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Ilse se ha apoyado en la puerta de su casita roja y nos desafía con algo de sola ante el peligro
o de la naranja mecánica, está hermosa con la mirada amenazante, de mujer disocial a la que
nos conviene temer o, por lo menos, respetar.
Pero mirándola a los ojos, entrando a su juego de miedo y poder, enseguida comienza a circular
entre nosotros la magia del deseo o el deseo de la magia, el paréntesis cordial de sus caderas
–lo dijo el poeta- y la ley de gravitación (perfumada y universal).
Hay momentos (como éste) en los que el tiempo se detiene para jugar a la eternidad. Se dice que
la mujer perfecta viene con el mando de control remoto incluido, pero Ilse es mucho más que perfecta,
claro: hay algunos que vivimos en la oscuridad y sólo salimos a la luz cuando conocemos a mujeres
como Ilse: tremendas, irreversibles, finales.
Va de quedona y vestida con colores cálidos, soleados, terrosos y sangrantes, de modo que ya no sé
si la cosa pasional, recién abierta entre nosotros, quedará en un duelo al sol, matándonos el uno al otro
a disparos cortos, o más bien nos dejaremos enlazar y, soga a soga, tensándonos despacio,
se encenderá nuestra hormiga.
Quizá tengamos que hacer el teléfono o comernos tablero. Aunque no creo que vivamos para contarlo.
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