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Edgar Degas – El barreño, 1886
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Roja de pelo rojo y con una piel real, material, tal vez suave de tacto pero abrupta de textura
y áspera de colores y de luz, la muchacha se está dejando los riñones para adecentar el barreño
que es su bañera y que quizá le compensará con el calor caliente del agua y con la gracia, con la
diversión burbujosa de la espuma, y con las caricias de la esponja y con ese extraño encuentro
con el cuerpo que el baño propicia y que tiene un tiempo cariñosamente práctico en el que se revisa
la integridad de los acabados de la piel y de esos espacios mínimos y secretos del cuerpo somático.
Merodeando con sencillez, a uno le parece, por la peculiaridad del barreño, que la muchacha está
preparando la cacerola para cocinarse, es decir, que después se pondrá a hervirse ella misma en
un baño amable: en definitiva, ya está dentro de la olla y desnuda como un pollo, desnuda como
cualquier carne preparada para cocinar.
Aunque el agua del baño se desborde, sobre todo cuando ella tenga que hacer maniobras de
autolimpieza, o aunque salpique aquí y allá, uno piensa que siempre saldrá beneficiada: el estampado
del suelo es tan feo que ya no se puede empeorar.
Cuando uno se siente como respirando un barro cansado, o recorrido por líneas que huelen a universo
y que se esconden en los lugares negros y dulces de la piel y del cuerpo, o cuando se descubre ocultando
con demasiada frecuencia los clavos, conviene, quizá, pensar en darse un baño, incluso aunque se
corra el peligro de no reconocerse después de la limpieza, sin todo el peso de la suciedad que ahora sobra.
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