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clarice lispector
revelación de un mundo
a descoberta do mundo
traducción: Amalia Sato
Adriana Hidalgo editora
2005
Buenos Aires
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la sala de las apariciones
Voy a hablar de la salita que llené de fantasmas con mi imaginación.
Era parte de un departamento alquilado con muebles.
Pero antes de hablar de ella es necesario decir que la realidad, cuando se descubre sin susto, es la cosa más fresca y real del mundo. Es sin ningún sueño, incluso sin realidad imaginaria, y casi sin futuro: cada momento es el momento del ahora. Y no hay miedo.
Hecho extraordinario: en esa realidad develada por la imaginación y sin susto la riqueza no está ya detrás de nosotros, como un recuerdo, o todavía por aparecer, como un deseo de futuro. Está allí, estremeciéndose.
Voy a intentar describir con la mayor sencillez algo que no es simple. La salita era como dije antes. No se sabe si fue inconscientemente intencional su arreglo, si es que el arreglo existía. Lo más probable es que su primera dueña la hubiera creado con esa falta de finalidad consciente que tanto ayuda a veces para transmitir.
El hecho es que en la salita —la riqueza no estaba en nuestro pasado ni era la saudade, estaba allí.
No había austeridad en el aposento. Por el contrario, tenía una graciosa elegancia. Pero la sala provocaba alucinaciones. Oh, ningún fantasma. Alucinaba por sí misma. En ella la luz —la luz era verdadera luz, luz de espacio, de lo alto, sin mezcla de sombras. Y los objetos en alucinación por la luz.
Y qué falta de comodidad. No había allí una silla donde una persona realmente pudiera sentirse sentada. Tal vez por eso las visitas, como mordidas, cambiaran tanto de lugar, se levantaran, espiaran por la alta ventana, examinaran el techo como buscando por dónde había una posibilidad de fuga. Y todo eso sin garantías.
Era eso: no había ninguna garantía en la sala. O la persona aceptaba ser de algún modo iluminada por esas mismas presencias, o no lo aceptaba. No había promesas de ninguna recompensa. Había un espejo. Como lo habían colocado en una posición realmente insensata, mirando a la ventana —no hacia lo que estaba detrás de la ventana sino exactamente hacia el aire vacío que la ventana enmarcaba— el espejo no reflejaba nada, nada reproducía, nada imitaba: el espejo se había convertido en un rectángulo de luz colgado de una pared.
La salita no daba ninguna garantía. Pero si una persona aceptaba sin miedo deslumbrarse —se quedaba por un instante sentada sin apoyo en la silla incómoda tan sólo así: sentada y resplandeciente.
Qué modo de ver adoptaban las personas. Nos poníamos maliciosos como champaña. No era precisamente bueno: ardía un poco, esta salita. Y nosotros, picantes, sin saber cómo usar este resplandor sino burbujeantes. Y riendo con una inteligencia fácil y superficial.
Incluso si eran pocas las visitas, parecía poblada. Pero nunca poblada con atropellos. Las personas, ocupadas con la curiosidad por los objetos inusitados que la decoraban, se entrecruzaban fácilmente, cada una dirigiéndose a un punto, todas curiosas y maliciosas.
A veces había un silencio. Entonces, se oía brotar y manar una fuente. Era de la pileta de la cocina cuyo defecto nunca había sido arreglado. Durante el silencio nadie se aburría: todos parecían mostrar una sonrisa de visita o una perturbación, y la salita se abría aún con más luz en la luz.
Pensándolo bien, no recuerdo haber visto nunca un solo niño en esta sala. Sólo adultos, como listos a caer del árbol para terminar reventados en la claridad. No, no vi niños por ahí. Vi, sí, a un hombre gordo al que las sillas estrechas expulsaban y que, fustigado, se convirtió en nuestro gran abejorro a la luz. Vi también entrar a una señora delgada, divorciada, de ojos azules exorbitantes, que claramente se veía sufría de la tiroides. Cuando entró con sus ojos, por un momento tuve un error de visión: la sala era esa mujer, esa mujer era la sala. Ambas se confundían como aguas de la misma cascada. Esta señora de ojos azules derramados, igual que la salita —conseguiría cerrarlos para dormir.
