clarice lispector

 

revelación de un mundo

a descoberta do mundo

 

 

 

traducción: Amalia Sato

Adriana Hidalgo editora

octubre de 2005

Buenos Aires

 

 

 

 

muerte de una ballena

 

 

En minutos se había esparcido la noticia: una ballena en Leme y otra en Leblon habían aparecido

donde rompían las olas y de allí habían intentado salir pero sin lograrlo.

Eran descomunales a pesar de ser apenas unas crías. Todos fueron a ver. Yo no fui: corría el rumor

de que una agonizaba hacía ya ocho horas y que incluso habían intentado tirar de ella pero que

seguía agonizando y sin morir.

Sentí horror por lo que contaban y que tal vez no fuera estrictamente el hecho real, pero la leyenda

ya estaba conformada en torno de lo extraordinario que por fin, ¡por fin!, sucedía, pues por pura

sed de mejor vida estamos siempre a la espera de lo extraordinario que tal vez nos salve de una vida

contenida.

Si fuera un hombre el que estuviera agonizando en la playa durante ocho horas lo santificaríamos,

a tal punto necesitamos creer en lo que es imposible.

No, no fui a verla: detesto la muerte. Dios, ¿qué nos prometes a cambio de morir? Pues el cielo y

el infierno nosotros ya los conocemos —cada uno de nosotros en secreto casi soñado ya vivió un

poco de su propio apocalipsis. Y la propia muerte.

Excepto las veces en que casi morí para siempre, cuántas veces en un silencio humano —que es el

más grave de todos en el reino animal—, cuántas veces en un silencio humano mi alma agonizando

esperaba por una muerte que no llegaba. Y como escarnio, por ser lo contrario del martirio en que

mi alma sangraba, era cuando el cuerpo más florecía.

Como si mi cuerpo necesitara dar al mundo una prueba contraria de mi muerte interna para que

ésta fuera más secreta aún.

Morí de muchas muertes y las mantendré en secreto hasta que la muerte del cuerpo llegue, y alguien,

adivinando, diga: ésta, ésta vivió.

Porque de aquel que más prueba el martirio es de quien se podrá decir: éste sí, éste vivió.

Lo más extraño es que todas las veces en que era sólo el cuerpo el que estaba por morir, el alma

lo desconocía: la última vez en que mi cuerpo casi murió, ignorando lo que sucedía, tenía una especie

de rara alegría como si ella estuviera por fin libre mientras el cuerpo dolía como el infierno.

 

Una de esas veces, recién después de que pasó fue que me dijeron que yo había estado tres días

entre la vida y la muerte, que nada garantizaban los médicos, pero que todo lo intentarían.

Y yo tan inocente de lo que sucedía me extrañaba de que no permitieran visitas. Pero yo quiero

visitas, decía, ellas me distraen del terrible dolor. Y a todos los que no obedecieron el cartel de

“Silencio”, a todos los recibí, gimiendo de dolor, como en una fiesta: yo me había vuelto locuaz

y mi voz era clara: mi alma florecía como un áspero cactus.

Hasta que el médico, realmente muy enojado y con un tono definitivo, me dijo: una sola visita más

y le doy el alta en el estado en que usted se encuentra.

“El estado en que me encontraba” yo lo desconocía, nunca en esos días noté que me hallaba al

borde de la muerte.

Me parece que vagamente sentía que, mientras sufriera físicamente de un modo tan insoportable,

eso era la prueba de que estaba viviendo al máximo.

Recuerdo ahora una vez cuando al mirar una puesta de sol interminable y escarlata también yo

agonicé con ella lentamente y morí, y la noche llegó a mí cubriéndome de misterio, de insomnio

clarividente y, finalmente por cansancio, sucumbí en un sueño que completaba mi muerte.

Y cuando me desperté, me sorprendí dulcemente. Durante los primeros ínfimos instantes al

despertar pensé: ¿entonces cuando se está muerta se conserva la conciencia?

Hasta que el cuerpo habituado a moverse automáticamente me hizo hacer un gesto muy mío:

pasarme la mano por el cabello. Entonces con susto me di cuenta de que mi cuerpo y mi alma

habían sobrevivido.

Todo esto —la certidumbre de estar muerta y el descubrimiento de que estaba viva— no duró,

creo, sino dos ínfimos segundos o tal vez menos todavía. Pero que desde hoy en adelante todos

sepan por mí que no estoy mintiendo: en menos de dos segundos se puede vivir una vida y una

muerte y una vida de nuevo.

Esos dos ínfimos segundos como forma de contar toscamente el tiempo deben de ser la diferencia

entre el ser humano y el animal: así como quizás Dios cuente el tiempo por fracciones de siglos

de los siglos: cada siglo un instante.

