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fabio morábito

la lenta furia

los vetriccioli

 

1ª ed

Buenos Aires

Eterna Cadencia Editora

2009

112 p .; 22×14 cm.

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   Nuestro número crecía año con año, es cierto, pero la vieja casa en las calles de Bolívar nos seguía alojando a todos sin incomodidades, o con un confort que era cada día más sutil y más íntimo.

   Llena de recovecos y de estrechos pasillos que de repente se ensanchaban sin motivo, parecía, más que una casa, el amalgama de muchas que hubieran terminado por darse de codazos para apoderarse del mismo lugar.

   Cada rincón había sido provisto de un pupitre, que a veces no pasaba de una simple tabla para apoyar el atril y el tintero. Otros pupitres estaban colocados dentro de los viejos armarios de la familia, en los vanos de las ventanas y en tapancos construidos para aprovechar la buena altura de los techos y el leve abombamiento de un pasillo o de una estancia.

   No se desperdiciaba la menor concavidad ni entrante de los muros. Había también pupitres encajados en pequeños recodos en donde con trabajo hubiera cabido un niño, y en esos nichos, lo mismo que en las otras partes de la casa, se trabajaba de diez a doce horas diarias a la luz del día o de las lámparas. Los cuartos estaban en la planta de arriba, pero era frecuente que al final de la jornada muchos Vetriccioli se quedaran dormidos con la pluma en la mano sobre la tabla de sus minúsculos escritorios.

   Cuando venía al mundo un Vetriccioli, los viejos, reunidos en el sótano, elegían el futuro lugar de trabajo del recién nacido: el ala oeste, los tapancos del sur (donde alguna vez hubo una cocina), los recovecos levantinos o el abombamiento central. Y cuando el pequeño cumplía tres años pasaba bajo la tutoría de un tío o de un primo mayor que lo familiarizaba con los atriles, los cajones, el vértigo de los tapancos y los diccionarios.

   A los seis años el pequeño Vetriccioli sabía sentarse derecho, usar el papel secante, sacar punta a los lápices, borrar con goma sin rasgar la hoja y poner en orden un escritorio. Se le enseñaba a llevar los manuscritos de un tapanco a otro y a llenar los tinteros de sus primos y tíos; al final del día mostraba con orgullo sus dedos manchados de tinta y cuando cumplía los siete años empezaba a traducir las primeras frases y los primeros párrafos, que además de ejercitarlo servían para saber qué lugar de la cadena familiar le vendría mejor en el futuro.

   En efecto cada traducción nuestra pasaba de mano en mano hasta ser sopesada una infinidad de veces, las nuevas manos desmentían a las anteriores y eran desmentidas por otras, cuando no un tapanco por otro tapanco o un armario por otro armario o un ala de la casa por el ala opuesta. Eso causaba demoras en las entregas a las editoriales, pero al pasar por tantas correcciones y enmiendas, la obra, como un caldo, se impregnaba del aire y el estilo de toda la familia, ese aire que los entendidos reconocían al primer golpe y los hacía exclamar con admiración:

-¡Seguro que es un Vetriccioli!

   Porque era de buen gusto citar nuestro nombre junto con el del autor, y se decía: “Acabo de comprar un Moliere Vetriccioli”, o: “Fulano me regaló el último Vetriccioli: las Noches florentinas de Heine”. O incluso: “Tengo en mi casa un Vetriccioli del 42”, sin ni siquiera mencionar la obra ni el autor.

   Los Guarnieri, que vivían a tres cuadras de distancia, en la calle de Turín, querían hacernos la competencia, y su especialidad, que anunciaban en los periódicos (tenían el mal gusto de anunciarse en los periódicos), eran las lenguas muertas. Pero, ¿quién puede decretar la muerte de una lengua? Aunque ya no se hable o haya tenido una vigencia corta entre los hombres, un idioma no dejará de reaflorar aquí y allá, siempre adherido al subconsciente de la especie; por eso a menudo entre nosotros era algún párvulo que apenas empezaba a sostener la pluma encaramado en un tapanco remoto quien se remontaba por pura intuición hasta el origen de una palabra de un antiguo idioma caucásico o de un dialecto turquestano que hacía desesperar a los viejos de la familia.

