fabio morábito
la lenta furia
1ª ed
Buenos Aires
Eterna Cadencia Editora
2009
112 p .; 22×14 cm.
el turista
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Fueron a ver la piedra esa misma tarde, acompañados por el médico Patak. El conde ya había dado instrucciones al posadero Matías de despertarlo muy temprano al día siguiente porque la jornada de viaje hasta Kolosvar era larga y quería llegar antes de que anocheciera.
También el posadero judío, con sus ademanes ceremoniosos, había insistido en las bondades de la aldea:
-Una breve estancia en Werst no le caería a usted mal, señor conde. Aunque este pueblo no puede competir con París, su clima y los paisajes de los alrededores son lo más adecuado para la convalecencia de su señoría.
-No sé quién le dijo que estoy convaleciente, nunca me he sentido tan bien.
-Quise decir que éste es un lugar ideal para reunir fuerzas antes de un largo viaje.
-Sí, pero llevo prisa.
La piedra a la que se refería el alcalde Koltz, situada en un recodo del camino principal, era un trozo de basalto alto y negro que parecía haberse desgajado del cerro lentamente, debido a las lluvias.
El conde no vio nada notable en él y, cuando el alcalde Koltz le pidió su opinión, dijo:
-Es de basalto.
-Un basalto muy especial, señor conde, el basalto de Werst, único en su tipo. Mire las vetas, no encontrará otras semejantes en ninguna parte. Vale la pena se quede unos cuantos días con nosotros para estudiarlas con todo detenimiento.
-No soy muy amante de las piedras.
-Entonces -intervino el doctor Patak- le interesará visitar la Cueva del Sonámbulo, una de las grutas más hermosas que pueden verse por estos parajes. El conde asintió de mala gana.
Anduvieron medio kilómetro hasta entroncar con una vereda que se internaba en la espesura siguiendo el flanco rocoso del cerro. Llegaron a una abertura angosta cubierta por la vegetación y ahí entró el alcalde Koltz. Lo que vio el conde no fue una gruta sino un nicho de respetables proporciones, un refugio ideal para un hombre durante una tormenta, nada más.
El alcalde le pidió que observara las rugosidades de la roca, algo digno de verse.
-Ya veo…
—Se le conoce como la Cueva del Sonámbulo -empezó el doctor Patak- porque aquí a veces un hombre del pueblo, un sonámbulo…
Pero no pudo seguir porque el conde se había doblado con un quejido y se tocaba con las dos manos el costado derecho.
-¿Qué pasa?, ¿se siente mal?
El conde negó con un gesto y cuando se enderezó le lloraban los ojos. El alcalde y el doctor se miraron sin hacer ningún comentario, lo acompañaron afuera y, mientras iban de regreso al camino principal, el doctor, viendo que el conde parecía ya recuperado, dijo que no había nada mejor que el clima de Werst para aliviar las dolencias del hígado.
-Nada mejor -le hizo eco el alcalde Koltz.
El conde se detuvo llegando a la calzada, los miró a los dos y dijo:
-Gentiles señores, les ruego que me disculpen pero tengo que poner fin a este hermosísimo paseo. Mañana me espera un viaje largo y cansado.
El doctor Patak sonrió:
-Entendemos, pero no puede marcharse de Werst sin ver la Mosca de Frick. Frick es uno de los pastores de la aldea. Hay una mosca en su casa que es preciso ver, lleva años viviendo en la cocina. Puede afirmarse que se trata de una mosca domesticada, la primera en su género. Le ruego que nos acompañe,la casa del pastor queda cerca.
Llegaron en cosa de dos minutos a una modesta construcción de piedra con los muros sin encalar y el establo en la parte trasera. Unos niños aparecieron detrás de la figura de Frick cuando éste abrió la puerta. Inmediatamente se abrieron las puertas de las otras casas y varios curiosos penetraron detrás del doctor para ver al ilustre visitante y sólo se detuvieron en el umbral de la cocina del pastor, formando un muro de orejas y ojos.
En el centro de la cocina el alcalde Koltz señaló un puntito en la pared junto al fregadero.
-Ahí la tiene. Es Adelaida.
Los presentes guardaron silencio. El conde se acercó despacio y vio que la mosca apenas se movía.
Era una mosca común y corriente. Se preguntó cómo podrían saber el dueño de la casa y las otras personas que era siempre la misma. El pastor pareció adivinar su pensamiento porque se acercó y le dijo en voz baja, pero no tanto como para que no lo oyeran todos:
-Es inconfundible, observe las estrías del abdomen, las nervaduras de las alas transparentes; un dibujo raro, único en su género. Mi tía Adelaida, que en paz descanse, tenía en el rostro unas arrugas parecidas, por eso le pusimos su nombre a la mosca.
La mosca pareció adivinar que la miraban y empezó a moverse en redondo para lucir sus encantos. Entre tanto silencio se tenía la sensación de oír el roce de sus patas contra la pared. El conde no podía creer en tanta absurdidad. Ahí estaba en medio de esa gente, contemplando una mosca en un muro. Sus padres lo mandaban a París a codearse con la mejor sociedad de Europa y a sólo tres días de comenzado el viaje él perdía el tiempo en esa tosca casa, rodeado de campesinos, mirando una mosca.
