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Nos interesa considerar a la muchacha azul que no nos mira con simpatía como
una versión poco sociable de ella misma, como cuando la vendedora de lapiceros
nos mira sin vernos porque todos —y cada uno— somos siempre el mismo: un mismo
que para ella significa de manera automática la fatalidad de una vida escasa, insoportable,
de vecina general, que no se merecía, no se merecía, porque su destino era el de persona
particular y solamente de domingo.
Sin darse cuenta, cada tres minutos, la vendedora de lápices se lleva las manos a la cintura,
a la vez, para comprobar que no aumenta y que sigue siendo simétrica: es su manera de
controlar y de enfrentarse a su destino vulgar, mezquino, adocenado.
Mientras mantenga su cintura delgada y simétrica todavía puede esperar su destino verdadero,
que cambiará su vida mágicamente.
De momento, cada mañana y cada tarde está en su pequeña papelería, pero de un modo
impersonal: como haciéndose un favor al que es íntimamente extraña, ajena: sin reconocerlo,
se desdobla en dos: la vendedora y la otra, a la que nunca ha visto, a la que siempre espera:
‘no nos ha visto nadie. Pura, búscate el talle’.
Pura, Purificación, tiene que desdoblarse, duplicarse, disociarse, escindirse: solamente así
soporta pasarse el día, los días de su vida única, vendiendo lápices y sacapuntas y gomas de
borrar y cartillas y libretitas.
La muchacha azul, en su versión espeluznante, antipática, no tiene nada que ver con la vendedora
de lápices, pero le hemos dado el tiempo, la oportunidad, la opción de que nos mirase con menos
desgana, con menos agresividad, con algo menos de aversión.
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