la albondiguilla

 

 

 

 

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Sobre mi mesa de trabajo, en el pequeño despacho, esta mañana he encontrado un paquete, de papel blanco, atado con un bramante azul.

Tengo 74 años, profesor de química jubilado, vivo con mi hija Laura y su marido Gianni Tredescalzi, doctor en ciencias económicas, y sus tres hijos, Edoardo, 17 años tercero de liceo, Marco 16 años primero de liceo, Romeo 14 cuarto de primaria, estupendos chicos.

Soy viejo. Y estoy algo cansado. Trabajo poco. Pero todavía consigo dedicar dos o tres horas al día a la Enciclopedia Peduzzi, que me ha encargado las voces de química y matemáticas. Será una obra en diecisiete volúmenes. Estoy cansado, un poquitín. En el quinto piso. Domingo por la mañana. Qué curiosa lluvia esta mañana; inclinada. Los cristales están rociados de perlitas de agua.

Un paquete blanco, atado con un bramante. El papel es de aquellos brillantes, caros, como los que utilizan en las charcuterías de lujo. Pero no hay etiquetas. Llamo a Lucía.

Lucía viene:

—Señor.

—Lucía —le digo—, ¿qué es este paquete?

Ella lo mira. Parece desconcertada.

—No lo sé, señor.

Yo lo abro, sin excesiva curiosidad. La edad tiene esto terriblemente triste: que ya no cabe esperar cosas nuevas o hermosas. Lo que se tiene, se tiene. Y basta para la eternidad de los siglos, si es que hay eternidad.

Abro el paquete de papel blanco atado con cordel azul. Lo abro despacio, precisamente porque no estoy anhelante, qué más quisiera. Ya no espero nada.

Ahí está. Qué extraño. Es un pequeño recipiente de cartón como aquellos que había antes en los distribuidores automáticos que ahora ya no se ven por ninguna parte. Recuerdo, era un niño, algunas tiendas del centro, entonces modernísimas, donde tras los cristales, introduciendo una moneda, subían lentamente pastelitos, chocolatinas, galletas, sandwiches, Wuersteln, hasta helados. Se abría una puertecita. Y se recogía lo elegido.

Sobre la bandejita de cartón, una albondiguilla o mejor dicho un pastelito. O mejor todavía una albondiguilla recubierta, un esmalte de crema, o paté, y, encima, un chorrito indudablemente gracioso de mantequilla con salpicaduras negruzcas que recuerdan al caviar. Apetitosísima, si he de ser sincero.

Pero son las once de la mañana. ¿Qué significa esta comida? ¿Quién me la ha traído? ¿Por qué? La belleza externa de la cosa me deja perplejo.

Lucía se ha ido. Gianni está fuera, probablemente en el tenis. Laura está en misa. A través de los cristales siempre aquellas seis ventanas de enfrente, donde nunca he acabado de saber quién vive, en el fondo no me interesa, y sin embargo esas seis ventanas, visibles desde aquí, me han hecho compañía durante muchos años, podría dibujarlas sin equivocarme en una sola línea, de saber dibujar.

Un pastelito bastante estimulante. Como aquellos que veía en los escaparates de las charcuterías de lujo, símbolo de bienestar y de refinamiento, en la época en que esperaba convertirme en el amo del mundo. Pero ¿quién me la ha mandado? ¿Y por qué?

Una inquietud. Son las once. A través de los cristales las seis malditas ventanas de siempre. ¿O benditas? No sé. Adivina nuestros recónditos motivos de alegría o de disgusto.

Vaga, impalpable incertidumbre. O aprensión. O miedo. O algo peor.

La albondiguilla, por encima, tiene el bonito color de la carne bovina dorada con arte. Todo el borde está esmaltado de una sustancia gris plateada que podría ser efectivamente paté. Y luego esos chorritos de mantequilla.

Me levanto. Esta mañana no tengo fuerzas para trabajar. Llueve. Los cristales gotean. Me levanto y ando. Inquieto, nervioso. ¿A dónde voy?

Camino arriba y abajo. Soy viejo. Oigo el ruido de mis pasos veloces pero de viejo, antes mis pasos eran distintos. ¿Los míos? El paso de todo el mundo era distinto. Más joven, más seguro de sí mismo, más hermoso. Pero luego vino la guerra.

El pasillo. Es una casa grande, por suerte. Enorme. El pasillo es largo. Yo camino para distraerme arriba y abajo por el largo pasillo, las casas de ahora no tienen pasillos así, tan ricos de posibilidades laterales, y por lo mismo misteriosos.

