Lo malo del ajedrez es que, a veces, es un asunto personal, y no quiere serlo. Y que algún jugador
intenta colocar a su Dama entre el sol y la sombra. Al comenzar parece que, en el tablero, sobra suelo
y falta techo, o al revés, pero el inicio de la partida suele ser hermoso como abrir una ventana con todos
los cristales todavía intactos.
Para manejarse en el ajedrez no basta con el sentido común y, cuando se está jugando, tampoco sirve
de nada seguir a la multitud ni imitar al vecino.
Es un juego duro, con una fuerte pureza de fondo y con la obsesiva necesidad de un universo lógico y
coherente. Hay que ser siempre demostrativo, porque con la elocuencia no basta para ganar. Sin embargo,
en todas y cada una de las partidas cabe el placer de abandonarse a la aniquilación.
Se juega con el principio de realidad en medio, aunque haya jugadores que se dediquen exclusivamente a
planificar matanzas.
El ajedrez es un continuo desencuentro: se puede ir de victoria en victoria hasta la derrota final; el sufrimiento
invierte continuamente posiciones; el espíritu del jugador es mecido, con frecuencia, por sensaciones de
sofocación, o puede sentirse depositado en grumos y callado como un espejo, en pose de sotana, simplemente
porque la partida se le ha venido abajo desde el arado.
Conviene saber que sobre el tablero, entre las piezas, hay tenues y ocultos intersticios de sinrazón, que son
los que solamente puede ver el jugador con talento, y el talento, como el agua, es difícil de parar.
Con todo, lo fundamental, el principio que ha hecho campeones a los campeones, consiste en no permitir
—nunca, bajo ninguna circunstancia— que el enemigo vea tus piezas.
0 comentarios