   Para nosotros no había nada caduco, nada que rescatar del olvido, sino distintas capas en un continuo acomodo, así que la división que establecían los Guarnieri entre lenguas vivas y lenguas muertas nos parecía un subterfugio para encarecer sus precios. ¿Qué podía esperarse de una familia que trabajaba en un inmueble de oficinas de tres pisos, sin vivir juntos, seguramente compitiendo entre sí, seguramente sin ser todos Guarnieri?

   Nosotros no salíamos de casa. Hasta para cruzar la calle hacen falta convicciones firmes y que yo sepa ningún Vetriccioli esgrimió nunca fuera de los asuntos relacionados con nuestro trabajo algo que se pareciera a una convicción o una verdad generales, ni reprobó una conducta ajena excepto el oportunismo de los Guarnieri. Las ideas con que nos topábamos en los manuscritos nos dejaban indiferentes; atendíamos a la coherencia de un razonamiento para traducirlo de manera correcta, no para cultivarlo o atesorarlo, como hacían los Guarnieri.

   ¡No era difícil imaginarse las conversaciones pedantes en la calle de Turín, llenas de disputas, de principios inderogables, de acaloramientos y de rostros ofendidos!

Qué diferencia de nuestras charlas a la hora de la cena, llenas de ocurrencias y desvarios, donde lo que importaba era oírnos conversar todos juntos y percibir las manías y las inclinaciones secretas de cada uno, el tintineo de las almas. Oh, nos sabíamos desde siempre meras correas de transmisión, y eso nos apasionaba.

   Vivíamos de perfil, responsables a medias y vivos a medias. Nos ayudaba el físico; los hombres y mujeres Vetriccioli fuimos siempre delgados, al revés de los Guarnieri, grasosos como su prosa. Ni el más flaco de ellos se hubiera movido a gusto en nuestra casa llena de pasillos y remetimientos. Ninguno de nosotros conocía toda la casa. Además de su tamaño y de sus cientos de recovecos, el hervor del trabajo nos la ocultaba. Quien emprendía un reconocimiento general se aburría al poco rato y ahí donde abandonaba su intento quedaba asignado a cualquier pupitre a media altura o al ras del suelo en que sus servicios fueran necesarios.

   Esas migraciones, aunque poco frecuentes, contribuían a uniformar el estilo poniendo en contacto los diferentes sectores de la casa, que con el tiempo habían adquirido peculiaridades propias. Los recovecos levantinos eran famosos por el abuso de la forma pasiva y el punto y coma; lo que llegaba ahí vivaracho y con buen ritmo salía circunspecto y solemne. Era la llamada cadencia levantina, buena para las memorias y el género epistolar, pero inservible para los episodios alegres y violentos.

   Gran parte de la función del tatarabuelo y de los otros ancianos que vivían en el sótano era orientar cada paso de los manuscritos hacia el sector de la casa más conveniente. Nada mejor que el ala oriental para los arrebatos líricos. En cambio, para la duda, la sospecha y el resquemor, los tapancos del sur. Bastaba el más leve cambio de tono en el autor (una digresión nostálgica, una frase velada de resentimiento), para que de inmediato el libro viajara a otro punto de la casa, aunque fuera por unas pocas líneas. Y en cada sector florecían las especialidades.

   Cierto tapanco había alcanzado la excelencia en las exclamaciones de repudio, otro en los balbuceos de ira. Los manuscritos pasaban diariamente por docenas de escritorios y eran sometidos a una vigilancia estilística morbosa. Y lo mismo que ningún Vetriccioli había recorrido toda la casa, sólo unos cuantos habían leído un manuscrito de cabo a rabo.

   Quiero decir que la vida de casi todos transcurría entre breves párrafos y frases truncas. Eso impedía emocionarse y perder el control sobre el texto, aguzando nuestra sensibilidad para el valor de cada palabra, aunque nos fue insensibilizando hacia el contenido y el encadenamiento de los hechos. A la larga, esto provocó que la octava generación perdiera completamente el gusto de discurrir a la hora de la cena. Los relatos de los más viejos les parecían un zumbido sin sentido, así que no tardaban en recostar la cabeza sobre la larga mesa para dormirse; cuando hablaban, lo hacían por sobresaltos, sin emoción, y enmudecían de golpe como si no hubieran abierto la boca.

