Thairine está hermosa de peinado y de actitud y de presencia, regia como una dama regia.

En su agujero hay un animal caballo (si lleva freno, todo le sabe a cucharilla) que asoma

la cabeza por encima de la puerta, de la que cuelgan los accesorios para montarlo, que es

lo que Thairine pretende hacer.

‘Te regalaré un verde abrigo de China con dragones bordados y unos pantalones de seda

escarlata de la imagen del Niño Jesús en Santa María Novella, no vayan a decir que no

tenemos gusto o afirmen que no hay sangre azul en la familia’ –dijo Pound, el viejo chivo.

Me gusta el pelo tirantísimo de Thairine y su atuendo amontonado, sobrepuesto, con la falda

negra de montar, que no se acaba. Y esas orejas completamente desnudas, limpias, como si,

al apartar el cabello, hubieran sido reintegradas a la cara junto a la boca y los ojos y la nariz,

devueltas a su lugar natural, en vez de mantenerlas marginadas y escondidas a los lados,

bajo el pelo, apartadas de la verdad.

El animal caballo tiene saltaduras, desconchados en la cara, sobre todo entre los ollares.

Es un bicho a veces sobrevalorado, pero tiene su posición absurda y sus singulares

proporciones.

 

 

 


 

 

 

 

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