¿Y la sala? ¿dónde guardaría toda su claridad para dormir? Si pudiéramos por un instante apagar la luz de la sala —¿qué sucedería? Qué gran oscuridad, hecha de tinieblas muertas, se produciría.
Pero la sala no tenía dónde guardar su claridad. Porque olvidé decir: el aposento tenía tal desnudez, a pesar de los objetos, los muebles, las personas. En esta sala: imposible esconderse. La persona quedaba expuesta.
Sobre todo una cosa nos sucedía, porque la riqueza no estaba ya detrás de nosotros ni la esperábamos más pues no éramos adolescentes: hoy se convertía en una palabra tan cumplida que, un instante más, y se pudriría.
Hoy apenas saliera de la sala y se deterioraba en nada. La sala no era ni ayer ni mañana. Y cuando pronunciábamos hoy era como si se tratara de un secreto revelado.
Azotadas por la luz exorbitante de la sala tiroides, a veces se daban peleas extrañas entre las personas presentes. Peleas sordas, rápidas, por motivos fútiles: relámpagos de verano. Una vez no se encontró la hoja de papel que había servido para envolver un regalo para la dueña de casa.
¿Qué valor tenía el papel? Pero hubo un ríspido intercambio de palabras. Otra vez vimos una semillita de uva que brillaba en el piso como un diamante. Reímos, cada uno reclamaba para sí la semilla, con el pretexto, en principio en broma, de que la engastaríamos como piedra preciosa en un broche de corbata o de vestido.
Pero al poco tiempo las palabras se transformaron en pequeñas chispas, y cóleras secas y cortas reventaban de todos los rincones. Al final, ante el silencio reprobador de todos, me cupo la semilla pues yo la había descubierto. Al salir de la sala, es claro, la tiré.
Era una semilla vieja, sucia. Sólo por unos restos de humedad centelleaba a la luz de la sala.
Ah, era una sala alegre, aquélla. Hacíamos lo posible para ser invitados. Allá llegábamos jadeantes como un perro que corriera leguas y fuera finalmente a extinguirse a los pies de su dueño. Jadeantes, con la boca seca de tanta alegría. Desorbitados, curiosos, exhaustos.
Pero sin acusaciones posibles. La sala nunca había dado garantías ni había prometido recompensas. Era vida, tan sólo.
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a sala assombrada
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Vou falar da salinha que mais mal-assombrei com imaginações.
Fazia parte de um apartamento alugado com móveis. Mas antes de falar sobre ela é preciso dizer que a realidade, quando se desvenda sem susto, é a coisa mais fresca e real do mundo. É sem nenhum sonho, mesmo realidade imaginária, e quase sem futuro: a cada momento é o momento de agora. E não há fato.
Fato extraordinário: nessa realidade desvendada pela imaginação e sem susto a riqueza não está mais atrás de nós, como uma lembrança, ou ainda por aparecer, como um desejo de futuro. Está ali, fremindo.
Vou tentar descrever com a maior simplicidade algo que não é simples. A salinha era como eu disse acima. Não se sabe se foi inconscientemente intencional o seu arranjo, se é que arranjo existia. O mais provável é que a sua primeira dona a tivesse criado com essa falta de finalidade consciente que tanto ajuda às vezes a transmitir. O fato é que na salinha – a abundância não estava no nosso passado nem era saudade: estava ali.
Não havia austeridade no aposento. Pelo contrário, ele era de um elegante engraçadinho. Mas a sala era alucinada. Oh, nenhum fantasma. Era alucinada por si própria. Nela a luz – a luz era verdadeira luz, luz de espaço, de alto, sem mistura com sombras. e os objetos alucinados pela luz.
E que falta de conforto. Não havia ali uma cadeira onde uma pessoa realmente se sentisse sentada. Talvez por isso é que as visitas, como mordidas, mudassem tanto de lugar, se levantassem, espiassem pela alta janela, especulassem o teto como se procurassem por onde havia uma possibilidade de fuga. E tudo isso sem garantia. É isto: não havia nenhuma garantia na sala.
Ou a pessoa aceitava ser de algum modo resplandecida pelo próprio mal-assombrado, ou não aceitava.