   Eran los más altos y delgados de la familia, casi blancuzcos, casi filamentosos, y apenas se burlaban de los Guarnieri, apenas se reían; no usaban los diccionarios ni las gramáticas y cuando se topaban con un pasaje difícil, en lugar de pedir ayuda, encogían los pies y el estómago, cerraban los ojos, respiraban hondo y hallaban como en una muda plegaria la palabra o el giro sintáctico que los sacaba del problema.

   Cuando nos destronaron a todos, no se unieron, se amalgamaron, ya que tampoco se tenían confianza entre ellos. Hartos del ruido que hacíamos al trabajar, su ira reventó una mañana de invierno. Bajaron al sótano y lo primero que hicieron fue colgar a los viejos. Nos tomaron a todos de sorpresa porque la rutina de los escritorios nos había vuelto lentos; muchos no encontraron la puerta de la calle, otros no entendieron qué pasaba hasta que empezaron a patear colgados de una viga o de un tapanco; los pocos que logramos huir no volvimos a juntarnos y cada quien sobrevivió como pudo.

   A partir de entonces los Guarnieri prosperaron como nunca. Añadieron un piso a su edificio de la calle de Turín y exigieron que se les diera crédito en los libros. Esa costumbre vulgar se ha extendido. Nosotros nunca hubiéramos aceptado ver nuestro nombre impreso; toda la dificultad y dignidad de nuestro trabajo consistía en convencernos íntimamente de que no existíamos, en descubrir que en realidad el autor sabía castellano, que secretamente se había expresado en castellano y quién sabe qué accidente de último momento lo había obligado a remojar su obra en otro idioma, cuya capa exterior nosotros quitábamos como las vendas de un herido.

   ¡Cómo ganaban ligereza y soltura cada una de las palabras devueltas a su molde original! Los Guarnieri luchaban para ver su nombre impreso en los libros y olvidaban que el secreto de nuestro oficio era la rehabilitación lenta y caritativa. Estábamos ahí para cerrar las llagas, devolver la salud y restituir las cosas a su sitio, nada más.

   Ahora, cuando paso por Bolívar rasando el muro del jardín para detenerme todavía un par de minutos frente al caserón vacío y decrépito (ellos, como era de esperarse, ciegos y sordos como eran, no tardaron en aniquilarse entre sí después de aniquilar a todos, pero yo tuve siempre el cuidado de recoger la correspondencia del buzón que daba a la calle y despacharla del modo más conveniente para alejar cualquier sospecha o pregunta curiosa), los veo otra vez a todos: al bisabuelo Julio y a la tía Sampdoria y al tío Cornelio, a mis hermanos Pílade y Edgardo, a todos mis primos y mis tíos del abombamiento central maldiciendo y graznando y exprimiendo los ojos en busca del adjetivo justo y del giro más sobrio.

   Todos los sectores se consumían en la misma fiebre de perfección, y aunque el número de nosotros crecía año con año, nuestra casa, habilitando un rincón aquí y ensanchándose allá, nos reservaba siempre un pliegue oculto o un recodo virgen para un nuevo Vetriccioli.

   Por supuesto había que adecuarse a las nuevas presencias, hacerles sitio, adelgazar insensiblemente, pegar más el brazo al cuerpo al escribir, consultar poco los diccionarios para estorbar lo menos posible, ser más precisos y sobrios en la elección de las palabras, en suma sólo gravitar lo estricto y necesario. De manera que cada nuevo Vetriccioli imponía a fuerza un sutil reacomodo, un cambio casi imperceptible de tono y de estilo, así como los viejos, al morir, se llevaban palabras y cadencias irrecuperables.

   Lo que era común a todos era el fervor, la entrega a la casa y  la conciencia de que no se inventaba nada, de que se trabajaba sobre lo trabajado por otros y se corregía para ser corregidos, de que la originalidad no existía y ningún trazo personal era digno, por lo que había que borrarlo, y de que esa era la diferencia esencial entre nosotros y los Guarnieri, entre su gordura y nuestra agilidad, entre su edificio de varios pisos y nuestra vieja casa de Bolívar donde se perdía uno entre sus miles de recovecos.

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