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el museo sonámbulo
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En su trajín periodístico, Ramón decide una noche meterse en el Museo del Prado, ir descubriendo los cuadros —retazos
de cuadros— a la luz de un farol que lleva en la mano, y escribir con la experiencia un reportaje.
La idea es muy ramoniana y nos descubre por vía de anécdota la manera que tenía Ramón de vivir y gustar el arte. Puede
decirse que siempre lo vio así: a farolazos. A golpes de intuición. Escribe libros sobre el Greco, Goya y Solana, e innumerables
retratos de artistas modernos, muchos de los cuales se repiten en Ismos.
Ramón había obtenido en aquella noche periodística un museo sonámbulo y personal, un museo en movimiento, vivo y
azaroso. Había obtenido, sobre todo, una victoria contra el realismo. A golpes de luz, como a golpes de espátula, destruye la
coherencia, composición y asunto de la mayoría de los cuadros. Hace a su manera una lectura picassiana de los clásicos: los
desbarata.
Lo que aquella noche estaba destruyendo Ramón —aunque quizá no lo entendieran así sus lectores de periódico— era
nada menos que el realismo. Los pintores que elige para sus biografías mayores son tres grandes negadores del realismo.
Ramón, hombre moderno y posbaudeleriano, sabe que la realidad ha caducado. Sabe, con André Gide, que la piel es lo más
profundo, pero todo consiste, precisamente, en profundizar la piel.
El realismo se quedaba en la piel de la Historia —los hechos, según dijo Ortega—, y en la piel de los seres.
Hay que exigirle a la realidad más de lo que puede dar. Ramón es puro pensamiento plástico, es un primitivo que jamás ha
pensado en abstracto —y cuando lo intenta por escritorios resultados son muy pobres—, de modo que el pensamiento plástico
de Ramón, enfrentado al pensamiento plástico que es la pintura, entabla una correspondencia dialéctica de entrevisiones que
nunca es geométrica como un juego de espejos, sino enriquecedora por acumulación, iluminadora por abrumación.
Ramón ha definido siempre a un hombre por su cara, más que por su obra. Negar la validez de esta lectura sería negar el
arte todo, pues el arte no es otra cosa que lectura de la piel, una lectura del mundo tan válida y profunda como cualquier otra,
empero. La pintura, precisamente, legitima el hacer de Ramón, esa fe ciega en que el mundo es un museo sonámbulo —como
el Prado en aquella noche de su incursión— donde las almas van asomadas a los rostros.
La pintura es cosa mental, efectivamente, pensamiento del mundo, pero pensamiento plástico. Ya hemos apuntado en otros
momentos de este libro el origen del fanatismo realista, que está en el aristotelismo, el escolasticismo y el positivismo. Contra
ese fanatismo se levanta periódicamente la imaginación. El Greco, en una España todavía medieval, comprende que lo que se
pinta es siempre la imaginación del pintor, de uno mismo. Han sido grandes pintores los que han pintado su propia imaginación
y han sido menos grandes los que creían pintar la realidad.
Pues si bien la piel es lo más profundo, el realismo es creer que la piel es la piel. Puesto que lo que se pinta, en último término,
es la visión interior, y no la exterior, el Greco decide reducir al mínimo su sumisión convencional al mundo exterior, y pinta los
ángeles y los santos como él puede imaginarlos, crea o no en ellos.
Deja de pintar anatomías con alas, que es lo que hacía la pintura religiosa. La pintura religiosa está llena de atletas voladores
y mozas consagradas como la Virgen. Yo diría que el Greco pinta por primera vez un ángel, no sólo en la historia de la pintura,
sino en la historia del cielo. Porque pinta su imaginación y en la imaginación es donde viven los ángeles.
Goya pinta brujas, y también pinta las primeras brujas, más que las de Brueghel o las del Bosco, porque no pinta las brujas
de la mitología ni de la tradición, sino las brujas de su mente, las únicas brujas reales. La bruja goyesca es la coartada para dejar
de pintar el mundo o sus imitaciones y empezar a pintar la propia imaginación.
Hemos dicho que la pintura es una lectura del mundo que hace el pensamiento plástico, y esto parece contradecirse con la
otra idea de que la pintura sólo se pinta a sí misma, sólo pinta la imaginación del pintor. En realidad es la misma cosa: la pintura
no es el mundo —como se ha creído y se ha querido durante siglos—, sino una lectura del mundo, y la lectura la hace siempre
un hombre, una imaginación.
