Escribir poesía es ser conscientes de que no nos pertenece. Que sólo somos el canal por el que se manifiesta.
Y es preciso no querer retenerla para que no se vaya de nosotros. Pues de manera constante nos dice, a la vez,
que no somos necesarios para ella.
La inspiración es por sí misma selectiva —Cervantes la definía como una adolescente caprichosa— Selectiva
con la actitud adecuada para que seamos ese canal de transmisión. Aunque esa actitud no es pasiva. No
esperamos a que llegue, sino que la trabajamos cuando se da. Y para eso hay que estar alerta con esa
capacidad de asombro hacia lo sencillo. Ese algo sencillo que explica lo universal.
Es necesaria, pues, cierta distancia entre los sucesos y el cómo nos afectan al rozar nuestra alma. De esa
fricción nace la poesía.
Para escribir poesía es necesario el silencio. Un silencio activo, un silencio alerta. De manera consciente
tenemos que guardar silencio mientras se posan en nuestro fondo los ingredientes necesarios para que surja
ese resultado que antecede al pensamiento.
Es más difícil vivir en ese silencio que escribirlo. El hecho de existir en esa parte del espacio-tiempo alejado
de la vida cotidiana es más dificultoso que plasmar en unos pocos versos lo que subyace de esos roces con
la valla del Tiempo.
Escribir poesía es fotografiar la existencia en ese espacio del presente en el que cabe todo un universo y
su motor es el corazón. De la misma manera que el corazón funciona siempre, sin descanso, podemos extraer
la actitud correcta para ser recipiente de la poesía. Como diría el poeta, saxífraga es nuestra flor, la que divide la roca.
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