‘Téngale miedo a la ira de Dios y a una escasez de mujeres’, dice un proverbio noruego.

Viendo, mirando a Erin puedo hacerme una idea de esa curiosa advertencia.

Ella es dorada, también su pelo es dorado y se puede decir que aquí se está naturalmente bien,

como cuando la lluvia nos lava y nos alegra y nos da algo agradable y suave: nos devuelve

nuestra pureza de animales, de criaturas calladas que están de acuerdo con su destino sin conocerlo.

Amemos, pues, las actualidades y las almohadas, no se vaya a secar la lluvia.

Los días son de color variable; las vacas están en su pleno esplendor blanco y negro.

Erin está postrada, lánguida, tranquila. El poeta se pregunta -también- por las iglesias, cuando ya

no se usen para nada: ‘¿se dejarán, sin precio, a la lluvia y a las ovejas?’.

Viendo, mirando a Erin van concurriendo los diversos asuntos divinos y humanos, como si abriéramos

la realidad. Ahora no quiero soltar a la gallina negra: que todas las gallinas de este rincón del planeta

sigan siendo dulces ponedoras, gallinas blancas y buenas.

Con la calma manual que tienen los asnos, Erin está escuchando a la mecedora: quizá los crujidos

de la dulce madera; quizá sus silencios balanceados.

‘¡Loco de mí, lovo de mí, cordero de mí, sensato, caballísimo de mí!’ –dijo el poeta, con las palabras

exactas-.

 

 

 


 

 

 

 

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