenho o rosto fino e uso aquela espécie de chapéu de

missionária.

Quando eu saltar em terra provavelmente já terei esse ar de sofrimento-superado-pela-pazde- se-ter-uma-missão.

E no meu rosto estará impressa a doçura da esperança moral.

Porque sobretudo me tornei toda moral.

No entanto quando entrei no avião estava tão sadiamente amoral.

Estava, não, estou!

Grito-me eu em revolta contra os preconceitos da missionária. Inútil: toda a minha força está sendo usada para

eu conseguir ser frágil.

Finjo ler uma revista, enquanto ela lê a Bíblia.

Vamos ter uma descida curta em terra. O aeromoço distribui chicletes. E ela cora mal o rapaz se aproxima.

Em terra sou uma missionária ao vento do aeroporto, seguro minhas imaginárias saias longas e cinzentas contra

o despudor do vento. Entendo, entendo.

Entendo-a, ah, como a entendo e ao seu pudor de existir quando está fora das horas em que cumpre sua missão.

Acuso, como a missionariazinha, as saias curtas das mulheres, tentação para os homens.

E, quando não entendo, é com o mesmo fanatismo depurado dessa mulher pálida que facilmente cora à

aproximação do rapaz que nos avisa que devemos prosseguir viagem.

Já sei que só daí a dias conseguirei recomeçar enfim integralmente a minha própria vida.

Que, quem sabe, talvez nunca tenha sido própria, senão no momento de nascer, e o resto tenha sido encarnações.

Mas não: eu sou uma pessoa. E quando o fantasma de mim mesma me toma -então é um tal encontro de alegria,

uma tal festa, que a modo de dizer choramos uma no ombro da outra.

Depois enxugamos as lágrimas felizes, meu fantasma se incorpora plenamente em mim, e saímos com alguma

altivez por esse mundo afora.

Uma vez, também em viagem, encontrei uma prostituta perfumadíssima que fumava entrefechando os olhos e

estes ao mesmo tempo olhavam fixamente um homem que já estava sendo hipnotizado.

Passei imediatamente, para melhor compreender, a fumar de olhos entrefechados para o único homem ao alcance

de minha visão intencionada.

Mas o homem gordo que eu olhara para experimentar e ter a alma da prostituta, o gordo estava mergulhado no

New York Times. E meu perfume era discreto demais. Falhou tudo.

Lispector, Clarice, 1925-1977

Felicidade clandestina: contos / Clarice Lispector

Rio de Janeiro: Rocco, 1998

EDITORA ROCCO LTDA.

Rio de Janeiro, RJ

estabelecimento do texto

MARLENE GOMES MENDES

(Dra. em Literatura Brasileira pela USP /

Profa. de Crítica Textual da UFF)

Clarice Lispector

CUENTOS REUNIDOS

Prólogo de Miguel Cossío Woodward

Traducciones del portugués de

Cristina Peri Rossi, Juan García Gayó,

Marcelo Cohen y Mario Morales

1974, Lispector, Clarice

2008, Siruela

Colección: Libros del tiempo, 275


 

 

 

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