Tal vez Dios cuenta nuestra vida en términos de dos segundos: uno para nacer y otro para morir.

Y el intervalo, mi Dios, tal vez sea la mayor creación del Hombre: la vida, una vida. Recuerdo a

un amigo que hace pocos días citó lo que uno de los apóstoles dijo de nosotros: vosotros sois dioses.

Sí, juro que somos dioses.

Porque yo también morí de alegría muchas veces en mi vida. Y cuando pasaba esa especie de

gloriosa y suave muerte, yo me sorprendía de que el mundo continuara a mi alrededor, de que

hubiera una disciplina para cada cosa, y de que yo misma, empezando por mí, tuviera mi nombre y

entrara en la rutina: había creído que el tiempo se había detenido y que los hombres súbitamente se

habían inmovilizado en medio del gesto que estaban ejecutando —mientras yo había vivido la

muerte por alegría.

No fui a ver a la ballena que estaba por así decirlo muriéndose en la puerta de mi casa. Muerte, te odio.

Mientras tanto las noticias de Leme mezcladas con leyendas corrían por la ciudad.

Unos decían que la ballena de Leblon todavía no había muerto pero que su carne cortada en vida se

vendía por kilos pues la carne de ballena era excelente para comer, y era barata, eso era lo que se decía

por la ciudad de Leme.

Y yo pensé: maldito sea quien la coma por curiosidad, sólo perdonaré a quien tenga hambre, aquella

hambre antigua de los pobres.

Otros, en el límite del horror, contaban que también a la ballena de Leme, aunque todavía viva y jadeante,

le cortaban sus kilos para venderlos.

¿Cómo creer que no se espera ni la muerte para que un ser se coma a otro ser? No quiero creer

que alguien les falte el respeto a tal punto a la vida y la muerte, nuestra creación humana, y que

coma vorazmente, sólo por tratarse de un manjar, aquello que todavía agoniza, sólo porque es más

barato, sólo porque el hambre humana es grande, sólo porque en verdad somos tan feroces como

un animal feroz, sólo porque queremos comer de esa montaña de inocencia que es una ballena,

así como comemos la inocencia canora de un pájaro. Iba a decir ahora con horror: para vivir de

este modo, prefiero la muerte.

Y precisamente eso no es verdad. Soy una feroz más entre los feroces seres humanos —nosotros,

los monos de nosotros mismos, nosotros, los monos que proyectaron convertirse en hombres, y

ésta es también nuestra grandeza.

Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la búsqueda y el esfuerzo serán permanentes. Y

quien alcance el casi imposible estadio de Ser Humano, es justo que sea santificado.

Porque desistir de nuestra animalidad es un sacrificio.

 

 

 

 

 

 

morte de uma baleia

 

 

 

Em minutos espalhara-se a notícia: uma baleia no Leme e outra no Leblon haviam surgido

na arrebentação de onde tinham tentado sair sem no entanto poder voltar. Eram descomunais

apesar de apenas filhotes. Todos foram ver. Eu não fui: corria o boato de que ela agonizava já há

oito horas e que até atirar nela haviam atirado mas ela continuava agonizando e sem morrer.

Senti um horror diante do que contavam e que talvez não fossem estritamente os fatos

reais, mas a lenda já estava formada em torno do extraordinário que enfim, enfim! acontecia, pois

por pura sede de vida melhor estamos sempre à espera do extraordinário que talvez nos salve de

uma vida contida. Se fosse um homem que estivesse agonizando na praia durante oito horas nós o

santificaríamos, tanto precisamos de crer no que é impossível.

Não, não fui vê-la: detesto a morte. Deus, o que nos prometeis em troca de morrer? Pois o

céu e o inferno nós já os conhecemos – cada um de nós em segredo quase de sonho já viveu um

pouco do próprio apocalipse. E a própria morte.

Fora das vezes em que quase morri para sempre, quantas vezes num silêncio humano – que

é o mais grave de todos do reino animal -, quantas vezes num silêncio humano minha alma

agonizando esperava por uma morte que não vinha. E como escárnio, por ser o contrário do

martírio em que minha alma sangrava, era quando o corpo mais florescia. Como se meu corpo

precisasse dar ao mundo uma prova contrária de minha morte interna para esta ser mais secreta

ainda. Morri de muitas mortes e mantê-las-ei em segredo até que a morte do corpo venha, e

alguém, adivinhando, diga: esta, esta viveu.

Porque aquele que mais experimenta o martírio é dele que se poderá dizer: este, sim, este

viveu.

O mais estranho é que todas as vezes em que era só o corpo que estava à morte, a alma o

desconhecia: da última vez em que meu corpo quase morreu, ignorando o que sucedia, tinha uma

espécie de rara alegria como se ela estivesse enfim liberta enquanto o corpo doía como o Inferno.