El fino recogimiento que reinaba en la cocina aumentó su angustia y su mirada se petrificó como si contemplara un majestuoso paisaje y no un minúsculo ser vivo.
-Un insecto fuera de lo común -murmuró a su oído el alcalde Koltz.
Esa noche, en la posada, no pudo dormir por las punzadas en el hígado. Soñó todo el tiempo con la mosca. Era ella la que le causaba las punzadas. Se le metía en el cuerpo por la boca y lo martirizaba lentamente. Después el hígado aparecía pegado a la pared de la cocina, junto al fregadero, y todos lo miraban. “Mire esas estrías”, decía el doctor Patak, y él ponía atención, preocupado. De repente aparecía la mosca, que volaba hasta posarse sobre el hígado y empezaba a chuparlo; conforme lo chupaba se iba hinchando hasta adquirir un tamaño enorme y las estrías de su abdomen se dilataban mostrando unas feas callosidades internas.
El posadero, cuando tocó a su puerta al amanecer, lo encontró despierto y sudado y fue a llamar al doctor Patak, quien acudió, palpó el hígado, recetó un jarabe de su invención, puso en duda la conveniencia de proseguir el viaje con aquel dolor en el costado y habló de una jomada de reposo.
-¿Otro día aquí? -el conde volteó hacia la ventana con el rostro tenso. Los otros dos contuvieron la respiración. El conde se mordió un labio:
-No quise ofenderlos -balbuceó.
Abandonó la cama, se vistió, bajó a desayunar y pidió que le llevaran el jarabe.
Acabando de desayunar, accedió a que lo acompañaran a ver los pastizales del río.
-Observe, señor conde -dijo el alcalde Koltz-, la particular curvatura del pasto.
El conde, que cada tanto se palpaba el flanco adolorido, arrancó sin alegría dos hilos de hierba, los observó por ambos lados, los miró a contraluz y dijo secamente:
-Las estrías de esta hierba son diferentes de esta otra, forman con el tallo un ángulo más agudo.
El doctor Patak y el alcalde Koltz se acercaron presurosos.
-Sí, hay una diferencia -dijeron.
El conde arrancó otra hierba, la miró de la misma manera y dijo subiendo el tono de la voz:
-Y en esta otra las estrías están más separadas, como si esta hierba necesitara respirar más hondamente, como si padeciera una insuficiencia pulmonar.
-Ya veo, ya veo -dijo el alcalde Koltz, mortificado.
-Salta a la vista -dijo el doctor Patak.
El conde tiró los tres hilos de hierba y miró la amplia extensión de los pastizales que tenía enfrente.
No vio una extensión homogénea sino un hervidero de luchas individuales, de agresiones y resistencias.
Vio la enemistad y el caos generalizado que reinaban ahí y presintió la miseria que significa arraigar, tener raíces y luchar por no perderlas. El doctor Patak y el alcalde Koltz miraron también. Frente a ellos apareció una superficie plana que olía a estiércol. Vieron que el conde acababa de arrancar todo un fleco de hierba y el alcalde dijo nervioso:
-Ese fleco que tiene usted en la mano se parece a las escoba de la viuda Hermod. Una escoba única en su tipo. Valdría la pena que la viera. La casa de laviuda Hermod queda a dos pasos.
Llegaron en cinco minutos. La viuda Hermod estaba dando de comer a las gallinas. Los hizo entrar, trajo la escoba, se disculpó y regresó al gallinero. Los tres hombres se sentaron en la cocina a mirar la escoba. El conde fue separando las cerdas con los dedos; agarraba unas cuantas, las encerraba en un breve paréntesis de paz y las devolvía a la voracidad de las otras viendo cómo naufragaban. Repitió la operación varias veces sin prestar la menor atención al alcalde y al doctor, que acompañaban sus gestos con palabras de trémulo entusiasmo.
Esa noche el dolor en el hígado le arrancó unos bramidos en el insomnio. El doctor, que llegó al amanecer llamado por el posadero, le palpó moderadamente el vientre y luego aplicó la oreja durante un minuto:
-Este hígado necesita reposo -dijo.
-Me prometió que podría partir hoy.
-No se lo aconsejo, Kolosvar queda lejos.
-¡Kolosvar queda lejos! ¡Kolosvar queda lejos!
-¿Qué tan lejos queda, demonios?
El doctor y el posadero se miraron; el conde desvió la vista, hizo un gesto vago de disculpa, luego tomó el frasco de jarabe que estaba sobre el buró y se sirvió una cucharada bajo la mirada benévola del doctor.
En la tarde, para que no se aburriera, lo llevaron a ver El Borde Descarapelado del Fregadero de la Señora Riatzy. La casa de los Riatzy quedaba a dos pasos y la mujer pareció emocionada de verlos. El alcalde Koltz y el conde tomaron dos sillas y se encararon al fregadero mientras el doctor Patak y la señora Riatzy desaparecieron en la alcoba aprovechando que el señor Riatzy no estaba en casa.
-¿Qué es ese ruido? -preguntó el conde.
