edgar degas:
seated nude combing her hair
1887-90
La muchacha tiene el pelo de un color precioso, tal vez porque lleva un fuego,
porque su pelo está encendido de fuego rojo, y ella lo planifica, lo urbaniza, quizá
lo domestica acariciándolo con mano de hierro y guante de seda, que es como
se dice que hay que manejar a las criaturas, a los seres y entes de naturaleza salvaje,
como el fuego del pelo de esta mujer, que llega directamente del último crepúsculo,
cruzando los salones de la tarde.
Quizá ella intuye que ahí mismo, en la cabeza, tiene un patrimonio que debe cuidar
aunque apeste a zorro –que es, justamente, el aval de su pedigree de pelirroja–.
Con las piernas cruzadas y la nariz que asoma como un pico malo, la muchacha tiene
un buen volumen general, quizá más patente en el trasero y en la geometría del abdomen,
de la barriga, del vientre, que viene a ser el depósito donde vamos acumulando, también,
lo extraño, lo incomprensible de nosotros mismos, todo ese material sensible o insensible
que ya ha pasado por la cabeza y por el corazón, que no lo han reconocido como propio,
y que ha seguido buscando sin suerte su metabolismo, su misión, hasta que ha sido
arrumbado en las entrañas, indescifrable, haciendo peso y volumen.
Y por eso vemos, a veces, que los ciudadanos se paran, se detienen en las esquinas
tocándose las entrañas a trastes infinitos, sobre toda la altura de su peso –-lo dijo el poeta–:
son los impacientes o los desesperados o los caprichosos o los que no toleran ya más
la frustración: ahí están, con las dos manos, apretándose contra la pared, como si no
supieran, como si nadie les hubiera dicho.
En las manos, en la nariz, en el brazo que lleva el peine y en la vertiente de las tetas,
a la muchacha le brilla sobre la piel una nieve o un hielo fino, tal vez una escarcha.
En cualquier caso, parece una materia suave, agradable y con cierto enigma.
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