Uma das vezes, só depois que passou é que me disseram: eu havia estado três dias entre vida e

morte, e nada garantiam os médicos, senão que tudo tentariam. E eu tão inocente do que estava

acontecendo que estranhava não permitirem visitas. Mas eu quero visitas, dizia, elas me distraem

da dor terrível. E todos os que não obedeceram à placa “Silêncio”, todos foram recebidos por mim,

gemendo de dor, como numa festa: eu tinha-me tornado falante e minha voz era clara: minha

alma florescia como um áspero cáctus. Até que o médico, realmente muito zangado e num tom

definitivo, disse-me: mais uma só visita e lhe darei alta no estado mesmo em que você está. “O

estado em que eu estava” eu o desconhecia, nunca nesses dias notei que estava no limiar da morte.

Parece-me que eu vagamente sentia que, enquanto sofresse fisicamente de um modo tão

insuportável, isso seria a prova de estar vivendo ao máximo.

Lembro-me agora de uma vez que ao olhar um pôr-do-sol interminável e escarlate

também eu agonizei com ele lentamente e morri, e a noite veio para mim cobrindo-me de

mistério, de insônia clarividente e, finalmente por cansaço, sucumbindo num sono que completava

a minha morte. E quando acordei, surpreendi-me docemente. Nos primeiros ínfimos instantes de

acordada pensei: então quando se está morta se conserva a consciência? Até que o corpo habituado

a mover-se automaticamente me fez fazer um gesto muito meu: o de passar a mão pelos cabelos.

Então num susto percebi que meu corpo e minha alma tinham sobrevivido. Tudo isto – a certeza

de estar morta e a descoberta de que eu estava viva – tudo isto não durou, creio, mais que dois

ínfimos segundos ou talvez menos ainda. Mas que de hoje em diante todos saibam através de mim

que não estou mentindo: em menos de dois segundos pode-se viver uma vida e uma morte e uma

vida de novo. Esses dois ínfimos segundos como forma de contar toscamente o tempo devem ser a

diferença entre o ser humano e o animal: assim como Deus talvez conte o tempo em frações de

século dos séculos: cada século um instante. Quem sabe se Deus conta a nossa vida em termos de

dois segundos: um para nascer e outro para morrer. E o intervalo, meu Deus, talvez seja a maior

criação do Homem: a vida, uma vida. Lembro-me de um amigo que há poucos dias citou o que

um dos apóstolos disse de nós: vós sois deuses.

Sim, juro que somos deuses. Porque eu também já morri de alegria muitas vezes na minha

vida. E quando passava essa espécie de gloriosa e suave morte, eu me surpreendia de que o mundo

continuasse ao meu redor, de que houvesse uma disciplina para cada coisa, e de que eu mesma, a

começar por mim, tinha o meu nome e já entrara na rotina: pensara que o tempo tinha parado e os

homens subitamente se tinham imobilizado no meio do gesto que estivessem executando –

enquanto eu vivera a morte por alegria.

Não fui ver a baleia que estava a bem dizer à porta de minha casa a morrer. Morte, eu te

odeio.

Enquanto isso as notícias misturadas com lendas corriam pela cidade do Leme. Uns

diziam que a baleia do Leblon ainda não morrera mas que sua carne retalhada em vida era vendida

por quilos pois carne de baleia era ótimo de se comer, e era barato, era isso que corria pela cidade

do Leme. E eu pensei: maldito seja aquele que a comerá por curiosidade, só perdoarei quem tem

fome, aquela fome antiga dos pobres.

Outros, no limiar do horror, contavam que também a baleia do Leme, embora ainda viva e

arfante, tinha seus quilos cortados para serem vendidos. Como acreditar que não se espera nem a

morte para um ser comer outro ser? Não quero acreditar que alguém desrespeite tanto a vida e a

morte, nossa criação humana, e que coma vorazmente, só por ser uma iguaria, aquilo que ainda

agoniza, só porque é mais barato, só porque a fome humana é grande, só porque na verdade somos

tão ferozes como um animal feroz, só porque queremos comer daquela montanha de inocência que

é uma baleia, assim como comemos a inocência cantante de um pássaro. Eu ia dizer agora com

horror: a viver desse modo, prefiro a morte.

E exatamente não é verdade. Sou um feroz entre os ferozes seres humanos – nós, os

macacos de nós mesmos, nós, os macacos que idealizaram tornarem-se homens, e esta é também a

nossa grandeza. Nunca atingiremos em nós o ser humano: a busca e o esforço serão permanentes.

E quem atinge o quase impossível estágio de Ser Humano, é justo que seja santificado.

Porque desistir de nossa animalidade é um sacrifício.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

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