clarice lispector

 

revelación de un mundo

a descoberta do mundo

 

 

traducción: Amalia Sato

Adriana Hidalgo editora

2005

Buenos Aires

 

 

 

la italiana

 

 

 

Rosa perdió a sus padres cuando era pequeña.

Los hermanos se dispersaron por el mundo y ella entró en el orfanato de un convento.

Allí llevaba una vida sobria y dura igual que los otros niños. Durante el invierno, el gran caserón permanecía frío, y los trabajos no se interrumpían. Ella lavaba ropa, barría los cuartos, cosía. Mientras tanto las estaciones se sucedían.

Con la cabeza rapada y el largo vestido de tela ordinaria, a veces con la escoba en la mano, espiaba por los vidrios de la ventana.

Otoño era la estación que más le gustaba porque no era necesario salir a verlo; detrás de los vidrios, las hojas caían amarillas en el patio, y eso era el otoño.

En ese convento suizo, cuando un hombre pisaba un escalón, se lavaba el piso y se quemaba alcohol encima.

Después venía de nuevo el invierno, y las manos enrojecían, se abrían con heridas, la cama helada impedía el sueño, y se creaba sueños despierta. En el dormitorio oscuro, con los ojos abiertos sobre la sábana, ella espiaba los pequeños pensamientos que titilaban. De algún modo los pensamientos eran el paraíso.

Cómo y por qué le vino a los 20 años la determinación de salir del convento, no lo sé, ni ella lo supo explicar.

Pero vino decidida, y contra todos. Era una voluntad obstinada, monótona, pasiva.

Las hermanas se espantaron, dijeron que se iría al infierno. Pero Rosa, como no retrucaba ni siquiera con un argumento, venció. Salió, fue a emplearse como criada.

Salió con su atadito, la cabeza rapada, la pollera hasta los tobillos.

—El mundo me pareció… —y ella no supo explicarme.

Con su rostro de italiana del Sur, los ojos redondos y las formas que tardaban en afirmarse, fue a vivir con una familia recomendada.

Allá permaneció día y noche, meses y meses, sin salir a la calle. Me explicó que en aquella época “no sabía salir”. Usaba sólo la maravilla del invierno fuera del paraíso: espiaba todo por las ventanas abiertas y nadie podría decir si estaba contenta o triste. Su rostro todavía no sabía expresar. Espiaba por la ventana abierta con la minuciosidad y la atención de quien reza, con los brazos cruzados y las manos metidas cada una en la manga opuesta.

Una tarde en que todo le pareció demasiado vasto —una tarde libre y sin trabajo era casi pecaminosa— sintió que debería aplicarse, tener un sentimiento más limitado y más religioso: bajó las escaleras, entró en la sala y sacó un libro del estante. Subió de nuevo, se sentó en una silla sin apoyarse, pues todavía no había aprendido a darse placeres, y empezó a leer con gran austeridad. Pero la cabeza esférica, donde los cabellos ya nacían cortos y rígidos —la cabeza se puso entonces a fluctuar.

Cerró el libro, se acostó, cerró los ojos.

La esperaban para servir la cena, pero ella no bajaba. Fueron a buscarla. Sus ojos estaban dilatados, calientes, inmóviles: ella ardía de fiebre. La dueña de casa pasó la noche velándola, pero no había nada que hacer, ella no se quejaba, no pedía nada, y la fiebre la consumía. Por la mañana estaba más delgada, con los ojos menos abiertos. Así pasó otro día más y otra noche. Entonces llamaron al médico.

El médico le preguntó lo que le había pasado, pues allí estaban todos los síntomas de fiebre nerviosa. Rosa no decía nada, ni se le habría ocurrido hablar, no estaba habituada. Fue cuando el médico miró por casualidad hacia la cabecera de la cama y vio el libro. Lo examinó y la miró espantado. El libro se llamaba Le corset rouge.

Dijo que Rosa no podía de ningún modo leer un libro así. Que apenas había dejado el convento, y que su inocencia era peligrosa. Rosa no respondía. Él dijo:

—No debes leer esas cosas, son mentira.

Recién entonces Rosa abrió un poco los ojos, por primera vez. El médico entonces juró que el libro sólo decía mentiras. Él había jurado…

Entonces ella suspiró, sonrió tímida y triste:

—Es que yo pensaba que todo lo que se escribe en un libro y que se publica es verdad —dijo mirando con tanto pudor al primer hombre bueno.

El doctor dijo —y quien pueda imagine el tono con el que dijo:

—Pero no lo es.

Ella se durmió delgada y pálida. La fiebre disminuyó, ella se levantó. De a poco, con el tiempo, las personas decían: “Tienes cabellos muy oscuros”. Rosa decía tocándose: “Lo son”.

De cómo, a los 40 años, se convirtió en tan alegre, no lo sé explicar.

Unas carcajadas. También sé que una vez quiso suicidarse. No porque se había ido del convento. Sino por amor. Ella explicó que en aquella época del amor no sabía que “era así”. Así, ¿cómo?

No me respondió.

Hoy, diez años mayor que su prometido, con quien duerme, ella ríe bajo la espesa cabellera y dice: no sé realmente por qué me gusta más el otoño que las otras estaciones, creo que es porque en otoño las cosas mueren tan fácilmente.

