fabio morábito
la esponja
Si en un plano colocamos un cierto número de pasillos y galerías que se cruzan
y se comunican, obtenemos un laberinto.
Si a este laberinto le conectamos por todas partes, arriba, abajo y a los lados, otros
laberintos, es decir otros planos de pasillos y galerías, obtenemos una esponja.
La esponja es la apoteosis del laberinto; lo que en el laberinto es todavía lineal y
estilizado en la esponja se ha vuelta irrefrenable y caótico.
En la esponja la materia galopa hacia afuera, repelente a cualquier centro.
Es dispersión pura.
Imaginemos una manada de animales que huyen del ataque de un felino y, dentro
de esa manada, a un grupo de individuos situados bastante lejos de la fiera pero no
por ello menos aterrorizados.
Ese trozo de manada marginal pero no periférico, cargado de terror pero
relativamente a salvo, es una esponja, mezcla de delirio e invulnerabilidad.
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Es esa mezcla lo que nos hace sentir que la esponja es la herramienta
menos dueña de sí misma, la más exterior, la que no guarda nada y la más
nirvánica.
Sus miles de cavidades y galerías son como la disgregación que en cualquier estallido
precede a la pulverización final; su asombrosa falta de peso es ya un principio de
caída y ausencia.
Frente a eso, la ligereza de una pluma de ave tiene escaso mérito; está demasiado
conectada con su pequeñez; es una ligereza que se constata pero que no sorprende.
La de la esponja, en cambio, es una ligereza heroica.
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. Esa ligereza es prueba de su total disponibilidad y entrega.
Incluso, de tan extrema, esa entrega parece tomar la forma de una rapacidad
insaciable. La esponja chupa y absorbe, pero no tiene ningún receptáculo fuera
de ella misma en donde guardar lo absorbido.
No tiene aparato digestivo.
No procesa nada, no retiene nada, no se adueña de nada.
Tan sólo es capaz de prestarse hasta el último retículo.
¿Para qué? Ni ella lo sabe.
Por eso no habla, confabula.
El agua la invade como una consigna que nadie entiende pero que todas sus
galerías repiten con apuro propagándola como un incendio.
Ninguna boca queda muda. La esponja es aerifica. De ahí lo fácil que es penetrarla
por arriba y por abajo, hurgar hasta en sus últimos escondrijos y aligerarla de todos
sus secretos.
Basta volverse agua.
¿Y quién no se vuelve agua frente a una esponja?
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Miremos al hombre que tiene una esponja en la mano, cómo la manosea y la observa;
está mimando, sin quererlo, los movimientos del agua.
Y el agua no se halla nunca tan dueña de su expresión, de su voz, como dentro
de una esponja. Su principal ocupación, que es caer, encuentra en la esponja, en ese
escenario concentrado y tangible, una experiencia cabal de todos sus quehaceres y
aptitudes, como en un laboratorio.
Lo que hace la esponja con sus mil ramificaciones es frenar la caída del agua para que
el agua se nombre a sí misma sin dificultad, limpia y humanamente.
En la esponja el agua recobra fugazmente manos y pies, tronco, dedos y cartílagos,
o sea un germen de autoconciencia, y vuelve a sí misma después de cumplir con
una tarea concreta: escudriñar a fondo, sin errores ni olvidos, un cuerpo que
permanecía seco.
Plenitud no sólo del agua sino del amor.
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Pocas cosas, pues, tan de cabo a rabo como la esponja.
Es el anonimato en su forma más pura. No tiene carácter, es decir hábitos, manías,
reincidencias, callosidades, endurecimientos.
Su dibujo capilar es ecuánime, no hay ahí obstrucciones como tampoco vías rápidas,
atajos o brechas; cada membrana y cartílago participan con la misma intensidad
en la actividad en común. Es como si la materia, por una vez, hubiera renunciado
a cualquier acumulación de fuerza en algún punto, a la menor superposición de
residuos; como si se hubiera empeñado en fraccionar el menor asomo de ganglio,
de veta o de nervio; como si a través de tortuosos cálculos, rodeos, idas, vueltas
y repasos incesantes hubiera acabado con toda adiposidad e inercia y terquedad;
con toda estupidez.
Resultado: una materia ágil y despierta, recorrible y pronunciable.
Y algo más: una materia sin poder, ignorante en el sentido más puro, no ajena
a la emoción.
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La mitad de la mitad de la mitad; he aquí la pequeña ley que rige a la esponja.
Una ley que la esponja lleva a cabo con una obstinación y un rigor admirables, y que
quiere decir, sin más, la partición al centésimo, al milésimo o a lo que haga falta
para neutralizar cualquier intento de sedimentación, de tribalización, de patriarcado.
Siendo que su pasión es la confabulación y el jolgorio, la lubricación y el bombeo,
lo que necesita son bifurcaciones y desvíos, y desvíos de desvíos, y ramales de
ramales de ramales; todo fraccionado, todo a la mitad de la mitad, todo en giro,
todo femenino, todo ya.
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De ahí su vocación de filtro, de destilante.
El filtro, es bien sabido, es una caída frenada al milésimo, una herramienta de disuasión;
disuade frenando y mareando.
Es un interrogatorio.
La culpa, que es siempre un botín, un fardo ilícito, queda al fin en evidencia y neutralizada
en forma de grumo.
Lo que permanece es la esencia, la pobreza inicial, pues un filtro no es otra cosa que
un viaje a contrapelo en busca del comienzo perdido.
Es pues un recordatorio, quizá una confesión.
Y, paradójicamente, la esponja es la expresión de la desmemoria: no admite sumas
ni acumulaciones.
Es franciscana.
Y otra cosa: tiene temperamento atlético; no puede permitir que nada se enfríe, que
envejezca.
Así, aunque no lo queramos, cada vez que exprimimos una esponja, en los cartílagos y
tendones de nuestra mano se insinúa el secreto deseo, que nunca nos abandona, de
rehabilitarnos a fondo, de ser otros, disponibles y ligeros como el primer día.
Pues no cabe duda de que el primer día era sencillamente eso, una esponja.
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