El universo como grito primigenio
Las cinco en punto de la tarde. Abren sus fauces
y se ponen en marcha: agudos, penetrantes y metálicos.
Primero el niño, después su hermana. De vez en cuando
ambos se desatan a la vez, y me dan ganas
de ponerme los zapatos para subir a ver
si se trata solo de un experimento
que sus padres han estado llevando a cabo
sobre el buen cristal que seguramente
yace hecho añicos y esparcido por el suelo.
Quizá la madre aún está orgullosa
de esos cuatro pulmones rosados que amamantó
con tal poderío. Tal vez, si alcanzaran
el mágico decibelio, el edificio entero
despegaría y cabalgaríamos hacia la gloria,
como Elías. Si es esto —si es a lo que
sus gritos apuntan —dejemos que el cielo
pase del azul al rojo, al oro fundido,
al negro. Que el cielo que heredamos se nos acerque.
Ya sean nuestros muertos con túnicas del Antiguo Testamento
o una puerta abriéndose a la turbulenta infinidad del espacio.
Tanto si se doblegan para recibirnos como un padre,
como si nos devoran como una fragua. Estoy preparada
para encarar lo que se niega a dejarnos conservar cualquier cosa
por mucho tiempo. Eso que nos burla con bendiciones
y nos doblega con penas. Mago, ladrón, la tempestad
que ruge para hacer chocar nuestros espejos contra el suelo
para purificar nuestras cortas e inocentes vidas. Qué insignificante parece
nuestro alboroto al lado de eso. Mi equipo de música en modo aleatorio.
El vecino cortando cebollas al otro lado de la pared.
Todo ello no es más que un contratiempo frente a lo que quizá
nunca nos suceda. Y los niños, arriba, a lo suyo,
gritando como en los Albores de la Humanidad, como si algo
innombrable hubiera comenzado a imponerse
después de haber nacido.
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