-Es el doctor Patak… solazándose con la señora Riatzy.
Cuando los dos entraron a la alcoba, la señora Riatzy, completamente desnuda, hizo el ademán de cubrirse, pero el alcalde Koltz la fulminó con la mirada:
-El señor conde quiere ver a El Doctor Patak Que Se Solaza Con la Señora Riatzy.
La señora Riatzy vaciló, luego abrazó ávidamente al médico, que se le había subido, y los dos reanudaron sus movimientos rápidos.
Las embestidas se fueron haciendo más fogosas y ella empezó a bambolear la cabeza y de pronto exclamó con los ojos desorbitados:
-¡Ah, me encanta ponerle cuernos a mi esposo, el señor Riatzy!
El doctor exclamó:
-¡Ah, me encanta ponerle cuernos al señor Riatzy montándome a su mujer, la señora Riatzy!
El orgasmo, entre rugidos, los trenzó como dos lagartos.
-Observe las sacudidas -dijo el alcalde Koltz.
Entonces los dos salieron del cuarto, dejando al doctor y a la mujer que resollaban, y fueron a la cocina a reanudar la contemplación del fregadero. Poco después apareció el doctor visiblemente fatigado, miró su reloj y dijo que sería prudente retirarse de una vez.
Salieron por la parte de atrás de la casa de “La Adúltera Riatzy” y echaron a andar por la calle mientras oscurecía. De pronto el conde disminuyó el paso y se detuvo.
-¿Qué le pasa? -inquirió el alcalde.
El conde se tocaba el flanco derecho:
-Ya no me duele -dijo-, ya no me duele nada.
-Está bien -dijo el alcalde, y él y el doctor reanudaron su marcha.
El conde sintió un tierno júbilo y murmuró “París, París” como si rezara una plegaria. Apuró el paso y juró que al día siguiente estaría en Kolosvar, o al menos más cerca de Kolosvar que de Werst.
Llegando a la posada invitó a sus dos acompañantes a una cerveza de despedida.
-Sí -dijo el alcalde Koltz-, los atractivos de este pueblo son innumerables con sólo poner un poco de atención.
El conde ni lo oyó. París le pareció tan vasto que aunque quedara lejos no dudó de que su benéfico influjo se haría sentir al dejar atrás los últimos pastizales excrementicios de la aldea. Levantó su tarro de cerveza y exclamó:
-¡Salud!
Esa noche soñó que ya estaba en París, en la Ópera, y los palcos rebosaban de damas hermosas y la orquesta se acercaba vertiginosamente a los últimos acordes. El tenor dio un paso hacia el público, extendió un brazo y respiró antes de la nota final. En ese momento una mosca, inconfundiblemente Adelaida, se le metió zumbando a la boca y lo ahogó.
El conde dio un salto. Era el posadero que to caba a la puerta para despertarlo al amanecer como habían convenido.
-¡Ya voy!
Se vistió lentamente mientras empezaba a clarear afuera. Se palpó el costado derecho, por las dudas, y no sintió ninguna molestia. Se acercó a la ventana y miró los pastizales que como una húmeda pizarra se extendían alrededor de las últimas casas. La luz lívida del amanecer los volvía inconcretos y demasiado próximos y parecían flotar junto al vidrio.
Se quedó mirándolos fijamente, a medio vestir, entumido de frío. Se sintió invadido por la presencia multitudinaria de la hierba, por el poder igualador de la hierba, por los brazos infinitos de la hierba y el diluvio de la hierba. Sintió vívidamente que él era una piedra que rodaba por ese declive sordo e impío.
El declive cesó cuando un dolor en el costado le llenó la boca de cobre; tuvo que apoyarse en la pared, palpó con una mano aquel plomo invisible y supo de golpe, como lo sabe una piedra cuando alcanza su alvéolo definitivo, que no iría a París.
Vio a su alrededor una eternidad intraspasable de hierba que lo cercaba sin remedio. Una sola lágrima, exprimida desde quién sabe qué meandro de su ser, brotó, fría y dura, y justo en ese momento el doctor Patak abrió la puerta acompañado por el posadero, que explicó aquella irrupción con sus ademanes ceremoniosos:
-Puesto que su señoría tardaba, pensé que otra vez se había sentido mal y fui a llamar al doctor.
Notaron que se apretaba el flanco y al doctor le bastó mirar la mucosa de sus párpados para sacudir la cabeza:
-Un viaje tan largo, con este hígado…
Él siguió mirando por la ventana y cogió mecánicamente el frasco de jarabe que el otro puso en su mano.
Cuando se recobró un poco, después de consumir el ligero desayuno que le preparó el posadero, lo llevaron a ver El Recodo Enmohecido del Conducto de Desagüe de los Lavaderos Públicos y, en la tarde, El Margen Carcomido de la Contratapa de la Biblia del Señor Tusnesdor.
-Observe las rugosidades del cuero -dijo el alcalde Koltz-, una muestra única en su género.
Y él, acercándose tímidamente, se extravió en aquel intrincado laberinto de nervaduras y estuvo recorriéndolas con un dedo como si siguiera en un mapa la ruta de algún viaje fantástico.
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