El Greco y Goya escapan a la realidad sublimándola a fuerza de dotes y originalidad artística. Solana, el tercer gran pintor
ramoniano, escapa al realismo por el camino opuesto: degradándolo. Todo el arte moderno está hecho a medias entre exquisitos
y analfabetos. Picasso es el primer exquisito. Solana uno de los grandes analfabetos.
Quien no hace ya el arte —afortunadamente— son los académicos. Solana parece anterior al dibujo, y su torpeza fingida,
deliberada o natural, degrada la realidad como nada y nos revela que no es tal realidad. El Greco y Goya escapan al realismo
por exceso de dotes y Solana —digámoslo así— por falta de dotes. Qué gran mal pintor.
Estos son los pintores de Ramón, los que interesan a Ramón, los que biografía y trata. Diríamos que al Greco y Goya los
ha tratado también, pero con quien efectivamente toma café en Pombo es con Solana. Solana es, como Ramón, un primitivo.
La manera que tiene Ramón de entrar en la pintura del Greco y Goya es, digamos, una subliminación por degradación. De los
ángeles del Greco dice que tienen pantorrillas de moza toledana, y de los amarillos de Goya que son «amarillos de tortilla de
patata». Esto no es sólo una manera peculiar que tiene Ramón de entenderse con la pintura, sino de entenderse con el mundo.
En la inmensa mayoría de sus greguerías, definiciones, descripciones y prosas, hay un último rasgo de realismo menudo,
de referencia a la cotidianidad, que siendo lo que rebaja el conjunto, es lo que le da su soporte y levadura de realidad.
Ramón, que empieza a escribir, ya de partida, más allá del realismo, sabe que un detalle realista y bien observado es la
levadura que anima y enriquece todo el conjunto. El detalle prosaico —que ya trataremos más detenidamente al tratar la greguería
y el estilo de Ramón en general—, no es sólo la nota de un observador eterno de la vida, sino el resorte sabio de un sabio del
oficio, consciente, al fin y al cabo, de que la imaginación trabaja siempre a partir de algo muy real, muy pequeño y muy concreto.
Por eso se le agradece tanto el anclaje en la realidad que nos ofrece siempre finalmente, de regreso de sus lirismos, como
se le agradece al filósofo el ejemplo concreto con que ilustra la lección.
Espero no tener que aclarar que esta levadura de realismo y cotidianidad que Ramón mete en todo —incluso en las
sublimidades del Greco— no contradice nuestra teoría —nada nueva por otra parte—de Ramón como superrealista, sino que
la completa y da sensatez. Por algo elige Ramón a sus pintores. Qué pintores los de Ramón. Y por algo no elige otros. El realismo
de Velázquez, por ejemplo, no parece haberle tentado nunca.
Dice Ortega que Velázquez pintaba en prosa, y Ramón no tolera la prosa, aunque parezca que ha escrito kilos y kilos
de prosa. En cuanto a Solana, con él no hay caso, pues está tan cerca de Ramón en vida y obra que son dos primitivos y se
entienden entre sí de una manera primitiva, pasándose longaniza y palabras gruesas.
De entre todos los retratos y biografías de pintores y escultores que hace Ramón, lo de Solana es lo mejor, naturalmente,
pues que Solana es como un hermano pictórico y palurdo del escritor. Con Solana no tiene que recurrir a su fórmula de la
sublimación por degradación, ya que Solana lo degrada todo previamente con su mal dibujo genial y su genial mal gusto.
Solana es, digamos, la versión infame de Goya y de mucha pintura española, la sublimación inversa de la realidad, lo que
Ramón mismo hubiera querido hacer. Es la prosa de Ramón al óleo. Recordemos aquella frase ramoniana: «Cuánto trabajo
para que todo quede un poco deshecho.»
Eso es lo que hay en Solana. Un gran esfuerzo para que todo quede deshecho, mal hecho. Solana desborda la realidad
por abajo como el Greco la desborda por arriba. Están, pues, en el mismo límite. Para Ramón, pasear con Solana y beber su
vino es como pasear con el Greco. Si ha visto lo que los ángeles del Greco tienen de mozas toledanas, poco le cuesta ver lo
que las mozas de Solana tienen de angélico.
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Francisco Umbral
COLECCIÓN AUSTRAL
LITERATURA/CONTEMPORÁNEOS
Segunda edición: 15-III-I996
Editorial Espasa Calpe, S. A.
PRÓLOGO de Gonzalo Torrente Ballester
RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS
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