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técnicas de iluminación

 

Voces / Literatura nº 193

Editorial Páginas de Espuma

 

 

volver a oz

 

 

Se llamaba Dorothy. Tenía zapatos rojos de lamé y un gran lazo en el pelo,

que no se quitaba ni para ir al dentista.

Le atraían los hombres mayores, de orografía complicada: forasteros con

serrín en la cabeza, leñadores oxidados, felinos de aspecto aterrador que

después rompían a llorar histéricamente y juraban por lo más sagrado que

nunca, nunca, nunca volverían a ponerle la zarpa encima a una niña, que

aquella había sido la excepción.

Había crecido en K. y K. no existía; era el horizonte calcinado entre la

nada y la nada, una cicatriz en los ojos.

Imágenes sucias de pozos petrolíferos y siluetas cabizbajas. La casa

flotaba en el limbo, abierta a los tornados; una trampilla en el suelo de corcho

conducía a la madriguera de los conejos: un foso de vida palpitante.

Uncle Henry devoraba tabaco de mascar, mientras repasaba la Biblia, y lo

escupía en el techo cada tres minutos con exacta puntería; tocaba el arpa

de boca y domaba mecedoras.

Destilaba aguardiente casero en la palangana de bañarse y, si estaba muy

bebido, las zurraba sin ganas con su guante de béisbol hasta que se le

entumecía el brazo.

A veces subía al tejado y disparaba con su rifle a los aviones.

Se quedaba dormido en cualquier sitio, ahí tirado, las gafas se le escapaban

de la nariz y le reptaban por la cintura, impulsándose con sus patas de

saltamontes metálico.

Aunt Em pasaba sus días en silencio y sin quejarse; parecía una mancha de

humedad en la pared. Barría con su escoba el porche, barría las camas,

barría el viento, barría hasta sus tres lápidas, ya preparadas, colocadas en

fila, muy juntas, con sus orlas y epitafios, de un gris soso, en las que solo

faltaba, para que todo cuadrase por fin en orden, una fecha tras el guión.

Ese pequeño detalle. Una túnica de polvo la enharinaba; toda su vida desde

el día de su boda con Uncle Henry había sido un baile a solas con el desierto,

un vals de escobas y arañas.

Ah la vida, la vida sin adjetivos, introduciéndose por todos los orificios del

cuerpo, tanto si te gusta como si no, se llamaba Dorothy, zapatos rojos,

pelo rojo, te habrán costado una fortuna, ¿me prestas tu pintalabios?

Hay hombres, la mayoría, que tienen la sangre más espesa que la miel.

Una mancha de humedad en la pared, no hay nada como el hogar, de

un gris soso, solo faltaba una fecha.

En un rincón del patio trasero resistía a duras penas un arbolito raquítico,

encarcelado en la malla de una cerca metálica que le impedía estirarse.

Crecía allí, deformado, contra las tapias sucias de los talleres mecánicos,

contra el ruido cacofónico de las sierras radiales.

Nadie lo regaba ni se ocupaba de él; ningún pájaro le hizo el favor de

posarse en su copa. Alguien, al pasar, había apagado un cigarrillo en

su corteza y todavía era visible la quemadura. Era poco más que

un palitroque olvidado en un cuadrado de fango.

Algunas primaveras, de sus ramas estallaban inopinadamente dos o tres

pequeñas flores liláceas, casi mustias, una muda plegaria, su grito afónico,

y eso era todo.

Florecía para nadie. Pero eso quería decir que el arbolucho, pese a todo,

no se resignaba ni se daba por vencido, no se rendía, aún reclamaba su

porción de belleza, su lugar bajo el sol, su derecho a la luz y al agua,

la dignidad de estirarse por un instante y pronunciar su nombre verde,

allí tan solo, antes de morir del todo y desvanecerse de la memoria de

las generaciones de este mundo y de los siguientes.

Él también quería disfrutar de su minuto de éxtasis. Se llamaba Dorothy.

Cuando se quedaba a solas recortaba revistas de Hollywood o fantaseaba

con batidos de frambuesa en estaciones de servicio donde todo era

cromado y reciente y aerodinámico y Teddy Rocamora con su chaqueta

de lentejuelas.

¿Me dejas una moneda para el juke-box?

Casarse y tener hijos.

No casarse y no tener hijos.

Calzarse los zapatos de baile. Volver alguna vez, de tarde en tarde, a Oz.

Viajar con el pensamiento, over the rainbow. Volar en globo, surcar los

mares, hacer autoestop y fugarse en un autocar Greyhound hasta Pasadena,

en el estado de California, junto a los beatniks, por fantasear que no quede.

Abandonar por una vez el camino de baldosas amarillas, los simios con alas,

la rebeldía de Toto y sus ladridos de desesperación cuando vio acercarse

la jeringuilla llena de aire del veterinario, no es nada, tan solo un poco de

aire, el aire no da miedo, te habrán costado una fortuna, y después nada,

la pantalla vacía, los títulos de crédito, la gente revolviéndose en sus butacas

con ojos secos buscando su paraguas o cualquier pretexto para seguir viviendo.

Entrar en la fantasía para salir de la familia.

Escalar un muro de piedra y descubrir al otro lado el delicado País de la

Porcelana, donde todo era de porcelana: las casas de porcelana con visillos

de porcelana, los rosales de porcelana, los trenes de porcelana, las vacas

de porcelana brillando a lo lejos, los niños de porcelana camino del colegio

que se apartan con aprensión de los extraños por el pánico a romperse.

Porcelana rota: de eso sabe mucho Dorothy. Algo no encaja, las piezas

no coinciden, el orden se ha quebrado, se ha equivocado de cuento.

A Dorothy le cuesta distinguir entre realidad y ficción.

Sospecha que le ha sentado mal algo que soñó anoche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

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