Voces. Me detengo. Una puerta cerrada, pero las voces, al otro lado, se oyen perfectamente. Mis tres nietos. Los reconozco.

—No, no. Era perfecta. —La voz de Marco—. Seguro que se la comerá.

—La hora no es muy apropiada. Era mejor esperar —dice Edoardo, le identifico fácilmente.

La risa de Romeo, tan precoz:

—Lo mismo da que sean las once como las diez de la mañana, al abuelo le encantan. No lo resistirá, os lo digo yo.

Edoardo:

—Qué lata. ¿No nos lo sacaremos nunca de encima?

Marco:

—Uf. ¿Te diste cuenta ayer por la noche en la mesa como comía? Qué asco. Su dentadura postiza sencillamente me pone enfermo.

Breve silencio. Luego Edoardo, con una risita:

—Ya no te pondrás enfermo. Está la albondiguilla.

Marco:

—¿Podemos estar seguros de que va a funcionar?

Edoardo (en voz baja, con énfasis):

—Cianuro. Señor cianuro.

Romeo:

—¡Vamos, abuelito, sé bueno, traga!

Marco:

—¡Y revienta!

La carcajada de los tres, a través de la puerta, se desparrama hasta el pasillo, resonando entre las paredes del mismo, arriba y abajo por el pasillo donde estoy yo, escuchando.

Aquí no llega la luz del día. Sólo un reflejo gris-hierro, casi nada, una penumbra de hierro.

¿Como los perros?, pienso. ¿Ya no sirves para nada, verdad?, me digo. Estorbas. Tu presencia ya se ha hecho superflua. Y molesta. Estéticamente insoportable con tus arrugas, el cuello ajado, la sonrisa demasiado anhelante.

Marco:

—¿Y si no se la come?

Edoardo:

—Se la comerá, se la comerá. Es peor que un niño.

Romeo: risa contenida.

Doy, en el pasillo, un paso atrás. Dos pasos atrás. Tres. Me retiro a mi pequeño despacho, a mi cuarto.

¿Ya no me necesitáis, verdad? ¿Estáis seguros de vosotros mismos? ¿El futuro os ha abierto sus puertas? ¿Hermosa juventud, verdad? La piel fresca, la sonrisa fresca, el estómago que no existe, el hígado que no existe. ¿Qué hace este vejestorio todavía aquí? ¿Qué más quiere? ¿No le da vergüenza?

Son fuertes, energéticos, carecen de dudas. ¡Adelante! ¡Disfrutemos de la vida!

Adiós, chicos, he comprendido. Me iré sin hacer demasiado ruido. Encantadores, sois, os parecéis condenadamente a un tipo que existió hace muchos años; y que llevaba mi nombre.

(Por suerte no lo sabéis. Ni lo sospecháis. Pobres hijitos míos. No tendréis mucho tiempo para reíros. Dentro de un siglo, o de un año, o de un mes. O dentro de un día. O dentro de una hora. Dentro de un minuto, o todavía menos, estaréis exactamente como yo. Viejos. Jubilados. Arrugados, ¡para tirar a la basura!)

Ya no llueve. Sobre los cristales las gotas ya han sido secadas por el sol, sólo queda una huella blanquecina. A través de los cristales las seis fatídicas ventanas, a estas miserias grises se reduce nuestra vida. ¡Tocad, tocad, charangas de la revancha!

Pero las charangas se callan, no habrá revancha, las charangas no han existido nunca.

Vuelvo a sentarme ante mi mesa. Estúpida luz de un mediodía de fiesta. El paquete. La elaborada albondiguilla. Nietecitos queridos, tan inteligentes que no se dan cuenta. Y buenos, tal vez.

La albondiguilla tiene, en su superficie superior, el color de la carne bovina bien dorada. El borde, alto, está esmaltado de una sustancia gris plateada que podría ser paté. Y luego, encima, están esos chorritos de mantequilla, jaspeados de salpicaduras negras que podrían ser caviar. Albondiguilla que me regala la juventud, albondiguilla de muerte.

Adieu, amigos. He comprendido. Sentado ante mi mesa, ayudándome con el cortapapeles de latón dorado, empiezo a comer. Y a morir, como vosotros queríais, queridos chicos. Qué amable pensamiento dominical para el abuelo.

¡Está rica, riquísima!

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Las noches difíciles

Dino Buzzati

«LE NOTTI DIFFICILI»

Traducción Carmen Artal

Edición en lengua castellana, propiedad de

Editorial Argos Vergara, S. A.

Barcelona (España)

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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