También dice: no soy muy inteligente, tengo la impresión de que usted lo es más que yo. También dice:

“¿Usted alguna vez lloró como una boba y sin saber por qué? Pues yo sí” —y lanza una carcajada.

 

 

 

 

 

a italiana

 

 

 

Rosa perdeu os pais quando era pequena.

Os irmãos se espalharam pelo mundo e ela entrou para o orfanato de um convento. Lá levava uma vida sóbria e dura com as outras crianças. Durante o inverno o grande casarão permanecia frio, e os trabalhos não se interrompiam.

Ela lavava roupa, varria os quartos, costurava. Enquanto isso as estações se sucediam. Com a cabeça raspada e o longo vestido de fazenda grosseira, às vezes com a vassoura na mão, espiava pelos vidros da janela.

Outono era a estação de que mais gostava porque não era preciso sair para vê-lo; atrás dos vidros, as folhas caíam amareladas no pátio, e isso era o outono.

Nesse convento suíço, quando um homem pisava no patamar, lavava-se o chão e queimavase álcool em cima. Depois vinha de novo o inverno, e as mãos se avermelhavam, abriam-se feridas, a cama gelada impossibilitava o sono, e criava sonhos acordados. No dormitório escuro, com os olhos abertos sobre o lençol, ela espiava os pequenos pensamentos piscarem. De algum modo, os pensamentos eram o paraíso.

Como e por que lhe veio aos 20 anos a determinação de sair do convento, não sei, nem ela soube explicar. Mas veio decidida, e contra todos. Era uma vontade obstinada, monótona, passiva.

As irmãs se espantaram, disseram que ela iria para o Inferno. Mas Rosa como não retrucava sequer com um argumento, venceu. Saiu, foi empregar-se como criada.

Saiu com uma trouxa pequena, a cabeça raspada, a saia nos calcanhares.

– O mundo me pareceu… – e ela não soube me explicar.

Com seu rosto de italiana do Sul, os olhos redondos e as formas que tardavam a se afirmar, foi morar com uma família recomendada. Lá permanecia dia e noite, meses a fio, sem ir à rua. Explicou-me que naquela época “não sabia sair”. Usava apenas a maravilha do inverno fora do paraíso: espiava tudo pelas janelas abertas e ninguém diria se estava contente ou triste. Seu rosto ainda não sabia exprimir. Espiava pela janela aberta com a minúcia e a atenção de quem reza, com os braços cruzados e as mãos metidas nas mangas opostas.

Numa tarde em que tudo lhe pareceu vasto demais – uma tarde livre e sem trabalho era quase pecaminosa – sentiu que deveria se aplicar, ter um sentimento mais limitado e mais religioso: desceu as escadas, entrou na sala e tirou um livro da estante. Subiu de novo, sentou-se numa cadeira sem se encostar, pois ainda não aprender a se dar prazeres, e começou a ler com grande austeridade.

Mas a cabeça esférica, onde os cabelos já nasciam curtos e rígidos – a cabeça pôs-se então a flutuar. Fechou o livro, deitou-se, cerrou os olhos.

Esperaram-na para servir o jantar, mas ela não descia. Foram buscá-la. Seus olhos estavam crescidos, quentes, imóveis: ela ardia em febre. A dona da casa passou a noite a velá-la, mas nada havia a fazer, ela não se queixava, não pedia nada, e a febre a consumia. De manhã estava emagrecida, de olhos menos abertos. Assim passou mais um dia e mais uma noite.

Então chamaram o médico.

O médico perguntou o que lhe sucedera, pois ali estavam todos os sintomas de febre nervosa. Rosa não dizia nada, nem lhe ocorreria dizer, não estava habituada. Foi quando o médico olhou por acaso para a cabeceira da cama e viu o livro. Examinou-o e olhou-a espantado. O livro se chamava Le corset rouge.

Ele disse que Rosa não podia de modo algum ler um livro assim. Que mal saíra do convento, e que sua inocência era perigosa. Rosa não respondia. Ele disse:

– Você não deve ler essas coisas, elas são mentira.

Só então Rosa abriu um pouco os olhos, pela primeira vez. O médico então jurou que o livro só dizia mentiras. Ele tinha jurado… Então ela suspirou, sorriu tímida e triste:

– É que eu pensava que tudo o que se escreve num livro e que se publica é verdade – disse olhando com tanto pudor o primeiro homem bom.

O doutor disse – e quem pode imaginar o tom com que disse:

– Mas não é.

Ela dormiu magra e pálida. A febre diminuiu, ela se levantou. Aos poucos, com o tempo, as pessoas diziam: “Você tem cabelos muito pretos”. Rosa dizia, tocando-se: “É mesmo!”

De como, aos 40 anos, ficou tão alegre, não sei explicar. Cada gargalhada. Sei também que uma vez quis se suicidar. Não porque saíra do convento. Mas por amor. Ela explicou que naquela época do amor não sabia que “tudo era assim mesmo”.

Assim, como? Não me respondeu. Hoje, dez anos mais velha que seu noivo, com quem dorme, ela ri sob a grande cabeleira e diz: não sei mesmo por que gosto mais do outono do que das outras estações, acho que é porque no outono as coisas morrem tão facilmente.

Também diz: não sou muito inteligente, tenho a impressão de que a senhora é mais do que eu. Também diz: “A senhora alguma vez já chorou como uma boba e sem saber por quê? Pois eu já!” – e cai na gargalhada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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