Não havia promessas de nenhuma recompensa. Havia um espelho. Como o tinham colocado numa posição realmente insensata, dando para a janela – não para o que estava atrás da janela mas exatamente para o ar vazio que a janela enquadrava – o espelho nada refletia, nada reproduzia, nada imitava: o espelho tornara-se um retângulo de luz pendurado numa parede.
A salinha não dava nenhuma garantia. Mas se uma pessoa aceitava sem medo ser resplandecida – ficava por um instante sentada sem apoio na cadeira incômoda apenas assim: sentada resplandecente.
Que modo de ver as pessoas pegavam. Ficávamos maliciosos como champanha. Não era exatamente bom: ardia um pouco, esta salinha. E nós, picantes, sem sabermos como usar esse resplendor senão em borbulhar. E rir com uma inteligência fácil e superficial.
Mesmo quando havia poucas visitas, parecia povoada. Mas nunca povoada com atropelos. As pessoas, ocupadas pela curiosidade dos objetos inusitados que a enfeitavam, entrecruzavam-se facilmente, cada uma dirigindo-se a um ponto, todas curiosas e maliciosas. Às vezes havia um silêncio. Então, ouvia-se uma fonte brotar e correr. Era da pia da cozinha cujo defeito jamais fora consertado. Durante o silêncio ninguém se entediava: todos pareciam conter um sorriso de visita ou uma novidade, e a salinha abria-se ainda mais em luz na luz.
Pensando bem, não me lembro de jamais ter visto uma só criança nesta sala. Só gente madura, como pronta a cair da árvore para esborrachar-se na claridade. Não, não vi criança por ali. Vi, sim, um homem gordo que as cadeiras estreitas expulsavam e que, fustigado, tornou-se o nosso grande besouro na luz. Vi também entrar uma senhora magra, desquitada, de olhos azuis exorbitantes, claramente sofrendo da tireoide. Quando entrou com seus olhos, por um momento tive um erro de visão: a sala era essa mulher, essa mulher era a sala. Ambas se confundiam como águas da mesma cascata.
Esta senhora de olhos azuis extravasados, assim como a salinha – conseguiria fechá-los para dormir. E a sala? onde guardaria toda a sua claridade para dormir? Se pudéssemos por um instante desligar a sala – que sucederia? Que grande escuridão, feita de trevas mortais, se seguiria.
Mas a sala não tinha onde guardar sua claridade. Porque esqueci de dizer: o aposento tinha tal nudez, apesar dos objetos, dos móveis, das pessoas. Nesta sala: impossível esconder-se. A pessoa estava exposta.
Sobretudo uma coisa nos sucedia, porque a riqueza não estava mais atrás de nós nem a esperávamos mais pois não éramos adolescentes: hoje tornava-se uma palavra tão realizada que, mais um instante, e apodreceria. Hoje mal saísse da sala e se deteriorava em nada. A sala não era nem ontem nem amanhã. E quando pronunciávamos hoje era como se se tratasse de um segredo revelado. Açoitadas pela luz exorbitante da sala tiroide, às vezes saíam brigas estranhas entre as pessoas presentes. Brigas surdas, rápidas, por motivos fúteis: relâmpagos de verão. Uma vez não se encontrou a folha de papel que servira para embrulhar um presente para a dona da casa.
Que valor tinha o papel? Mas houve ríspida troca de palavras. Outra vez vimos um carocinho de uva brilhando no chão como um diamante. Rimos, cada um reclamava para si o caroço, sob pretexto, a princípio galhofo, de que iríamos engastá-lo como pedra preciosa num broche de gravata ou de vestido.
Mas em pouco as palavras transformaram-se em faíscas pequenas, e cóleras secas e curtas rebentavam de todos os cantos. Afinal, diante do silêncio reprovador de todos, coube a mim o caroço pois eu o descobrira. Saindo da sala, é claro, joguei-o fora. Era um caroço velho, sujo. Só por causa de uns restos de umidade cintilara à luz da sala.
Ah, era uma sala alegre, aquela. Fazíamos o possível para sermos convidados. Lá chegávamos ofegantes como um cão que corresse léguas e viesse enfim se extinguir aos pés de seu dono.
Arfantes, com a boca seca de tanta alegria. Exorbitados, curiosos, exaustos. Mas sem acusações possíveis. A sala nunca dera garantia nem prometera recompensas. Era vida, apenas.
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